GUSTAVO (continuación)
2ª
Bajó Gustavo la escalera,
ansioso ya de verse en presencia de la dama desconocida.
Los diversos lances de aquella noche y el vino, le
hacían el hombre más venturoso del mundo.
El resplandor de la luna; el aura que
mansamente mecía los árboles; las voces lejanas de la orgía... no podía presentarse un cuadro que más
halagase su imaginación. Sólo faltaba una mujer que diese aliento a aquella
soledad, y la esperanza de hallarla aumentaba su dicha.
Cruzó la primera
calle, y al fin de la segunda, que se extendía a la derecha, se le figuró ver a
una mujer lánguidamente reclinada sobre un banco. La postura no podía ser más
poética: apresuró el paso con intención de arrodillarse a sus pies, sólo por
completar el cuadro.
A medida que se
iba acercando, la dama misteriosa, que tanto al principio había halagado su
imaginación, se iba convirtiendo en una imagen espantosa que hería fuertemente
su razón y pugnaba por despertarla del profundo letargo en que estaba sumida.
— ¡Horror! ¡Horror!
¡Es Elena!, dijo a dos pasos de la joven, sin atreverse a aproximarse, temiendo
que se convirtiera en evidencia tan horrible sospecha.
Al fin se
adelantó: ¡no había duda! : ¡Ella,
ella misma! Se frotaba la frente; se restregaba los ojos; la luz de la luna le
parecía escasa y maldecía al vino que no dejaba a su razón juzgar con exactitud
de aquel lance, que había de decidir de sus creencias.
Se trabó una
lucha desesperada entre su razón y su embriaguez, que le produjo un dolor
agudo en los sesos.
La escéptica
filosofía de que se hace alarde en las bacanales; el recuerdo de lo que
Guillermo y Moncada habían sospechado acerca
de Elena, el recuerdo de Angela,
de aquella prostituta con rostro
divino...
— No hay duda; es una Angela.
Dudando todavía,
se acercó a ella y la tomó violentamente por la mano. La pobre niña le
contempló un momento con una expresión angelical; le hizo señas de que se
callara y lo apartó algunos pasos del banco en que había estado sentada.
—¡Calla!
: ¡no des voces ni hagas ruido!; ¡aquella es la tumba de Elena! ¡No la
despiertes!
— ¡Está borracha! dijo Gustavo con una expresión de sorpresa, de
desprecio y de ira, imposible de describir.
— ¡Miserable! ¿me conoces?
— ¡ Ay!, que me haces daño ¡Yo no te conozco! Y tú, ¿conoces a Gustavo?
Dile que sea bueno, dijo, poniéndole con suavidad las manos sobre los hombros y
mirándole cariñosamente.
— Gustavo quedó convencido de que Elena estaba trastornada por el vino,
Su espanto fue
disminuyendo, y su razón quedó completamente vencida por su embriaguez: ¡Elena
en aquella casa y borracha! quiso reírse, pero no pudo; sin embargo, el
desengaño que acababa de sufrir mataba completamente todas sus creencias, y en
aquel momento le declaraba libre de todos los lazos sociales, y este estado de
libertad absoluta empezaba a halagar su corazón.
Elena era muy
bella; la luz de la luna y la expresión melancólica de su locura, aumentaban extraordinariamente
su belleza. Gustavo la tenía entre sus brazos.
La noche, la
soledad, y un deseo satánico de concluir completamente con el mundo moral,
empezaron a inflamar sus venas.
La luna se nubló de repente.
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