domingo, 31 de julio de 2011

ADELARDO LÓPEZ DE AYALA - 17


En los últimos días de agosto de 1850, haciéndosele una eternidad aquel tiempo, gastado en la bohemia de las noches de claro en claro, entre el café y la calle, la aristocracia y la vida de los bajos fondos, tal como él mismo relata en su novela Gustavo, sin duda de su juventud, decide dar un paso mucho más eficaz y firme: dirigirse por carta al Ministro de la Gobernación, don Luis Sartorius, Conde de San Luis. La carta, que ha pasada a ser documento literario para la historia de Ayala, está concebida en los siguientes términos:

«Excmo. Sr. Conde de San Luis.- Sin duda extrañará a V. E. que antes de tener el honor de conocerle, me haya tomado la libertad de molestarle, pero yo le suplico que perdone mi atrevimiento, al menos por él demuestro lo mucho que de su bondad confío. Desanimado de lo que se dice de la lentitud con que en el Teatro Español se ponen las producciones nuevas, y siéndome imposible permanecer mucho tiempo en la Corte, resuelto me hallaba a volverme a uno de los últimos pueblos de Andalucía, de donde he venido para hacer ejecutar el adjunto drama, si las noticias que he tenido de la bondad de V. E. no hubieran reanimado mis esperanzas. Señor Conde: me presento a V. E. sin otra recomendación que la que pueda darme mi primer encargo; ni tengo otras recomendaciones, ni haría uso de ellas aunque las tuviera. No le pido que lea mi drama, porque no le hago el agravio de juzgarle tan desocupado; pero toda obra nueva exige de derecho que se lean las primeras páginas y eso es precisamente lo que exige la mía. Si por ellas halla V. E. que podrá merecer su bondad, puede someterla al juicio de persona más desocupada, y si su fallo me fuese favorable, me atrevería a suplicarle que me conceda la gracia de ser ejecutado en el Teatro Español antes de enero; gracia para mí de inmenso valor; pero quizás pequeña si se compara con la noble generosidad que V. E. ha usado con todos los ingenios españoles. Quisiera ser muy breve, pero parece arrogancia no suplicarle de nuevo que me perdone mi atrevimiento, atendiendo que a pesar de ser el drama que le remito el fundamento de toda mi esperanza, me hallaba resuelto ya a retirarme sin ejecutarlo. En tan penosa situación se prescinde de todo, pero si es triste perder la esperanza cuando los años han ido disminuyendo los deseos, V. E., que aún no se encuentra lejos de mi edad, comprenderá cuán doloroso será perderla al principio de la juventud y cuando todos los deseos, y en especial el de la gloria, conservan toda su intensidad.-Se ofrece de V. E. s. s. q. b. s. m.,

Adelardo Ayala.- Madrid, 1 de septiembre de 1850. Calle del Desengaño, número 19, cuarto, 3º»[1].

Ayala, con esta carta, había dado un paso decisivo; obsérvese el tono, aunque amable y halagador para el gobernante y mecenas, no exenta de una petición en firme, casi de una exigencia; brava manera, sin duda, de abrirse camino; en lo sucesivo, Ayala lo empleará alguna que otra vez. Le pone al Conde de San Luis en el disparadero de atenderle o bien permitir que un joven de tales prendas vuelva a su pueblo. ¿Y si era un talento, uno de esos que rara avis nacen en los más alejados puntos de la capital, y por no haberles escuchado quedan perdidos para siempre, malogrados, sin haberles concedido oportunidad? Tal debió de ser el pensamiento del Ministro, pues en seguida llamó a su secretario, don Manuel de Cañete, y le rogó que examinase con toda detención la obra. Era Cañete el brazo derecho de aquel político, pero además, y como complemento de su acción gubernamental, uno de los mejores críticos de su tiempo; por lo menos de mayor prestigio y eficacia. Llegó momento que a él confluyó cuanto de valor intelectual surgía en el momento. Quizá mucho más de lo que pudiera merecer por el valor de su crítica; pero ello es cierto que, entre el prestigio de su obra y la eficiencia cerca del hambre de poder, Cañete representaba poco menos que un monopolio.

El drama fue leído por Cañete, y aunque algunos defectillos le sacara, fácilmente corregibles, su opinión distaba de ser la de un Ortiz, y Zárate, y la obra le pareció bien y, sobre todo, viable. Llamó al joven autor y, junto con él, se leyó de nuevo, rectificando a petición de Cañete el primer acto. Es de suponer que Ayala no opondría el menor reparo, sino que muy gustoso la corregiría, pues aunque en el fondo su egolatría era que nadie le enmendase la plana, en aquellas sus incipientes páginas no le quedaba más recurso que aceptar correcciones y además sonreír y agradecer que el mecenas y el crítico se dignasen acogerle. Tiempo habría después para el desquite. Por de pronto, el único camino para que el drama saltase del papel a la escena era éste. Y Ayala lo había seguido con paso tan firme que el 25 de enero de 1851 el drama se representaba en el Español, con la cooperación de los mejores artistas de su tiempo: Teodora y Bárbara Lamadrid, José Valero, José Calvo, Antonio Pizarro, Antonio Alverá, Manuel Ossorio, Lázaro Pérez, Pedro Mafey y Bernardo Lloréns.

El éxito, en cierto modo, fue circunstanciado. La Época y El clamor público califican al drama de lento, extenso y pesado. Con todo, el germen político que llevaba le daba una extraordinaria vitalidad.

No sabemos si, como a Bretón por su obra Marcela, le darían los consabidos 16 duros por derechos de autor, o con él hicieron tarifa especial; lo cierto es que el drama, con un símbolo político en su argumento, obtuvo éxito, y conocidas son las frases de Bretón calificándolo de «la mejor mina de Guadalcanal»; y Ortiz y Zárate, rectificando su antigua opinión, calificando el drama de «ensayo de Hércules»; y los dos, como se ve, valoraban mucho más la supervivencia que los méritos intrínsecos. Ayala se había acercado al Conde de San Luis implorando protección, pero no había ofrecido a cambio incorporarse a ninguna política; ni aun siquiera definirse moderado o progresista. Cristino Martos, gran amigo de Ayala desde el primer momento, subrayó los méritos literarios y también el contenido político. En fin, tanto se valoró la primera obra de don Adelardo que, del propio Ministro de la Gobernación, recibió a raíz del estreno un destino de 12.000 reales, con que pudiera hacer frente a la vida y situarse en la Corte.


[1] Citado en Solsona, op. cit. págs. 14 y 15.

viernes, 29 de julio de 2011

ADELARDO LÓPEZ DE AYALA - 16

Un suceso imprevisto le ofrece la primera ocasión de mostrar su inclinación política: el claustro había prohibido el uso del sombrero calañés y la capa corta entre los estudiantes, sin duda, por considerar tales prendas inadecuadas a la juventud universitaria. La medida no parece fuese demasiado popular, y promovido el alboroto estudiantil, Ayala arengó con unas brillantes octavas reales: encontróse, con ello, en su elemento, comenzando a ser agitador, y para colmo, días después, perseguido por la policía. Se ocultó, según parece, en la calle de la Alhóndiga, y una pobre moza del mesón se encargó de despistar a los agentes, en tanto que el muchacho se encaminaba hacia Guadalcanal, refugio y asilo en muchos momentos de su agitada vida política. Comenzaba así a ser héroe; por primera vez se sentía orgulloso de verse perseguido; algo así como la que deseaba el joven Espronceda, apareciendo a los ojos de sus camaradas perseguido y desterrado. En el mundo de las letras, esto siempre ha tenido gran valor.

En este paréntesis de Guadalcanal escribe sus primeras obras: Salga por donde saliere, Me voy de Sevilla, La corona y el puñal, La primita y el tutor y La primera dama; esta última representada por su hermana, la que después fue Marquesa de la Vega, y muy elogiada por su madre doña Matilde de Herrera[1]. Todas se han perdido; pero por los títulos apuntados, y la circunstancia de ser representada alguna por familiares, indican que se trataba de los primeros ensayos dramáticos, muy pegados al teatro romántico y también al costumbrista. Igualmente se han perdido sus primeras poesías; solamente se conservan la leyenda: Amores y desventuras y Los dos artistas.

Tras esta estancia en Guadalcanal se traslada de nuevo a Sevilla, donde se instala en la casa de los Alcázares, llamada del Loco, y donde, según opinión de Latour, escribe Un hombre de Estado. Aparte el éxito y significación del momento, en esta primera obra de Ayala, no es difícil descubrir la intención política: el tema podría serle muy grato a un joven que a los dieciséis años se había sentido guerrero y cabecilla de motín, y había sentido las mieles del triunfo y de sentirse perseguido; es decir, empezaba a ser el prototipo del personaje de su drama.

Con esta obra en su equipaje, y lleno dé ilusión por conquistar la fama, Ayala llega a Madrid en 1849. Allí tenía un gran amigo: Manuel Ortiz de Pinedo. Los proyectos menudearon: la política y la literatura serán los dos ejes de su vida y en ambos estaba seguro de triunfar.

Desde el primer momento, dos preocupaciones le asaltaron al joven Ayala: tener amigos y tener un café donde reunirse. En cuánto a los primeros, habrían de surgir alrededor de Ortiz de Pinedo, y después de Emilio Arrieta, los dos mejores y los más queridos; respecto al café, ya desde el primer día eligieron el Suizo. Era la época de las tertulias y las peñas, más o menos literarias y encubiertamente políticas. Y Ayala; que ambas cosas buscaba, sentó sus reales en aquel café, con mesa y mozo, para las futuras reuniones. La Corte le atraía y le deslumbraba; aquel Madrid isabelino, suntuoso y brillante, espléndido de jardines y coches de caballos, se le ofrecía como una hermosa mujer, a la que era preciso conquistar; por lo menos, cosa parecida le comunicó a su amigo, recién llegado a Madrid, y tras haber dado el primer paseo por la Corte: «La mejor moza de Madrid es la calle de Alcalá».

Así comienza su vida bohemia; vivió en una casa de huéspedes de la calle del Desengaño, uno de esos hospedajes mercenarios, con las habituales molestias, tan señaladas en Moratín, Larra o Mesoneros. La rasa, para él, como para los jóvenes de su tiempo, le prestaría pocos alicientes, y las calles y el café serían su habitual refugio.

Muchos sueños de gloria de aquel escritor incipiente despertarían en este momento. De sus primeras tentativas, nada le preocuparía tanto como dar a conocer su drama: Un hombre de Estado. En él había cifrado, si no la conquista de la gloria, por lo menos -y no era de pequeña importancia- el punto de arranque de sus ambiciones. El joven Adelardo, recién salido de un rincón provinciano y pueblerino, deseaba triunfar lo más pronto posible; él no sabía aún cómo, pero tenía una decisiva vocación de escritor y una voluntad política terca para el logro de sus ideales. No se trataba de un profesional de estos dos, sino de un apasionado cultivador, para los cuales se hallaba muy predispuesto. Tenía juventud, arranque, energía, ambición, y, por añadidura, sentíase respaldado por el valor de una familia ilustre. La Corte, con todos sus altibajos, le abriría sus puertas. Pronto entabló cordiales relaciones; tuvo amigos entre aquellos literatos y bohemios que frecuentaban los cafés, en cuya atmósfera calenturienta y cargada se fraguaban no pocos complots de la política, y muchos sueños dorados fueron asequibles, en poco tiempo, a la luz de las candilejas del teatro. El primer paso que Ayala tenía que dar, aun con las zozobras y angustias de todo el que empieza, representó un avance seguro en la carrera literaria, entonces empezada; trató de entablar amistad con los principales críticos. Eran por aquella fecha dos de los más señalados: Fernández Espino y Gil y Zárate; el primero, que tan vinculado aparece en el mundo literario de Fernán Caballero, representaba uno de los valores más auténticos de la tradición clásica, como hijo del siglo xvm. Acogió muy bien al joven escritor, y la obra que le presentaba la creyó un acierto muy significativo del momento. En cuanto a don Antonio Gil y Zárate, la cosa ya no fue tan lisonjera; era éste un dramático que cultivaba el género llamado histórico, y tal preponderancia había ganado que su Carlos II, el Hechizado, pese a sus hondos ribetes de melodrama, recorrió los escenarios de España, logrando un aplauso muy general y casi unánime, si bien de gentes de no gran preparación literaria. No puede negarse que Gil y Zárate, lo mismo que Tamayo y Baus, y por las mismas razones, era un hombre que se formó en el teatro como hijo de actriz, y que además gozó de una situación privilegiada; logró una superioridad, que encuentra su proyección en el Manual de Literatura Española, que no puede despreciarse en la serie de tratadistas de la época. Las dos vertientes de Ortiz y Zárate, el creador y el didáctico, pudieron muy bien llevarle a esta categoría que disfrutó, cuando el joven Ayala se le presentó con el drama, seguro como estaba de que llevaba una obra maestra. No fue así, o, por lo menos, el informe de Ortiz y Zárate fue desfavorable, hasta el extremo de aconsejar al autor que abandonase el camino del teatro y se dedicase a concluir su carrera universitaria. Es muy conjeturable que Ortiz y Zárate no leyese el drama con detención y pudiera contestar can un «no hay tales carneros», como se cuenta del actor Julián Romea; pero aun dado el caso de que lo hubiese leído atentamente, pudo pesar en aquel su mal juicio el temor de elevar a otro cultivador del género histórico con arrojo suficiente para arrinconarle a él. Pudo ocurrir esto; lo que no contó el crítico fue con la voluntad terca y decidida de aquel escritor de veintiún años, liberal arrebatado, más por temperamento que por convicciones, que, en punto a su obra dramática, no quería ceder pulgada, y no volvería a su pueblo, pues aquel mundo literario y político que la Corte le ofrecía era su trinchera. Por aquellos mismos días comenzó a cultivar el periodismo, que tantos éxitos le había de conceder, y contó con sus primeros amigos, aparte de Ortiz de Pinedo, que tan útiles habrían de serle. Quizás el mayor de todos, Emilio Arrieta, compañero en las horas inseguras y amargas, a quien el poeta hace confesión lírica de no pocas amarguras; por su condición de maestro de música de la Reina, compositor de buenas partituras, no sólo le acompañaría con las melodías en sus libretos de zarzuelas, sino que en situaciones difíciles pudo ser un contrapeso y acaso un salvavidas; pero también contó con la amistad leal y beneficiosa de don Cristino Martos y don Antonio Cánovas del Castillo, que todavía después de su muerte supieron honrar la memoria de aquel a quien vieron salir de la nada y escalar las primeras magistraturas.


[1] Dama de grave compostura, que imperaba en el seno de la familia, con su admirable salud y gran inteligencia, reconocidas por su hijo.

miércoles, 27 de julio de 2011

FOTOGRAFÍAS CONCIERTO BANDA MÚSICA NTRA. SRA. DE GUADITOCA

A continuación les ofrecemos algunas fotografías realizadas por nuestro amigo José Ramón Muñoz , en el Concierto de Clausura del II Curso de Dirección de Banda "Villa de Guadalcanal"










ADELARDO LÓPEZ DE AYALA - 15

No era enteramente un hombre retórico y mucho menos el sometido al imperio de las reglas; pero sí el cultivador de las buenas formas de expresión. Sus triunfos parlamentarios, con los cuales hizo y deshizo gobiernos y coaliciones políticas, hasta su oración por la Reina Mercedes, con que culmina -y se cierra- su actividad oratoria, debió ser el resultado de un adiestramiento, casi minuciosamente medido y cortado. Semejante a sus dramas o a sus comedias, Ayala era hombre de teatro, y en cada una de sus apariciones en la gran escena del mundo habría de tener un adecuado continente, una calidad y un fondo sobre el cual desarrollarse.

Reconozcamos que, aun al servicio de sus propios intereses y de la egolatría personal, el esfuerzo que hubo de mantener durante toda su vida debió ser enorme. Necesitaba que todos se fijasen en él; era preciso cultivar el tipo de adalid, de nueva Calderón del siglo XIX; para, esto, la vida fuera poco a fin de conseguir el gran mito de la fama.

La vida, tal coma se ha contado

Don Adelardo López de Ayala nació en Guadalcanal el día 1 de mayo de 1828. Este pueblo era entonces de la provincia de Badajoz; más tarde fue de Sevilla. Esta circunstancia parece que dio ocasión a disputar estas dos provincias españolas, recabando cada una para sí el nacimiento del hombre ilustre. Ayala, con todo, se tuvo siempre por extremeño, por lo menos en lo referente a sentirse entroncada con la mejor nobleza de aquella tierra. Fueron sus padres: don Joaquín López de Ayala y Silveira y doña Matilde Herrera. En aquel ambiente, grato y nostálgico, en la suave poesía de sus montes, transcurrió la niñez y una buena parte de su Juventud, y aun en horas de agitación y revuelta, Ayala buscó su refugio en Guadalcanal. Alguna vez, al volver maltrecho de la contienda, encontró consuelo en aquella tierra querida:

«Y estos salvajes montes corpulentos,

fieles amigos de la infancia mía,

que con la voz de los airados vientos

me hablan de virtud y de energía,

hoy con duros semblantes macilentos

contemplan mi abandono y cobardía,

y gimen de dolor, y cuando braman,

ingrato y débil y traidor me llaman.»

No es el mundo de la Arcadia y de la égloga, sino el paisaje subjetivo y romántico, éste que encuentra en el lejano recuerdo de su niñez don Adelardo. Pero este sentido de dulce melancolía y amargo escepticismo se disolvería ante la consideración de su propio valer; había heredado, de sus pasados, fuerza, talento, virtud; recordaba que salió de tierra de héroes y pensó que sus fuerzas físicas pudieran compararse a las de García de Paredes, el «Hércules extremeño»; y los héroes de la tierra servirían de modelo: Pizarro, Hernán Cortés, Vasco Núñez de Balboa, vivirían en su imaginación en su niñez, revividos en los relatos escuchados de labios de la madre, en compañía de los hermanos, en la grata quietud de la casa paterna.

Oteyza recuerda la proximidad de Portugal: «Entre la aristocracia de Extremadura existían, existen y existirán tipos que se asemejan en cuerpo y alma a los fidalgos portugueses, con los que siempre tuvieron relaciones de frontera. Y Ayala adoptó las determinantes físicas y espirituales de estos hinchados señorones. Su figura rechoncha, tanto como fornida, se prestaba al empaque solemne, y él lo tomó. Además, dejándose la melena, el mostacho y la perilla, supo construir una cabeza de caballero del siglo xvm. Para que el retrato estuviese hablando, sólo faltaba que Ayala hablase apropiadamente. Así habló, cuándo en verso, con rotundas estrofas de conceptos magnificentes; cuándo en prosa, en discursos ampulosos y resonantes... Su voz, bronca por naturaleza, la engolaba con el artificio. Sí; Adelardo López de Ayala, un extremeño aportuguesado, que son los más extremeños de todos»[1].

La condición de su familia le proporcionó una vida con bastante holgura; no tuvo que «servir al Rey», como García Gutiérrez, ni ocuparse de trabajo manual, como Hartzenbusch. Por el contrario, los años de niñez y juventud aparecen dedicados enteramente a la cultura de las Humanidades. El mismo, en una de sus cartas, relata cuánta pesadumbre le causó la muerte del cura que había sido su maestro; el latín le fue familiar, gracias a este preceptor, hasta el extremo de leer y traducir con facilidad los versos de Horacio y Virgilio; en el primero adquiriría una de las huellas más hondas de su poesía; en tanto que Virgilio podría ofrecerle el modelo humano de sus tipos. No debió de ser distinta la formación intelectual de Ayala de los demás hombres de su época; preponderó, ya en aquellos tiempos, el verso de modelo clásico y, más que nada, Calderón; los modelos remotos de su teatro deben encontrarse en estos años de adolescencia. La Arcadia feliz, cifrada en la niñez de Guadalcanal, acabó relativamente pronto, pero la familia pensó, con mucho acierto, que no era prudente entregarse a los versos como simple entretenimiento y, en consecuencia, Ayala fue llevado a Sevilla, donde obtuvo el grado de Bachiller; por cierto que el muchacho no dejó de sorprender, desarrollando ante el tribunal una tesis sobre la novela como venero literario, siguiendo el consejo nada menos que de don Alberto Lista, uno de los mayores prestigios de su tiempo, en el mundo de la inteligencia, y que graciosamente comentaba que ésta era la primera vez que la novela sacaba de apuros a un estudiante.

Se le ofreció al joven Adelardo, en aquel momento, la duda y la vacilación sobre qué carrera universitaria había de elegir; no parecía lógico, ni aconsejable, el modesto grado de bachiller, sobre todo teniendo en cuenta su ilustre prosapia y, más aún, el ancho horizonte que se le ofreciera para el porvenir; por fuerza habría de ir a la Universidad, y de ella, a la Facultad de Derecho, pues el título de abogado habría de ofrecerle posibilidades, no profesionales, sino de habilidad y adaptación a la política. De su estancia en las aulas hispalenses queda la estampa del mal estudiante -no llegó a licenciarse-, díscolo y extraño; que gustaba de la vida apicarada y borrascosa, pero más que eso, de ejercer hegemonía, amistades y enemistades; bandos, o sea la política. Cambió los bártulos y baldos de su época por las obras de Hartzenbusch y García Gutiérrez, gratas a su imaginación desbordada. En este medio universitario es probable que conociese personalmente a García Gutiérrez


[1] Oteyza, op, cit. págs. 14 y 16.

martes, 26 de julio de 2011

ADELARDO LÓPEZ DE AYALA - 14

Sólo adentrándose por la vida y la obra de Ayala, en estos tiempos de análisis y hasta de psicoanálisis, se observa cuán completa oquedad había en ese cráneo tan amplio y tan adornado exteriormente, donde, aunque infinitas grandes ideas pudieran tener albergue, sólo habitó como perdigón dentro de un cascabel, haciendo ruido al ir y venir, la idea minúscula del lucimiento personal: personal e intransferible.

«...Como un globo, que no otra cosa era, levísima envoltura de dilatado aire, subió y subió hasta perderse entre las nubes. Sí; allí pudo juzgarse que se le veía, cuando a su muerte el cadáver recibió el gran honor de genio y de héroe. Sin duda, creeríase que escalaba la gloria el espíritu de aquel cuerpo, sobre y ante el cual depositaban flores y hacían salvas, repetidamente, los artistas del Teatro Español y los soldados en la Cuesta de la Vega» [1].

Por los testimonios aducidos, puede verse que en torno a don Adelardo López de Ayala no todo el monte es orégano; a los elogios más rendidos, lindantes en la cursilería retórica, en el halago mediatizado, se suceden las peores sátiras, presentándole como un figurón; no se aclara, ni siquiera puede verse del todo; nos llega de él una especie de espuma, en la cual su figura se desvanece, y quizá lo fundamental y humano permanece cuidadosamente oculto, porque así lo deseó el propio interesado; nos llega de él la vanidad, la ambición, la intriga, cualidades ciertamente humanas, pero nunca recomendables, ni mucho menos meritorias, en el hombre perfecto y completo.

Pero si bien se analiza, causa sorpresa y lástima que todo esto que confluía en Ayala se perdiera en la terrible oquedad del figurón. ¿Era tal como le retratan sus amigos, o como le difaman y censuran sus enemigos? Téngase en cuenta, antes que nada, que sobre él pesó en todo momento el factor político, haciendo y deshaciendo muchas cosas; elevando a algunos, al mismo tiempo que Ayala subía, pues de otra forma no lo hubiera consentido un hombre que tuviera tan en primer lugar su conveniencia personal. Y en medio de una atmósfera parlamentaria, turbia y agitada, su figura se diluye y se desdibuja; a ratos nos parece el político, a ratos el escritor, según predominase uno u otro; lo que está fuera de dudas es que ambos supo él administrar con discreción y justeza, para hacer un personaje público, un jefe político, un hombre de estado; quizás a estas tres categorías Ayala debiera añadir otra, que, por cierto, sirve de título a una comedia famosa: un hombre de mundo.

Quizás esto fue inicio de su carrera y término de la misma. No nos imaginamos su figura de perilla y melena, como quieren sus biógrafos aduladores, trasladándose al plano de los tiempos clásicos, como ejemplo de auténtico señorío espiritual, sino a las escenas galantes de la dorada bohemia, donde él cifró algunos de sus sueños, entre el mundo de los suburbios y las miserias y el de las sedas, mármoles y cristal. Una tendencia instintiva le impulsó, en más de una ocasión, a vivir en esta atmósfera, rica y costosa, pero también de blandengue sensiblería. Esto se descubre en sus comedias de tipo burgués, pero mucho más en las cartas, que componen el Epistolario, donde, a dos por tres, surge el hombre al parecer delicado, con preocupación constante de enfermedad; sobre todo aquella tendencia a catarros bronquiales, y de eso puede decirse que murió; surge también el goloso, que se deleita con los buenos platos, y el que admira los refinamientos de los grandes salones, incluidos los de Palacio, donde vive horas de incertidumbre y dolor para nuestra historia. Ello acentúa un raso inconfundible de su carácter ególatra, vanidoso y egoísta. Los discursos parlamentarios, difícilmente separables de aquella torrencial verborrea caída sobre las Cortes Españolas, no son solamente un modelo de oratoria política, sino la más fiel expresión del cuidado y del pormenor, con que cada una de aquellas oraciones podían servir para derribar a un adversario y enaltecer -de eso se trataba- la figura del poeta y el político. Téngase en cuenta que, poseyendo una cualidad de todos sus biógrafos reconocida unánimemente, la lentitud y casi la pereza, hablar debió ser para él operación sumamente premiosa. En una de sus cartas se le escapa el ruego de que no le califiquen de lento y premioso, sin duda, porque esto, que pudiera ser característico de una mentalidad reflexiva, pudiera convertirse en arma para combatirle sus adversarios. ¡Sus adversarios! No hemos conocido hombre que viviera más aherrojado de la opinión ajena; más celoso de conservar el buen crédito, la perfección humana. Quizá porque en el fondo, de cuánto creía capaces a sus enemigos, políticos y literarios -lo mismo que él, después de todo-, nunca sería bastante el cuidado para cerrar todas las celosías al juicio de los demás. Cuanto dijo, cuanto escribieron sus biógrafos, fue tan sólo aquello que él consideró como prototipo: unos retratos donde apareciera hermosamente favorecido. Ese constante equilibrio inestable entre la opinión de los otros y la valoración personal; ese enorme desacuerdo entre la estimación propia y el aprecio ajeno produjo, sin duda, el desgaste de aquel hombre, cuya vida, llena de triunfo y peripecia, apenas duró medio siglo. Cuando hoy repasamos su obra, nos damos cuenta de su preocupación personal, gracias a la serie de ensayos y tanteos que precede a la creación de cada uno de los personajes; pero además a una depurada labor de lima, un afán por la frase esmerilada, que sonara bien, aunque muchas veces el sentido se perdiera en aquel mar de palabras. En él mismo naufragaba también la política, como clave de buen sentido, en aquella época tan turbulenta. Después de todo, muchos hombres podían afirmar que la, cuestión no era pasar, sino señalarse, gobernar, conquistar, ya que no coronas de oro, por lo menos de laurel: Ayala es uno de tos coronados, al mérito y a su inspiración, y con aquellos arrequives pensó deslumbrar a los pobres campesinos de Andalucía y Extremadura ; a los demás, al mundo de los salones, les ofrecía el drama de tesis, con ideas más o menos originales y adecuadas, pero siempre en una bella expresión.


[1] Oteyza, L. López de Ayala, o el figurón político literario. Madrid, 1932, págs. 8, 9 y 10.

domingo, 24 de julio de 2011

CONCIERTO CLAUSURA II CURSO DE DIRECCIÓN DE BANDA "VILLA DE GUADALCANAL"


De nuevo ayer 23 de julio, la Banda de Música Ntra. Sra. de Guaditoca, nos deleitó con su Concierto de Clausura del II Curso de Dirección de Banda, impartido como el anterior, por el Maestro Norman Milanes Moreno, al que tuvimos el gusto de saludar antes del concierto y felicitarle al final del mismo, al igual que al director de la Banda, nuestro amigo Francisco Javier Carrasco.

Vamos a ofrecerle en dos partes, un resumen del concierto y aunque las imágenes no son muy buenas (grabadas con un teléfono móvil), sólo por el sonido merece la pena verlas.

Como ya nos ha pasado en otros conciertos, nos ha vuelto a sorprender la facilidad con que esta, diríamos gran orquesta, nos ofreció las diferentes piezas, sacando sonidos que parecen imposibles que con los instrumentos presentes, se puedan conseguir.

A continuación pueden ver las dos partes del resumen, en las siguientes direcciones:

Primera parte:


Segunda parte:



sábado, 23 de julio de 2011

ADELARDO LÓPEZ DE AYALA - 13


Tenía frases sencillas y robustez que nunca pudieron debilitar las hazañas de una juventud excesivamente activa. Cierta noche de aventura, recordó a su paisano García de Paredes, y como no cupiera por entre los hierros de una reja el presente amoroso destinado a la dama que acudía a recogerlo, forzó uno de los barrotes y lo arrancó de un tirón.

Otra vez, a la salida del teatro, despedía a dos señoras junto a la portezuela de una berlina. Colocadas dentro.

-Sepárese usted, le dijeron a Ayala, porque el cochero fustiga los caballos.

-No se moverán sin mi permiso, contestó Ayala, separándose de los cristales.

Y por más que el cochero sacudía la fusta, el coche no se movía, y era que Ayala, abrazado al eje, impedía que los caballos arrastrasen el carruaje.

El busto de Ayala, su caja torácica perfecta, las armoniosas proporciones de su cráneo, su cabeza hermosísima, han sido la admiración de sus contemporáneos. Rodeado el semblante de la clásica melena española, flotante y esparcida, fino y sedoso el poblado bigote, ancha y en su término, afilada la perilla, la mirada luminosa y penetrante, Ayala parecía un caballero del siglo XVIII. El cuerpo varonil movíase con lentitud, y se mostraba con cierta indolencia perezosa, no exenta de natural altivez y majestad. Ayala era de mediana estatura; quizá más bajo. Y esto acusaba otra de sus perfecciones, porque una estatura alta sobradamente, según Michel Levi, es un indicio de debilidad cerebral. Además, los grandes hombres han de atravesar todas las puertas, sin necesidad de inclinarse.

Si no fuera Ayala enamorado de nacimiento, sus atractivos personales hubieran constituido graves peligros para la juventud del arrojado extremeño. Pero no esperaba a que ellos le convidasen, porque adelantándose a correr los riesgos voluntariamente, y pronto y por sus más espontáneos impulsos. Dicen que encontró la mujer ingrata que merece el hombre inconstante, y que por eso no llevó sus amores al altar, adoptando aquella filosofía de un General español, que como lícita pregona la venganza en las demás de la ingratitud de una ola. No tan indiferente como Switf, que hizo desgraciadas a todas las mujeres que conoció, fue Ayala en su soltería mucho más feliz que Goethe en su matrimonio. Ayala no tuvo más que una inclinación amorosa; y consecuente en no vivir sin una Dulcinea en la imaginación, la imaginación fue la que con frecuencia cambiaba el ídolo y sustituía la Dulcinea.

La mujer propia, la mujer, de Ayala, fue su musa»[1].

No puede escribirse nada más intencionadamente laudatorio que esta amazacotada semblanza, en la que, lo íntimo y personal, trata de ocultarse, o interpretar de un modo artificioso. Más adelante, en la Epístola a Emilio Arrieta, se reitera este propósito: «El alma del poeta sentía el bien, la recta conciencia le reclamaba imperiosamente, el entendimiento y la reflexión lo procuraban; pero aquella decidida inclinación a Horacio, a las frescas sombras, a las dulces compañías y a los placeres fáciles contagió a casi todos los poetas de las generaciones del porvenir.

No digo más, ni diré sobre estas cosas, porque tengo aprendido de la pluma del señor Cánovas del Castillo, que no es cuerdo hablar de otros amores en la vida de los hombres ilustres, que de aquellos que la Iglesia bendijo, y Ayala murió soltero»[2].

Nótese dos preocupaciones; destacar la figura gentil y gallarda; y ocultar lo más posible, cuanto pueda relacionarse con lo erótico. No es menos cuidado el retrato que hace Revilla: «¡Hermosa Cabeza! Una cabeza artística, digna de ser pintada por un Van-Dick, pero extemporánea en esta época e impropia de un ministro. Aquella melena de romántico, aquellos bigotes y aquella perilla, que parecen arrancados de un prócer de la corte de los Felipes; aquellos ojos a la vez inspirados y melancólicos, toda esa fisonomía, está reclamando a gritos la rizada valona y el ancho sombrero de flotante pluma, como el conjunto de la figura exige envolverse en los amplios pliegues de la capa española y pasearse por las alamedas del Buen Retiro o por las gradas de San Felipe, en vez de encerrarse en esa negación de lo estético que se llama frac, y sentarse ante la prosaica mesa en que se amontonan expedientes de Ultramar»[3].

Pero quizá nada de esto, tan apasionado como las páginas de Jacinto Octavio Picón: «A la poderosa inteligencia de Ayala correspondió un cuerpo hermosamente varonil. En su rostro ovalado, brillaban los ojos negros, grandes y expresivos; contrastaban con la blancura de su tez, la melena negra, el recio bigote y la gruesa perilla. Era de regular estatura, andar lento, y aspecto pensativo; había en sus movimientos algo de indolencia, como si el cerebro absorbiese toda la energía de su ser; era su lenguaje pausado y grave, como si las palabras salieran de su boca esclavas de la intención y del alcance que les quería dar el pensamiento. Sabía expresar con dulzura lo que concebía con vigor; y siendo serio al par que afable, poseía el secreto de atraerse la voluntad ajena, ganando simpatía sin perder respeto»[4].

Las semblanzas transcritas, tan rendidamente favorables al poeta, concuerdan con el retrato de Ayala, por Suárez Llanos, propiedad de Bonilla San Martín[5].

Del lado de la caricatura, nada más acentuado que el tipo ridículo, cursi y además inexacto que presenta con el arte que le era peculiar y con la peor intención satírica, Valle-Inclán, en El ruedo ibérico; «Era el que entraba un caballero alto, fuerte, cabezudo, gran mostacho y gran piocha; vanidad de sargento de guardias, López de Ayala, el figurón cabezudo y basto de remos, autor de comedias lloronas que celebraba por obras maestras un público sensiblero y sin caletre. Saludaba con pomposa redundancia a las madamas del estrado. Tenía el alarde barroco del gallo polainero. Era gongorino y rutilante, en el estrado de las damas.»

En este mismo sentido, Luis de Oteyza destaca el figurón político, metido a escritor: «Escogemos para biografiarle irrespetuosamente, al más hinchado y también al más vacío de entre los figurones. Al que fue periodista influyente, poeta laureado y dramaturgo aplaudido, hasta deshacer ministerios, ser comparado con los clásicos, tener apoteosis en vida y alcanzar la inmortalidad que supone a los académicos de la Lengua. Al que en la política agotó todos los distritos de Extremadura, representándolos como diputado sucesivamente; alcanzó tres veces la cartera de Ministro, siempre gobernando las colonias que iban a perderse; subió dos veces a ese elevadísimo sitial, que es la Presidencia del Congreso, y estuvo una a punto de formar Gobierno, cosa que si no fallara pronto, habría logrado también. A don Adelardo López de Ayala, en fin, el mayor figurón de los figurones habidos y hasta por haber.» Dice después que recuerda a los gigantes y a los cabezudos: «De complexión hercúlea, se estiraba creciéndose en forma que gigantesco parecía, y de cabezudo tenía todo la que hay que tener la cabeza grande. De tenerla tan crecida, se vanagloriaba, como si los cerebros se midiesen por fuera.» Y relacionado con esto, véase una anécdota, que refleja bien su vanidad: «En el saloncillo del Español, se encontraba López de Ayala y Juan Eugenio Hartzenbusch, pomposo aquél y arrugadillo éste. El autor de Los amantes de Teruel, tan escuchimizado como modesto, cedió la presidencia del auditorio, retirándose discretamente, al autor de Un hombre de Estado, y recogiendo una chistera que creyó que era la suya, se la puso hasta el cuello. ¡Se había equivocado Hartzenbusch con la chistera de Ayala! Hubo las risas consiguientes, que Ayala quiso convertir en homenaje a su persona, gritando con aquel vozarrón que poseía: «Don Eugenio, tengo más cabeza que usted.» A lo que Hartzenbusch replicó, irguiendo su vocecita como áspid que se levanta para picar: «Más sombrero, don Adelardo, más sombrero.»

Oteyza se detiene luego en trazar, en irónicas y agudas pinceladas, el bosquejo de tan idolatrada testa: «Era magnífica, ciertamente, y la magnificaban hasta la sublimidad la melena artística y el bigote y la perilla guerreros con que el propietario la adornara. Aún hoy, viéndolo en fotografía, se lamenta que semejante testa no fuese declarada monumento nacional».


[1] Solsona y Baselga, op. cit., págs. 29-31.

[2] Solsona y Baselga, op. cit., pág. 35.

[3] Citado en Fernández y Sánchez, I. Año biográfico español. Barcelona 1899, pág. 505.

[4] Picón, J. O. Personajes ilustres. Estudio biográfico. La España Moderna. Madrid (s. a.).

[5] Reproducido en muchos lugares; entre ellos al frente de la edición de la novela Gustavo, de Ayala, por Pérez Calamarte. Revue Hispánique, t. XIX, año 1908, págs. 300-427.

jueves, 21 de julio de 2011

ADELARDO LÓPEZ DE AYALA - 12

Y, sin embargo, desbrozado del oropel que lo envolvió durante su vida, no cabe duda que hubiera podido hacer algo mucha más positivo. Este es su gran fracaso; haber sorteado una serie de situaciones políticas y haber tenido en sus manos el mundillo literario, sin dejar, de una y de otras, cosa de más consistencia. El excesivo verbalismo y el calor de la lucha agostaron proyectos y propósitos. No basta ir por el mundo político a salto de mata, siempre dispuesto a salir a flote de las abundantes procelas del siglo; ni puede satisfacer del todo una dramática que va desde la imitación calderoniana a la comedia burguesa, convencionalmente calificada de «Alta».

¿Fracasó Ayala como político y dramaturgo? En esta revisión que hoy intentamos ¿qué podemos salvar de él? Hace tiempo, volvemos a repetirlo, que parece que se le ha olvidado; sus luchas políticas y literarias, hoy se ven ya lejanas, con gran indiferencia; amigos y detractores guardan respetuoso silencio. Ya no es para muchos sino otro de tantos hombres de perilla y melena. Ciertamente que pensó en todo, pero ese todo de Ayala era la realidad vivida y tocada por él mismo: su época. No pensó, ni aun cuando pretendía ser como Calderón, en la posteridad. Deslumbrado, enardecido por aquel su mundo fastuoso y brillante, falso en realidad, el legado de una obra política y literaria, coma testimonio a través de los tiempos, seguramente que no le preocupó tanto; el vencer hoy, la corona de oro y laurel, para este momento le atrajo muchísimo más que la valoración futura de su obra y actuación. Siempre el auténtico escritor mira con ansiedad y recelo el misterioso abismo que se abre tras él; Ayala no parece concederle a esto demasiada importancia. El éxito deseaba sentirlo cerca de sí, gozarlo en su momento; y respecto al día de mañana, la casi única preocupación es ocultar pequeños móviles, defectos humanos, que hubieran podido empañar su fama; su prestigio de hombre de estado, más aún que el dramaturgo, exigía la reserva más absoluta; no había la menor concesión a cualquier suceso humano, tan propio en un hombre que vive medio siglo, muy intensamente, monopolizando las letras y el poder.

Hemos de conocerle a través de las biografías; pero éstas, atentas tan sólo a mantener el prestigio del que tanto representaba en el Congreso, no dirán sino aquello que les era permitido; aquello que servía para dibujar la figura del gran hombre.

En 1891, el Congreso de Diputados, tomó el acuerdo de premiar la mejor biografía y estudio político del que había sido su Presidente, don Adelardo López de Ayala[1]. El autor, Conrado Solsona y Baselga, ha trazado una de las más fervorosas y apasionadas biografías. «Si hay algo indiscutible para el juicio de la generación española contemporánea, -dice-, acerca de la fama y prestigio de sus hombres ilustres, nada con fervor más reconocido que el altísimo mérito del poeta Ayala. Conquistó, atrajo y sometió mientras vivía a todas las inteligencias cultas para el reconocimiento de su extraordinario valer; y no llegó a dominar al vulgo, ni a señorearse con ruidosa popularidad sobre las muchedumbres, porque lo supremo y exquisito de sus poesías, más hubo de penetrar los entendimientos, que de extenderse por la masa; y las esencias del buen gusto, no fueron, ni jamás han de ser, para la participación del goce, el patrimonio de todos»[2]. Sentado este principio, de que el arte de Ayala había de ser poco menos que de minorías, páginas adelante, se cree en la necesidad de trazar su semblanza lo más bellamente posible; el poeta es poco menos que un ser seráfico, desasido de todo lo mundano, sin lacras, ni vicios, ni siquiera los pecadillos propios de la juventud. El mismo biógrafo, en los primeros párrafos, cuida de advertirnos que no lo conoció; da a entender que jamás nada interesado y mezquino pudo acercarle al gran hombre; después de muerto, teje esta corona de siemprevivas, donde una serie de tópicos y ternuras entran en buena parte. ¡Cuántas inexactitudes! «Su palabra, sus comedias, sus versos, -dice-, le facilitaron todas las amistades distinguidas y todos los éxitos que pudiera apetecer en el cambio diario de las relaciones sociales. Bueno y primoroso en la conversación, parecía el ingenio de hacer que el ajeno brillase a la par del suyo; no padeció los femeniles arranques de vanidad estéril, y se imponía por aquella seriedad atractiva y simpática, que antes de inconveniente para llegar al corazón, parecía escudo y defensa de todos sus sentimientos. Sus compañeros de teatro le llamaban el maestro. No fue combatido, ni por los críticos en aquellos días en que la crítica llegaba a su altura, pues claro está que más tarde logró ser respetado y enaltecido como el primero. Era un cesante de doce mil reales de sueldo, un orador de un discurso, y por grande que su mérito fuese, como no vivía afiliado a ningún partido, no podía aún merecer el odio de sus adversarios, ni las descargas del mal humor de tanta extraña persona que no deja de abominar la política hasta que recibe algún favor del primer Gobierno que se lo quiere ofrecer. La cara de envidia de que Larra pone a los literatos, no la vio Ayala nunca entre sus compañeros. No eran envidiosos sus admiradores.

Valerosísimo y arrojado, de brava condición, si poco firme en su carácter abierto a todas las expansiones y con frecuencia débil para todos los afectos, era tan amado de los suyos, como temido por los extraños, y de aquella soberana constitución sanguínea podía esperarse todo lo arrebatado y todo lo generoso al mismo tiempo.

Objeto de frases indiscretas, algún día en la tertulia del «Café Suizo», se defendió con viveza, contenida en los límites que impone el respeto, cuando se le fue la palabra a su agresor; y entonces, asiendo con ambas manos el mármol de la mesa, lo arrancó del asiento, y alzando Ayala el tablero de piedra, hubiérale descargado sobre el atrevido, de no haber escapado éste a la justificada y peligrosísima violencia. Desde aquel día acabaron las bromas de mal gusto.


[1] Solsona y Baselga, C. Ayala, estudio político. Madrid, 1891. Lleva una nota preliminar que dice: «Los Excmos. Sres. D. Antonio Cánovas del Castillo, D. Emilio Castelar y D. Cristino Martos, en comunicación de ayer me dicen al Excmo. Presidente del Congreso y de su Comisión de Gobierno interior lo siguiente: «Excelentísimo Sr.: Los que suscriben, encargados de adjudicar el premio que acordó la comisión de Gobierno interior del Congreso para el mejor estudio biográfico del que fue su Presidente, D. Adelardo López de Ayala, han examinado el único trabajo recibido en la Secretaría dentro del plazo que señaló la convocatoria, con el lema: «Más viva estoy en tus obras, que en mi propio corazón», y hallan en él méritos suficientes para otorgarle el premio. Abierto inmediatamente después de tal acuerdo el sobre en cuya cubierta se leían el lema mencionado y el primer renglón del estudio, resultó que era su autor el Sr. D. Conrado Solsona, que vive en esta Corte, Calle de Lagasca, núm. 4, piso 3.º. Dado el mérito notable del estudio, consideran los que suscriben que es muy digno de que se imprima por cuenta del Congreso; y en el caso de que la comisión del Gobierno interior así lo acuerde, creen equitativo proponer a la misma que conceda al Sr. Solsona quinientos ejemplares de su obra, en vez de los ciento ofrecidos en la condición de la segunda convocatoria publicada en la Gaceta de Madrid del día 28 de junio de 1840. En su vista, la Comisión de Gobierno interior, después de disponer se abone a Vd. el importe del premio establecido, ha acordado en sesión de hoy se imprima el estudio por cuenta del Congreso, haciéndose una tirada de dos mil ejemplares, de los cuales se entregarán a Vd. quinientos. Lo que comunico a Vd. para su conocimiento y satisfacción. Dios guarde a Vd. muchos años. Palacio del Congreso, 16 julio 1891. El Secretario, M. de Valdiglesias. Sr. D. Conrado Solsona y Baselga.

[2] Solsona y Baselga, op. cit. I, pág. 7.

martes, 19 de julio de 2011

ADELARDO LÓPEZ DE AYALA - 11

Hemos subrayado los tiempos modernos por la intensa evolución que ha sufrido, desde aquellos otros en que el propósito educador acentuaba sus rasgos para escarnecer costumbres y ejemplos. Porque está fuera de duda que el teatro sigue el ritmo de cada época, recoge y expresa ideales propios y característicos. No basta ver un período engarzado en las mallas de una cronología, entre las muchas monstruosidades de la historia, si no se presenta aquello que flota y vive en el alma de la sociedad.

Cuando en el primer cuarto de siglo hemos asistido a la evolución del teatro, en un sentido de sobriedad y sencillez, pudimos comprobar que el cambio no era fortuíto, ni casual, sino que obedecía a profundos mecanismos de la vida humana. Y como esto no podía, en modo alguno, seguir el ritmo heroico de los tiempos clásicos, ni sujetarse a la ley del canon preceptivo, ni dejarse llevar por el aliento huracanado del romanticismo, liberal por esencia y quebrantador de las normas retóricas, ni adoptar la posición ecléctica y resignada que, arrancando del 98, llega a la filosofía de tono menor de nuestra dramática de fin de siglo, sino que, como la vida contemporánea, se cuaja en dolor y rebeldía, insatisfacción y amargura, el arte dramático evolucionó hacia el mundo de la psicología, realista en la expresión, idealista en el origen, hasta culminar en la angustia, tema familiar y usual a las generaciones modernas[1].

El teatro, abandonando principios declamatorios, recogió el espíritu en la sencillez como si los hombres y las cosas de nuestra escena examinaran con mirada profunda el interior del alma, y de esto que pudiera parecer en acción y éxtasis, naciese precisamente lo contrario: energía intensa, corroedora de viejos defectos, creadora constante de virtudes. Ya nadie podría pensar en personajes estereotipados porque los viejos moldes se han roto. Si surge una nueva Cordelia, que no tiene para el padre otra ofrenda que su amor en sus ojos claros, de azul infinito y profundo, podrá encontrarse la luz de una conciencia, reflejando, como las estrellas del cielo en la noche serena, la mirada dispar de los seres afligidos por la desgracia y el dolor.

EL HOMBRE Y EL POLÍTICO

Una biografía incompleta.- Semblanza de Ayala en las antologías

No es fácil ahora enjuiciar la vida y la obra de Ayala. Para muchos representará el figurón político, siempre a la que sale, atento tan sólo a su medro personal, mientras que para otros su nombre recordará un teatro periclitado y decadente. Y lo peor es que nadie se atreverá a levantar bandera en su defensa; habrán de admitirse los dos criterios: el político disolvió su figura oronda y grotesca en el humo de sus vanidades y egolatrías; y su teatro es ya tan viejo que, a estas alturas, casi nadie pretende recordarlo. Una cualidad, sin embargo, hay que destacar: el triunfo, acompañando a este personaje, hasta el último momento de su vida. ¿Qué cualidades personales poseyó para ello? Aun admitidos estos dos aspectos bifrontes de su vida, no parece demasiado fácil y asequible el triunfo; requería sacrificio, voluntad, energía, astucia, talento, tacto, quizá más que nada para sortear cuantas situaciones pudieran presentársele.

Resuelto como estuvo a todo, desde la juventud, sólo la vocación de vencer sin tregua ni descanso pudo ser el acicate de aquel medio siglo que vive, consiguiendo famas, laureles y victorias, en dos campos igualmente espinosos: el político y el literario. No basta admitir que Ayala estaba excepcionalmente dotado para ello, pues no estamos en presencia de un gran caudillo ni tampoco de una gloria nacional. Sin embargo, Ayala consiguió lo que muchos anhelaron sin lograrlo. El político llegó a la cima del Poder; su ambición de mando, sus sueños de eminencia sobre la masa gris de los demás hombres, se vio lograda. Pero en el fondo, nada se realizó sin sacrificio; las hondas crisis dé su tiempo le sacudieron, llevándole de un lado para otro; no importaba, para todo tendría voluntad decidida y constante; en cada una de ellas, Ayala, ojo avizor, procuraría ser de los adelantados, de los que siempre traen y llevan innovaciones, y a la hora del éxito se presentará siempre a la cabeza de los vencedores. La intriga, colaboradora de su ambición y de su vanidad, excitaba su olfato de sabueso, siempre rastreando la pieza de la caza. La inquietud no le permitió momento de reposo.

El poeta y el autor dramático siguió parecido ritmo. El romanticismo agonizaba, perdiéndose coma el eco de una campana; los acentos enardecidos de Espronceda concluían con las notas un tanto ahiladas del becquerianismo, el verso sonoro y vibrante de Rivas, de García Gutiérrez y Hartzenbusch, moría en la comedia de salón, hasta las últimas estridencias de Echegaray. La situación de los teatros podría serle propicia al figurón político; también en este mundo tejería sus intrigas, crearía sus amistades, recibiría homenajes y pactaría fidelidades circunstanciales. Tan diestro en el arte de moverse, siempre con utilidad propia, quizá no se daría cuenta de lo artificioso, falso e interesado de aquel ambiente. Eso parece ser el gran fallo de su vida.

Calladas las voces elogiosas, desvanecido su ambiente de intriga cortesana que lo envolvió, Ayala no es ya más que historia lejana, y quizá preterida: años y sucesos que se desean olvidar. Ya nadie habla de él, callaron los escoliastas y sus censores; ahora es cuando parece muerto, de verdad. Y, sin embargo, este silencio también parece injusto; pensamos que todavía hay algo salvable y meritorio; intentamos, sin saber por qué, descifrar el enigma personal y el de su tiempo; quisiéramos, en suma, acercarlo a nosotros, para valorar lo que de verdad existe en torna a este personaje, que tuvo proporciones de mito. Quizá por eso cuesta mucho llegar a él. Claro que ya no nos lo impiden los cortesanos y políticos, acompañantes suyos en vida; pero aun así, lo vemos lejano, como envuelto en una espesa niebla; sospechamos por todos los sitios la insinceridad; mejor aún, el secreto; nos parece que deliberadamente Ayala quiso envolverse en las volutas de la vanidad y de su pasión de mando, y se llevó, en realidad, el mayor secreto de su vida: la gestión política que no realizó y la obra poética que dejó tan sólo empezada. Sin duda, ambas, por tan humanas, difíciles, casi inasequibles, a su temperamento, retórico y parlero.


[1] Vid sobre esto: Deleyto Piñuela. El concepto de tristeza en la literatura moderna. Barcelona, 1922.