viernes, 6 de septiembre de 2013

NOVELA DE LÓPEZ DE AYALA - 45

GUSTAVO (continuación)
— Vaya, no se enfade Vd. dijo la muchacha desconsolada, viendo la desesperación que causaban en el Conde sus pocas facul­tades teatrales. ¿No tengo que salir llorando, tapándome la cara con el pañuelo, hasta entrar en el coche?
— Sí.
— El pasadizo ¿no debe estar ya medio a oscuras?
— Si, miserable, y sin esas precauciones ¿Podrías tu pasar por Elena, ni a los ojos de un ciego?
— Pues entonces ¿qué teme Vd.?
— Temo que el menor movimiento, de esos que tan bien te caracterizan, hiera la imaginación de la criada, aun en medio de las sombras, y una vez concebida la menor sospecha, todos somos perdidos.
— ¿No he de salir llorando?
— Si, pero sin gritar.
— Ya entiendo: sollozos sofocados; pues bien, casi todas las mujeres lloramos del mismo modo.
—  ¿Y el vestido?
—  Este que me estoy poniendo es igual al suyo.
—  ¿La misma tela? No sea que al tacto…
— Es igual: una blusa de seda,
—  ¿El manto?
—  Míralo: idéntico.
— Pero ¿estás segura de llorar?
La muchacha tomó un pañuelo; preparó su fisonomía: hizo como que se enjugaba los ojos, y a los pocos instantes empezó a lanzar los sollozos más desconsolados del mundo.
— Basta; basta: que vas a alborotar la casa,
¿Qué tal?
—  Perfectamente. Nunca he tenido la dicha, dijo el Conde para sí, de ver llorar a esa mujer; pero su llanto debe ser más blando y suave: bueno será que esta chica vierta lágrimas más verdaderas.
— ¿Salgo ya?
— No, espérate, que aun debe tener mucha luz la farola del pasadizo: dentro de cuatro minutos, dijo, sacando su reloj, debe estar apagándose. ¿Con que, estás en todo?
No hay cuidado,
—  Llegas al cochero y le dices, procurando que Luisa no lo oiga, que te conduzca a la calle del Olmo. Ya sabes, a la casa.
—  ¡Pudiera no saberla y aquella fue mi primera escuela!
—  Le encargas al cochero que parta a galope.
—  Así lo hará, dijo la muchacha, tentándose los bolsillos de la blusa para ver si había recogido el dinero que el Conde había puesto sobre la mesa,
—  Con el ruido del coche no se oirán bien las palabras.
—  Bien: le contesto por señas.
—  Te dirá primeramente que si ha muerto.
—  Le respondo que no,
—  ¡Pero, llorando siempre! Después, que si está herido.
—   Le respondo que sí.
— Llegas a la calle del Olmo.
— La digo por señas que me espere. Subo a la casa de mi antigua maestra; me abre la puerta de la tienda: salgo por ella, dejo el coche aguardándome, y vengo a contaros cuanto haya sucedido.
— Perfectamente
—  Y si la niña para marcharse aguarda a que yo baje, pasa dentro de un año por allí, si quieres decirle alguna cosa, que allí la encontrarás. Con que ¿vamos?
— Faltan dos minutos.
El Conde salió a la pieza inmediata y se asomó a un balcón, que daba a un patio pequeño que estaba delante del jardín.
—Aún está la farola muy brillante, dijo, volviendo; espere­mos un rato, Y empezó a pasearse.
— ¿Y tu hermana?
—  ¿Mi hermana? ¡Pobrecita! Ayer se la llevaron al hospital.
—  ¿Qué enfermedad es la suya?
— La misma que tiene la Gertrudis.
— Hoy ha muerto la Gertrudis,
— ¡Hoy! ¿Vd. lo sabe?
— Toma, como que he visto su cadáver, ¡pobre muchacha! Si vieras qué desfigurada estaba, te hubieras muerto de horror. Hace un año que yo la conocí: ¡qué fresca estaba y qué her­mosa! Valía más que la Ángela: …Pero, tú: ¿cómo has consentido que tu hermana vaya al hospital?
— ¡Si yo también estoy mala! dijo la pobre muchacha, prorrumpiendo en un llanto tan triste que partía el corazón; si no tengo más dinero que este que Vd. me ha dado, ¡Oh Dios mío! ¡Mi pobre hermanita!
— Vamos; ya es hora: la farola está apagándose; no es bueno que salgas completamente a oscuras.
La desconsolada joven cogió su manto, se lo puso con algún desorden, y bajó la escalera reprimiendo el llanto, pero recordando después que su obligación consistía en llorar, soltó la rienda a su dolor y se acercó al cochero bañada en lágrimas. Luisa, así que vio llegará la que juzgaba su ama, pugnaba por abrir la puerta del coche para salirle al encuentro; entretanto la fingida Elena dio maquinalmente las instrucciones que del Conde había recibido, abriose por fin la puerta, y Luisa recibió dentro a su Señora.
— ¿Ha muerto? preguntó con la mayor ansiedad.

— Si,

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