GUSTAVO (continuación)
— No comprendo ese orgullo.
— Mientras lo soy de todos, me
pertenezco a mí misma; el día que
lo fuera de uno, ya sería
ajena.
— Debemos ahorcar a Dª Martina.
— ¿Por qué?
— Porque para humillar nuestro orgullo, nos ha buscado muchachas que saben
más que nosotros.
— Menos yo,
dijo Angela.
— El mayor
talento de la mujer es la belleza.
— Si no es por Ramira, me quedo sin
entenderles una palabra.
— Tú, dijo Gustavo, que ya se
iba acalorando, tienes el verdadero
talento de la mujer.
—
¿Cuál?
— El de saber
inspirar pensamientos…
— Pero, si
no los comprendo…
— Y ¿qué mujer comprende los pensamientos que inspira?
— ¿Te voy gustando?
Gustavo
le tomó una mano.
— Sí; tu
rostro es divino ¿qué importa tu corazón?
—
Yo no soy mala.
—
¡Cielos! dijo Gustavo para sí; ¡esta mujer ha nacido
privada absolutamente del sentimiento de la virtud! ¡Qué tipo tan horrible!
Se levantó, y empezó a
pasearse por la pieza inmediata.
— Si un hombre de corazón, decía el artista,
paseándose, hubiera visto a esa mujer y fiado en su rostro le hubiera entregado
su alma, el día que esa mujer, sin saber lo que hacía, hubiera olvidado sus
deberes, ¡qué tormento tan horrible hubiera sido el suyo, al ver que ni aun
tenía la esperanza de que los remordimientos vengarían su deshonor! Si Guillermo….
que, en todas las mujeres, hay algo de Angela.
— Jamás pensé, -dijo Julián a Fernanda-, que el orgullo viniera a buscar
su asiento en esta casa.
— Tú has
pensado muy poco, lo que yo veo. Consulta este asunto con tu amigo Guillermo.
— Fernanda tiene razón, dijo Guillermo, que los
estaba escuchando. El mundo tiene sus leyes, y el orgullo no consiente ninguna;
aquí es donde vive a sus anchas.
¡Tenéis razón, vive Cristo! ¡El hombre solo es verdaderamente
libre, cuando está borracho! -dijo Julián, apurando una copa.
— No es eso precisamente
lo que ha querido decir el amigo Guillermo.
— ¿Y quién le ha
dicho a Vd. que yo no he querido decir
eso?
—
La expresión literal de vuestras palabras.
—
El que solo entiende la expresión literal de una
frase, no entenderá nunca lo que dicen los hombres de algún provecho. Y el que
se lanza a imprudentes interpretaciones…
— ¡Haya paz!
— Entenderá siempre lo contrario de lo que se dice.
— Convengo en que los tontos hacen
muy bien en no separarse del sentido literal; porque de otra suerte se verían
perdidos en el hondo abismo de su ignorancia, pero…
—
¡Eso de tontos, señor mío!...
—
¡Es mucho trabajo que no he de poder nombrarlos sin que Vd. se dé por aludido!
— ¡Haya paz!
— Es que Vd. neciamente se ha empeñado...
— Yo no me he empeñado en nada,
caballero. Para mí no es plato de gusto hallar un alma de topo en un cuerpo
semejante al mío.
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