GUSTAVO (continuación)
El jardín quedó en completa oscuridad, lo que hacía más brillantes las
luces que iluminaban la orgía. Elena, recostada sobre el banco y cubriéndose el
rostro con sus temblorosas manos, no pudo apercibirse de pronto del nuevo
espectáculo que se ofrecía a sus ojos.
Gustavo, como solía siempre que se hallaba agitado de algún
pensamiento, se había levantado de su silla y se paseaba por detrás de la mesa.
El Conde estaba en otra habitación inmediata, que también tenía balcones al
jardín, y allí aguardaba que la luna brillara de nuevo, por ver si divisaba a
Elena y podía conocer las impresiones que debía causarle la horrible situación
en que la había colocado.
Moncada, aprovechando la ausencia de Gustavo, trataba de conquistar algunos favores de Angela. Julián, dueño de
Fernanda, por la ausencia del Conde, cada vez estaba más enamorado de su hermosura,
y Ramira, en medio de Guillermo y del Novelista, estaba pasando un rato divertido.
El competidor de Guillermo, siempre que le faltaba
una razón, apuraba una copa; el vino le había infundido valor, y sacudiendo el
miedo en que los muchos e inesperados sarcasmos de su contrario le habían
puesto, ya no se callaba a ninguno, y cuando no se le ocurría una gracia, que
era casi siempre, apelaba a un insulto. Ramira los apaciguaba, acariciando al
más ofendido, e impidiendo al mismo tiempo que riñeran y que se hicieran
amigos, para mantener en su punto la diversión.
— Pero ¿qué tiene tu amigo? dijo
Angela a Moncada, ¿no ves qué pensativo? No parece que se divierta.
— El tiene una razón infernal, y
necesita muchas copas para echarla por tierra. Luego verás como es el más loco.
— Quisiera verle contento; le
quiero mucho; si no hubiera sido por él....
— Me lo has contado dos veces y
hace un cuarto de hora que se alejó de nosotros.
— ¿No me quieres agradecida?
— A mis
favores. Apura esta copa.
— ¿Otra? ¿A
qué fin te propones embriagarme?
— Porque dentro de media hora todos
habremos perdido la razón, y si tú la conservas, vas pasar un rato muy aburrido.
Angela apuró la copa y siguió
mirando a Gustavo.
— ¿Gustavo? -dijo
Moncada.
— ¿Quién me llama?
— Tu compañera
suspira por ti.
— No le
interrumpas.
— No te muestres esquivo, pues si
efectivamente llegases a enamorarla, sería tu mejor gloria.
— Te juro, -dijo Gustavo, dándole mucha importancia al asunto-, que si
hubiera encontrado a esa mujer lejos de este sitio, la hubiera tenido por la
imagen del candor y de la inocencia: no sé si la hubiera amado; pero sé positivamente
que me hubiera batido con el hombre que en mi presencia se hubiera atrevido a
dudar de su honor,
Todos soltaron
la carcajada. Angela permaneció impasible, quiso responder a Gustavo y no se le
ocurrió otra cosa que alargarle una copa.
— Efectivamente, dijo Guillermo, que había escuchado la anterior arenga
y comprendió el efecto que Angela había producido en su amigo, el rostro
celestial de esa mujer es el sarcasmo más horrible en contra del candor y de la
inocencia.
—
¿Quién se atreverá a amar en adelante? ¿Quién juzgará de la pureza de una mujer
por la expresión de su rostro? ¿Quién podrá estar seguro de que la inocente virgen
de sus amores no es una Angela? ¡Oh! ¡Qué misterio tan profundo!
—
Pues es lo malo que en el corazón de todas las mujeres hay algo del corazón de
esa, y en todas sus fisonomías algo también de su hermosura angelical.
Angela los miró
entristecida al parecer; Gustavo quedó suspenso, imaginando que iba tal vez a
derramar algunas lágrimas por su perdida inocencia.
— ¿Qué estáis hablando? ¿Los
entiendes tú, Ramira?
— Dicen que no eres buena.
— ¿Yo? ¿por qué?
— Porque no tienes la cara tan mala como los hechos.
— ¿Eso habéis dicho?
— No: te engaña.
— Pero sírvate de consuelo el haber asegurado este caballero; que todas
las mujeres del mundo son como tú, sobre poco más ó menos.
— Quien
se enamora del alma, dijo Julián, está enamorado del viento; por eso yo no pienso tener otros amores que
los que tú me inspires.
— ¿Con que es decir que yo no tengo alma?
— Y ¿qué falta te hace, siendo tan
bella?
¡Qué vanos sois los hombres!
Juzgáis del alma de una mujer, por el amor que os tiene.
— ¿Qué regla más segura?
— ¡Vaya! ¿Con que cada uno debe
suponer, según eso, que la mujer
quien él no le haya inspirado un grande amor, es imposible que tenga alma? ¡Ja! ¡ja! ¡ja!.
— ¡Vive Dios, Fernanda, que cada
vez me vas enamorando más!
— De suerte que cada vez se debe ir
engrandeciendo tu alma.
— Dejemos eso
¿Quieres ser mi querida?
— Soy muy orgullosa para serlo de nadie.
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