GUSTAVO (continuación)
La orgía iba entrando en su último periodo. El
discurso de Guillermo había infundido cierto
alarde y satisfacción de su estado en todas las mujeres, y el beso de Ramira
había acalorado la imaginación de todos los hombres.
— ¡Música!
— Veremos si la música es capaz de
ser la verdadera expresión de corazones como los nuestros,
Los músicos, que
también habían bebido algunas copas, con admirable expresión empezaron a tocar
la introducción de la Lucrezia. Todos llevaban el
compás con las copas y los cuchillos, menos Julián, que cantaba a media voz.
Elena levantó
los ojos y se encontró frente a
frente de la orgía.
4ª
Jamás un espectáculo semejante se había presentado a
los inocentes ojos de la virgen.
En ningún sueño podía haberlo forjado su cándida y
limpia imaginación.
Abrió los ojos, y un momento después aún le parecía
que los mantenía cerrados y que aquellos eran fantasmas, hijos del letargo en
que había estado sumida.
Sin embargo, la espantosa realidad empezaba a penetrar
en su corazón y a helarle la sangre; aquellos seres debían tener una existencia
propia, porque ella no hubiera podido nunca crearlos: aquellas mujeres que mostraban en sus ojos pasiones tan diversas
de las suyas, aquellos hombres embriagados y frenéticos, no podían ser de modo ninguno imágenes
nacidas y alimentadas en su alma de virgen.
Elena empezaba a penetrar horrorosos
misterios desconocidos. El ángel malo, mofador de la virtud, rasgaba de pronto
el velo que siempre había cubierto a sus ojos los tenebrosos abismos del corazón humano. Empezaba a concebir la
existencia de pasiones miserables y hediondas, y temblaba que existiesen en el
mundo donde ella vivía.
En el desnudo seno de aquellas mujeres, ella imaginaba que los hombres
estaban contemplando el suyo, y la pobre niña corrió confusa y avergonzada a
esconderse entre los árboles, cubriendo el pecho virginal con sus manos
trémulas.
El estruendo de la orgía, cada vez más atronador y frenético, asordaba
los ecos de la noche.
Elena permaneció algún tiempo anonadada en un rincón del jardín, como la
oveja que se refugia en la cueva, temerosa del trueno.
Pasado el primer atolondramiento, que puso su razón a punto de
desvanecerse, empezó a despertarse en su pecho una punzante curiosidad
enteramente nueva, que la impelía a
fijar la vista en aquél espectáculo desconocido. Había en este impulso
algo de ese incomprensible deseo que nos lleva a examinar los cadáveres y a
gustar mil sensaciones dolorosas, sólo por el ansia de sorprender a la
naturaleza en todos sus secretos.
El genio del mal la estaba persuadiendo a que volviese el rostro; quería
adelantarse, sin poder darse cuenta del impulso que la movía, pero la contenía
fuertemente el temor de ser vista y devorada por aquél monstruo.
Si Elena se hubiera encontrado en aquel momento rodeada de murallas de
bronce, no hubiera podido menos de asomarse por una almena a contemplar aquel
espectáculo, y sin saberlo hubiera destrozado el manto de su inocencia. El
miedo la contenía. No volvió el rostro, pero ¿qué importa? la orgía cambiaba de
sitio y se le ponía delante en donde quiera que fijase sus ojos. Sólo una vez
había visto aquellos rostros, y mientras viviera, estaban destinados a turbar
sus sueños.
Una sola mirada había bastado para empañar su inocencia, y sentía un
dolor vivísimo que le destrozaba el alma. La razón trataba ya en vano de
oponerse al tropel de arrebatadas imágenes que amenazaba destrozarla.
Dio algunos pasos vacilantes, y ya no sabía si
estaba o no delante de los balcones, porque en todas partes se le representaba
la orgía con los mismos colores.
Los objetos tomaban a su alrededor formas
gigantescas: todo ya le parecía posible en aquella noche de confusión y
trastorno. Ya no le hubiera sorprendido que uno de aquellos hombres hubiera
salido volando por el balcón, la hubiera arrebatado por los aires y en medio de
las nubes hubiera manchado su hermosura.
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