Por Jesús Rubio
IV
Como le decía, la llegada de Pedrarias
se retrasaba. Yo en ese momento me enteré de la partida que se estaba formando
con Vasco Núñez como capitán. Decían que era para un importante descubrimiento.
Y allí que me fui. Entonces yo estaba bien considerado como minero y como soldado,
oficio que aquí se aprendía a la fuerza, sino estabas muerto al punto. Era
joven, ya digo, y no me flaqueaban las fuerzas ni el ánimo. Cogí mis pertrechos
y mi espada. Nos juntamos ciento y noventa personas, una de las armadas más
grandes que por aquellos lugares se habían visto hasta la fecha. Y para
llevarnos se había aparejado un galeón y nueve canoas.
Partimos de Santa María la Antigua del
Darién el día primero de septiembre de mil quinientos y trece años. Navegando
hacia el Noroeste tardamos cuatro días en llegar a Careta los que íbamos en las
canoas. Esta aldea de Careta estaba muy próxima a la ciudad que luego se fundó
allí y que se llamó Acla. Aquí hizo Vasco Núñez de Balboa una primera selección
de gente, pues algunos debían de quedarse allí guardando los galeones y las
canoas.
Al día siguiente, que se contaba seis de
septiembre, empezamos a andar tierra adentro los elegidos por el general. Entre
ellos estaba yo, que no sé si era de los mejores de cuantos íbamos pero sí
puedo decir que ánimo pocos había que me ganaran. El camino no era nada fácil,
pues era zona de sierras y montes y el terreno a veces muy áspero y otras
estaba cubierto de selva espesa por la que no era fácil avanzar. Nos
acompañaron un centenar de indios de Careta.
Dos días después se llegó a unas tierras
que llaman de Ponca, que no mostró ninguna hostilidad hacia nosotros. Ý es que
este cacique era rival del de Careta, pero ya se había enfrentado a Balboa y
había sido desbaratado. Ahora era amigo, aunque seguía siendo señor de un
formidable ejército. Recuerdo que se le hicieron muchos regalos, como camisas y
hachas, lo que gustó mucho al cacique, que dijo cosas al oído de Balboa, entre
ellas, que a pocas jornadas de allí existía un “pechry”, que es la palabra que ellos usan para decir mar. También
regaló unas cuantas piezas de oro a Balboa. Era el día trece de septiembre cuando
ocurrió todo esto que ahora le cuento, aunque puede ser que yerre en un día
adelante o atrás.
Estuvimos allí una semana, preparando
todo lo necesario para continuar nuestro viaje.
V
Creo que ha llegado el momento de que yo
le hable ahora de Leoncico, que era el perro del general. Este Leoncico era un
perro de color aleonado, que no reconocía más órdenes que las de su amo. Era
hijo de otro perro muy famoso, que se llamaba Becerrico, que era propiedad de
Juan Ponce de León. Pero yo a ese no le conocí. Sí a Leoncico, que nos dejaba
pasmados cada vez que cumplía las órdenes para las que le había adiestrado
Balboa. Si un indio se perdía o se escapaba se iba a por él. Si no se resistía,
lo tomaba por la muñeca con su boca y, sin apretar, lo traía de nuevo con
nosotros. Pero si el infeliz se resistía, lo despedazaba sin ningún miramiento.
Los indios le tenían mucho miedo, y nosotros íbamos muy seguros cuando venía
con nosotros. Decíamos que diez soldados acompañados de Leoncico se sentían más
seguros que si iban treinta soldados sin él. Tal era su fiereza, que yo la
presencié. Y era enorme el espanto que producía entre los pobres infelices a
los que atacaba, que a veces los gritos se te quedaban clavados en el corazón.
Ya le digo que hubo atrocidades. No puedo ocultárselas. Después, han sido
muchos los perros que se han traído a las Indias, y no poco el terror que han
provocado en estas tierras, pero pocos como este Leoncico, que era lo más
estimado por Balboa. Era un cachorro cuando el capitán, acuciado por las
deudas, huyó de La Española. Se escondieron los dos dentro de un tonel en uno
de los navíos del Licenciado Fernández de Enciso, que a punto estuvo de
ejecutarle. Sólo le salvó la vida su gran conocimiento de todas aquellas islas
y costas. Leoncico, que no quiero
apartarme del relato, también participaba en el reparto del botín, que llegó a
juntar este animal más de mil pesos. Decía el capitán que entraba en el reparto
porque su labor equivalía a la de muchos soldados, y que esa parte del botín se
la había ganado con mucho más mérito que otros. En aquella jornada llevábamos
más perros, pero ninguno tan fiero como Leoncico, que luego murió envenenado.
VI
Dejamos en el poblado de
Ponca a una docena de lo nuestros y salimos en demanda de ese pechry con la gente de Careta y también
algunos de los indios de Ponca, que andaban entre sí algo asustados, porque
entrábamos en tierras de un cacique que se llamaba Torecha, que era enemigo de
ellos. Entre las cautelas con las que andábamos y lo difícil del terreno, tardamos
una semana en recorrer un puñado de leguas. Era terreno pantanoso, con muchos
ríos que tuvimos que cruzar en lanchas. Hay allí mosquitos muy grandes, que
transmiten fiebre, y hay que tener mucho cuidado con ellos. Y andar por allí
causa mucha fatiga. Además era la estación de las lluvias, que en estas
provincias, como sabe, son muy copiosas y continuas.
Y luego estaba la gente de
Torecha, que se mostró hostil desde un principio, y nos hizo varias emboscadas.
Ya le digo que los naturales de Tierra Firme son gente brava y valiente, y no
poco diestra en el arte de la guerra. Y costaba mucho doblegarles. De no ser
por nuestros arcabuces, nuestro acero y la determinación de Balboa, malas nos
hubieran venido dadas en más de una ocasión. También se significaron muchos de
nuestros oficiales, como Francisco Pizarro, que luego ganó el Perú, y que
también iba con nosotros en aquella jornada. Era entonces un joven capitán, que
no sabía a qué grandes batallas le iba a llevar la vida. Y como él, otros
muchos debo recordar: Juan Camacho, que luego siguió al susodicho en la
conquista del Perú, Rubio de Malpartida o Francisco de Valdenebro. Y luego estaba Leoncico, que causó no pocos
estragos en las guasábaras con la gente de Torecha. Su ferocidad en esta
batalla fue proverbial. Todavía me estremezco cuando lo recuerdo. Y creo que
con la gente de Torecha nos sobró crueldad. Hubo una primera batalla. Luego, la
gente de Torecha se retiró y nosotros les seguimos.
El poblado de Torecha lo
llamaban Carecuá y llegamos a él, no con poca fatiga a mediodía del veinticuatro
de septiembre. Balboa dispuso que descansáramos hasta la noche, en que
caeríamos sobre ellos. En cuanto se fue la luz, así lo hicimos. Y nos abatimos
sobre ellos con tal furia que yo creo que muchos de ellos fueron muertos aún
antes de saber quiénes eran los que les atacaban. Ni siquiera Torecha pudo
escapar, y cuando su gente vio que su cacique moría, muchos de ellos huyeron y
otros muchos de ellos se rindieron. Aún así seguimos matando, que no pocos se
cubrieron en ese momento de infamia. Murió mucha de la gente de Torecha, por
nuestro acero o aperreada, que ya le digo que los gritos eran espantosos. Yo
creo que nos faltó compasión allí. Nosotros sufrimos ninguna pérdida aunque
algunos de los nuestros estaban heridos. Yo mismo, aunque mi herida fue
provocada por una caída al tratar de esquivar el ataque de uno de los indios.
Tomamos algo de oro que se
encontraron en algunos de los bohíos del poblado y algunos de los que se
rindieron certificaron lo ya dicho antes por Ponquiaco y luego por Ponca, que
al otro lado de las montañas que estaban a la espalda de Cuarecá había un mar.
Pero dado el estado en que se encontraban muchos de los nuestros determinó
Balboa que se pasara allí la noche. Esto certifica lo que ya dije antes: que
era un hombre que se cuidaba del buen estado de sus soldados, que ya no le
sobraban, por otra parte.
VII
El día siguiente era el
veinticinco (1) de septiembre mil y quinientos trece años. Y no alcanzaré
nunca, por más veces que lo diga, a dar las gracias a Dios Nuestro Señor por
haber llegado vivo a ese día, y haberlo hecho en el lugar en el que me
encontraba cuando abrí los ojos con las primeras luces del alba. Porque aquel
bendito veinticinco de septiembre fue cuando vimos el Mar del Sur.
Pero no me adelanto y voy
a contarle todo cómo sucedió. O al menos cómo yo lo vi y recuerdo.
La poca gente de Torecha que
quedaba nos certificó que a la espalda de los montes que estaban allí a la mano
estaba el mar. Ese mar que con tanta ansía llevábamos buscando. Como hiciera
siempre que había tenido ocasión, dejó parte de nuestra gente en el poblado
para cubrirnos la retaguardia. Contando a Balboa, marchamos sesenta y siete
hombres.
Él iba siempre en cabeza.
Unos dicen que por dar ejemplo. Otros, los más, y así lo creo yo también,
porque no quería que nadie se le adelantase. Empezamos a andar con buen ánimo y
paso rápido. Muy pronto llegamos a unos bohíos cuyo cacique se llamaba Porque,
pero no nos paramos ni tan siquiera. Seguimos nuestro camino.
Empezamos a subir el
monte, que, o ni era tan grande como nos parecía, o sucedió que más que andar,
volábamos. Y a eso del mediodía, aunque algunos dicen que fue antes, el general
hizo una seña. Y todos nos paramos. Él siguió subiendo. Y nosotros nos quedamos
parados viendo lo que hacía. Aceleró el paso. Y al poco de llegar a la cima ya
no andaba, corría. De pronto, se detuvo, se hincó de rodillas y empezó dar
gritos mirando al cielo y elevando los brazos, que no se entendía muy bien qué
decía, pero que por los gestos era claro que estaba dando gracias a Dios
Nuestro Señor porque era cierto que había visto el Mar del Sur.
Y luego se volvió a
nosotros y nos hizo señas para que nos acercáramos. El primero que llegó a él
fue el clérigo Andrés de Vera, que se arrodilló y dio Gracias al Señor. Yo
también fui de los primeros cristianos que alcanzó a ver el Mar del Sur y diría
que se me nubló la vista cuando vi como en el horizonte se juntaba el cielo y
el mar. Enseguida, Vasco Núñez empezó a dar gracias al Señor por designarle
para ese descubrimiento en nombre de los Reyes de Castilla, del rey Fernando de
Aragón, de su hija Juana, y del emperador Carlos. Nos mandó a todos que nos
arrodillásemos y diéramos gracias también pues era para nosotros también un
gran día, y que así lo haría él constar.
Enseguida mandó el capitán
cortar un árbol, para que hiciéramos un gran cruz con él y la colocásemos en
ese mismo monte desde el que vimos por vez primera en la gran Mar del Sur. Y
Andrés de Vera empezó a cantar el Te Deum
laudamus. Y todos con él. Después rezamos.
Desde el monte se vio que
a donde llegábamos era un golfo, que el capitán le llamó de San Miguel, porque
esa fiesta estaba próxima a celebrarse, pero antes de bajar, el escribano
Andrés de Valderrábano anotó los nombres de todos cuantos estábamos allí, que
éramos, como dije, sesenta y siete. Y puede consultar las crónicas y verá como
aparece mi nombre. En la de ese tal Fernández de Oviedo, que tiene muy reputada
fama, aparece. No tiene más que buscarla y ver que le digo la verdad.
Y una vez que el escribano
consignó los nombres de todos nosotros, bajamos en dirección al Mar, y allí,
muy cerca, como a una media legua del golfo de San Miguel, que ya todos le
llamábamos así, vimos unos bohíos de un cacique que se llamaba Chape: Allí
estuvimos cuatro días, esperando a que volvieran los que se habían quedado en
el pueblo de Torecha. Balboa mandó a algunos de los nuestros a buscarles.
(1) Según
las últimas averiguaciones, existen al menos cuatro fuentes que indican que
realmente fue el 27, dos estadounidenses, Kathleen Romoli y el geógrafo Carl
Sauer, y dos españoles, la profesora Carmen Mena y Luis Blas Aritio, autor del
último y más exhaustivo libro sobre el conquistador, Vasco Núñez de Balboa y los cronistas de Indias (2013)
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