martes, 10 de septiembre de 2013

NOVELA DE LÓPEZ DE AYALA - 47

GUSTAVO (continuación)

El jardín quedó en completa oscuridad, lo que hacía más brillantes las luces que iluminaban la orgía. Elena, recostada sobre el banco y cubriéndose el rostro con sus temblorosas manos, no pudo apercibirse de pronto del nuevo espectáculo que se ofrecía a sus ojos.
Gustavo, como solía siempre que se hallaba agitado de algún pensamiento, se había levantado de su silla y se paseaba por detrás de la mesa. El Conde estaba en otra habitación inmediata, que también tenía balcones al jardín, y allí aguardaba que la luna brillara de nuevo, por ver si divisaba a Elena y podía conocer las impresiones que debía causarle la horrible situación en que la había colocado. Moncada, aprovechando la ausencia de Gustavo, trataba de conquistar algunos favores de Angela. Julián, dueño de Fernanda, por la ausencia del Conde, cada vez estaba más enamorado de su hermosura, y Ramira, en medio de Guillermo y del Novelista, estaba pasando un rato divertido.
El competidor de Guillermo, siempre que le faltaba una razón, apuraba una copa; el vino le había infundido valor, y sacudiendo el miedo en que los muchos e inesperados sarcasmos de su contrario le habían puesto, ya no se callaba a ninguno, y cuando no se le ocurría una gracia, que era casi siempre, apelaba a un insulto. Ramira los apaciguaba, acariciando al más ofen­dido, e impidiendo al mismo tiempo que riñeran y que se hicieran amigos, para mantener en su punto la diversión.
— Pero ¿qué tiene tu amigo? dijo Angela a Moncada, ¿no ves qué pensativo? No parece que se divierta.
— El tiene una razón infernal, y necesita muchas copas para echarla por tierra. Luego verás como es el más loco.
— Quisiera verle contento; le quiero mucho; si no hubiera sido por él....
— Me lo has contado dos veces y hace un cuarto de hora que se alejó de nosotros.
— ¿No me quieres agradecida?
— A mis favores. Apura esta copa.
— ¿Otra? ¿A qué fin te propones embriagarme?
— Porque dentro de media hora todos habremos perdido la razón, y si tú la conservas, vas pasar un rato muy aburrido.
Angela apuró la copa y siguió mirando a Gustavo.
— ¿Gustavo? -dijo Moncada.
—  ¿Quién me llama?
— Tu compañera suspira por ti.
— No le interrumpas.
— No te muestres esquivo, pues si efectivamente llegases a enamorarla, sería tu mejor gloria.
—  Te juro, -dijo Gustavo, dándole mucha importancia al asunto-, que si hubiera encontrado a esa mujer lejos de este sitio, la hubiera tenido por la imagen del candor y de la inocen­cia: no sé si la hubiera amado; pero sé positivamente que me hubiera batido con el hombre que en mi presencia se hubiera atrevido a dudar de su honor,
Todos soltaron la carcajada. Angela permaneció impasible, quiso responder a Gustavo y no se le ocurrió otra cosa que alargarle una copa.
—  Efectivamente, dijo Guillermo, que había escuchado la anterior arenga y comprendió el efecto que Angela había produ­cido en su amigo, el rostro celestial de esa mujer es el sarcasmo más horrible en contra del candor y de la inocencia.
— ¿Quién se atreverá a amar en adelante? ¿Quién juzgará de la pureza de una mujer por la expresión de su rostro? ¿Quién podrá estar seguro de que la inocente virgen de sus amores no es una Angela? ¡Oh! ¡Qué misterio tan profundo!
— Pues es lo malo que en el corazón de todas las mujeres hay algo del corazón de esa, y en todas sus fisonomías algo también de su hermosura angelical.
Angela los miró entristecida al parecer; Gustavo quedó sus­penso, imaginando que iba tal vez a derramar algunas lágri­mas por su perdida inocencia.
— ¿Qué estáis hablando? ¿Los entiendes tú, Ramira?
— Dicen que no eres buena.
—  ¿Yo? ¿por qué?
—  Porque no tienes la cara tan mala como los hechos.
—  ¿Eso habéis dicho?
—  No: te engaña.
—  Pero sírvate de consuelo el haber asegurado este caballero; que todas las mujeres del mundo son como tú, sobre poco más ó menos.
— Quien se enamora del alma, dijo Julián, está enamorado del viento; por eso yo no pienso tener otros amores que los que tú me inspires.
—  ¿Con que es decir que yo no tengo alma?
— Y ¿qué falta te hace, siendo tan bella?
¡Qué vanos sois los hombres! Juzgáis del alma de una mujer, por el amor que os tiene.
—  ¿Qué regla más segura?
— ¡Vaya! ¿Con que cada uno debe suponer, según eso, que la mujer quien él no le haya inspirado un grande amor, es imposible que tenga alma? ¡Ja! ¡ja! ¡ja!.
— ¡Vive Dios, Fernanda, que cada vez me vas enamorando más!
— De suerte que cada vez se debe ir engrandeciendo tu alma.
— Dejemos eso ¿Quieres ser mi querida?

—  Soy muy orgullosa para serlo de nadie.

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