GUSTAVO (continuación)
Ramira soltó
la carcajada.
— ¡Caballero!
— Señores, les advierto, dijo Ramira, que la
vanidad y el orgullo perjudican más que el talento de peor
especie.
— Muy metidilla a bachillera está
la mocita, dijo el regenerador de la novela,
queriendo desquitarse en Ramira
de lo mal que lo trataba Guillermo; ¿has tenido relaciones con algún catedrático de Teología?
— No, hijo mío, sino que la ignorancia...
— Dice el refrán que es muy atrevida,
— ¿Y Vd. qué dice a eso, Caballero?
— Qué tiene razón el refrán.
—Me opongo abiertamente,
— Véngame, chico,
— Y¿cómo prueba Vd.?....
— De la manera más fácil. ¿En qué consiste la acción de atreverse? en
conocer el peligro y sin embargo arrostrarlo. ¿Puede uno atreverse a un peligro
que no conoce? De modo ninguno. ¿Conoce la ignorancia el peligro? No, señor;
pues entonces ¿cómo tiene Vd. valor para decir que la ignorancia es atrevida?
— ¡Ja! ¡ja! ¡ja! Responda Vd., Caballero.
El novelista estaba muy irritado para que pudiera
ocurrírsele nada: hizo un gesto de desprecio y apuró una copa.
—
¡Toma, resalao! -dijo
Ramira, tomando otra y remedando un lenguaje que no era el suyo, para acabar de
amostazar al otro prójimo; ¡apúrala a mi salud, que me encanta tu piquito de
oro!
—
¡Ay, pichona mía!
¡cuánto me envanece tu conquista!
— ¡Vaya! seamos francos, que otra conquista es la que a tí te envanece
esta noche.
— ¿Cuál?
— No seas hipócrita; ¿deberé decirlo?
— ¡Ay! ¡Qué ojos tiene!
— Vamos, no me acaricies para disimular
tu alegría.
— Chica, ¿sabes que voy sospechando que
tienes talento?
— Pues mira, quizás te equivoques; yo sospechaba que
tú eras un tonto.
El vino empezaba ya a acalorar los cerebros, y la
orgía iba entrando en su segundo período. El Conde mandó a Dª Martina que
corrieran las cortinas de los tres balcones.
CAPÍTULO XIV
Elena en el jardín,
Dejamos a Luisa
encerrada en el coche, aguardando a su ama, y antes de trasladarnos al jardín,
será conveniente que sepa el lector el medio de que se valió el Conde para alejarla
de aquel sitio, Ya hemos visto que con la oportuna salida de aquellos dos
hombres que estaban escondidos en la portería, se acaloró la imaginación de
Elena hasta el último momento, y se la hizo entrar en el jardín sin hacer
reflexión de ninguna especie ni concebir la menor sospecha, y se logró que se
volviera Luisa al carruaje.
Ahora era
preciso alejarla de allí, porque en aquel sitio y mientras supiera fijamente
que su ama estaba dentro, podía ser muy peligrosa, así que, repuesta del primer
susto, la calma de la noche, la soledad y la tardanza de su ama, le hicieran
ver las cosas de distinta manera, Era, pues, preciso alejarla, y así que se
fijó en aquel punto, concibió el Conde su expediente.
Dijimos que el
Conde había salido de la sala, haciendo una reflexión muy prudente, inspirada
por el breve relato de las aventuras de Julián. Llegose entonces a una de las
habitaciones interiores de la casa, donde otra alumna de Dª Martina le estaba
esperando.
—
¿Eres tú la elegida?
—
Así parece.
El Conde la
examinó fijamente.
— ¿Qué tal, tengo la dicha de que
mi cuerpo se parezca al cuerpecito de ese ángel?
— ¡Da un paseo! ¡No, no!: suprime toda tu gravedad. ¡Así no!; más natural: ¡maldito
sea tu cuerpo! ¡Si vas empalada!
— Pues ¿cómo
es el andar de esa niña?
— Flexible sin
gachonería, y gracioso sin desgarro; vamos, da otro paseo, ¡Maldita de Dios! si
ahora vas con aire de matrona.
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