GUSTAVO (continuación)
— Vaya, no se enfade Vd. dijo la
muchacha desconsolada, viendo la desesperación que causaban en el Conde sus
pocas facultades teatrales. ¿No tengo que salir llorando, tapándome la cara
con el pañuelo, hasta entrar en el coche?
— Sí.
— El pasadizo
¿no debe estar ya medio a oscuras?
— Si,
miserable, y sin esas precauciones ¿Podrías tu pasar por Elena, ni a los ojos
de un ciego?
— Pues
entonces ¿qué teme Vd.?
— Temo que el menor movimiento, de
esos que tan bien te caracterizan, hiera la imaginación de la criada, aun en medio
de las sombras, y una vez concebida la menor sospecha, todos somos perdidos.
— ¿No he de
salir llorando?
— Si, pero sin
gritar.
— Ya entiendo:
sollozos sofocados; pues bien, casi todas las mujeres lloramos del mismo modo.
— ¿Y el vestido?
— Este que me estoy poniendo es igual al
suyo.
— ¿La misma tela? No sea que al tacto…
— Es igual:
una blusa de seda,
— ¿El manto?
— Míralo: idéntico.
— Pero ¿estás
segura de llorar?
La muchacha tomó un pañuelo; preparó su fisonomía:
hizo como que se enjugaba los ojos, y a los pocos instantes empezó a lanzar los
sollozos más desconsolados del mundo.
— Basta;
basta: que vas a alborotar la casa,
¿Qué tal?
— Perfectamente. Nunca he tenido la
dicha, dijo el Conde para sí,
de ver llorar a esa mujer; pero su
llanto debe ser más blando y suave: bueno será que esta chica vierta
lágrimas más verdaderas.
— ¿Salgo ya?
— No, espérate, que aun debe tener
mucha luz la farola del pasadizo: dentro de cuatro minutos, dijo, sacando su
reloj, debe estar apagándose. ¿Con
que, estás en todo?
— No hay cuidado,
— Llegas al cochero y le dices, procurando
que Luisa no lo oiga, que te conduzca a la calle del Olmo. Ya sabes, a la casa.
— ¡Pudiera no saberla y aquella fue mi
primera escuela!
— Le encargas al cochero que parta a
galope.
— Así lo hará, dijo la muchacha, tentándose los bolsillos de la blusa
para ver si había recogido el dinero que el Conde había puesto sobre la mesa,
— Con el ruido del coche no se oirán bien
las palabras.
— Bien: le contesto por señas.
— Te dirá primeramente que si ha muerto.
— Le respondo que no,
— ¡Pero, llorando siempre! Después, que si
está herido.
— Le
respondo que sí.
— Llegas a la
calle del Olmo.
— La digo por señas que me espere.
Subo a la casa de mi antigua maestra; me abre la puerta de la tienda: salgo por
ella, dejo el coche aguardándome, y vengo a contaros cuanto haya sucedido.
—
Perfectamente
— Y si la niña para marcharse aguarda a que yo baje, pasa dentro de un
año por allí, si quieres decirle alguna cosa, que allí
la encontrarás. Con que ¿vamos?
— Faltan dos
minutos.
El Conde salió
a la pieza inmediata y se asomó a un balcón, que daba a un patio
pequeño que estaba delante del jardín.
—Aún
está la farola muy brillante, dijo,
volviendo; esperemos un rato, Y
empezó a pasearse.
— ¿Y tu hermana?
— ¿Mi hermana?
¡Pobrecita! Ayer se la llevaron al hospital.
— ¿Qué enfermedad es la suya?
—
La misma que tiene la Gertrudis.
—
Hoy ha muerto la Gertrudis ,
— ¡Hoy! ¿Vd.
lo sabe?
— Toma, como que he visto su
cadáver, ¡pobre muchacha! Si vieras qué desfigurada estaba, te hubieras muerto
de horror. Hace un año que yo la conocí: ¡qué fresca estaba y qué hermosa!
Valía más que la Ángela: …Pero, tú: ¿cómo has consentido que tu hermana vaya al
hospital?
— ¡Si yo también estoy mala! dijo
la pobre muchacha, prorrumpiendo en un llanto tan triste que partía el corazón;
si no tengo más dinero que este que Vd. me ha dado, ¡Oh Dios mío! ¡Mi pobre
hermanita!
— Vamos; ya es hora: la farola está apagándose; no es bueno que
salgas completamente a oscuras.
La desconsolada joven cogió su manto, se lo puso con
algún desorden, y bajó la escalera reprimiendo el llanto, pero recordando
después que su obligación consistía en llorar, soltó la rienda a su dolor y se
acercó al cochero bañada en lágrimas. Luisa, así que vio llegará la que juzgaba
su ama, pugnaba por abrir la puerta del coche para salirle al encuentro;
entretanto la fingida Elena dio maquinalmente las instrucciones que del Conde
había recibido, abriose por fin la puerta, y Luisa recibió dentro a su Señora.
— ¿Ha muerto?
preguntó con la mayor ansiedad.
— Si,
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