Por Jesús Rubio
I
Los cronistas son de
fantasía poderosa y lengua larga, con lo que caso hay que hacerles el justo, ya
que las más de las veces no dicen lo que deben. Yo no digo que no tengan razón
en lo que cuentan, pero son muchas las ocasiones en que hinchan algunos hechos
y soslayan otros, que se diría que parece que tienen el relato hecho aún antes
de empezar, y no quieren que nada les estorbe en ello. Que si quieren elogiar a
tal capitán, lo hacen, y tanto les da que otros les refuten, aunque quienes lo
hagan hayan sido testigos de cuanto dicen, que ellos los elogiarán sin medida.
Y lo mismo con las expediciones. Si dicen que fuera una gran hazaña, aunque no
hubiera fatigas ni peligros, lo harán al punto, y la verdad la dejamos para
otro día.
Yo sé qué pasó en el
descubrimiento del Mar del Sur. Yo estuve con Balboa. Y he de decir mi verdad. Que
fue un gran descubrimiento, está claro, pues todos los cronistas así lo han
hecho notar. Fatigas hubo. Miserias, no pocas. Y crueldades, demasiadas. Yo sé
que muchos de los que han hablado de esta jornada mienten, quiero pensar que
más por el placer de fabular que por otras razones ocultas. Eso en cuanto a los
cronistas. Y en cuanto a muchos otros, que ni siquiera fueron de los elegidos
por el capitán para la toma de posesión, ni para navegar en el nuevo mar,
adornan los méritos para conseguir que la Corona les conceda lo que no les dio
su oficio. O su audacia. O las dos cosas a la vez.
Pues sí, porque yo estuve
allí puedo decirlo. Yo estuve con el general Vasco Núñez de Balboa en aquella expedición.
Yo fui uno de los cristianos que vieron por vez primera ese océano que ahora lo
llaman Pacífico, sin que nadie pueda explicarme muy bien por qué, pues le he
visto agitarse con toda la furia que uno imaginarse pueda. Yo recorrí Tierra
Firme hasta que, con la ayuda de Dios Nuestro Señor, dimos con el nuevo mar.
Porque yo descubrí la Mar del Sur. Porque yo soy Francisco González de Guadalcanal.
Y ésta que ahora viene es mi historia.
II
Yo no seré de los que
niegue que Balboa fuera una persona codiciosa. Es algo que va con nuestra
condición, y es algo que es como el orgullo, que cada uno coge del saco el que
quiere. Unos lo son más y otros lo son menos, pero todos lo son. Acuérdense de
aquel Veedor de Darién, Juan de Caicedo creo que se llamaba, que volvió a
Sevilla “y murió hinchado, y tan amarillo
como aquel oro que anduvo a buscar”. Así son las cosas. Caicedo, dicen,
encontró la muerte como castigo por haber conspirado contra el pobre Nicuesa.
Pero, lo que le digo, que Balboa era codicioso, pero valiente, y he decirle que
jamás desamparaba a ninguno de sus hombres. Es más, si alguno desfallecía, él
mismo le cazaba y le procuraba comida, y le consolaba. En eso, no ha habido en
todo el Nuevo Mundo un capitán como él. Y eso no sólo lo digo yo, lo cuenta más
gente.
De sus querellas con
Nicuesa, con Pizarro, con Zamudio, con Pedrarias y otros más, yo no sé. Ni tampoco
sé la verdad sobre las acusaciones que le llevaron al patíbulo. Eran años
bravos, y de gente recia. Y los unos y los otros no andaban con cortesías, a
qué decir lo contrario. Todos hablan. Todos aportan razones. Todos tienen
amigos y todos tienen enemigos. Yo hablo por mí. No le vi trato malo a su
gente. Con los indios era otra cosa. No se andaba con contemplaciones, aunque a
algunos los trataba en paz. Pero es verdad que fueron muchos a los que dio castigo,
y que se excedió en no pocas ocasiones. Bueno, en eso muchos no le anduvieron a
la zaga. Y aquí incluso debo confesar por mí mismo. He de decirlo. Pero
sigamos: en cuanto al capitán, insisto en que llegaba a ser implacable con los
que le ofendían. Y no cejaba en seguir su propósito. Era hombre de fuerte
determinación. Yo no sé si eso es pecado o virtud. Puede que lo sea en algunas
ocasiones y no lo sea en otras.
III
Yo llegué a Tierra Firme
con el infeliz Diego de Nicuesa, que había sido nombrado gobernador de Veragua,
por su majestad el católico rey Fernando. Era el año de mil quinientos y ocho.
Entonces no eran tantos los que se aventuraban a venir a estas provincias. Sufrimos
no pocas penalidades. Por la humedad y la fiebre, y porque no encontrábamos
mucho que comer, hubo gran mortandad. A los dos años de mi llegada, se fundó la
ciudad de Santa María la Antigua del Darién. Ya sabe usted que fue levantada
por orden de Balboa. En ella se juntó la poca gente que quedaba viva de la
aventura de Alonso de Ojeda, que sabe que se fue a explorar la parte occidental
desde Urabá y que Balboa se quedó explorando la otra parte. Y así anduvimos por
aquí nada menos que tres años. Primero recorriendo la costa de una parte a
otra, buscando oro. Por lo que yo ya sabía cuando llegué aquí y lo que luego he
ido aprendiendo, porque a la minería es uno de mis oficios, es que éstas son
provincias ricas en oro. Y eso selló el destino de muchos. Ya le digo que
anduvimos unos cuantos años, dándonos no pocas veces a la rapiña de lo poco o
mucho que tenían los indios por aquí, y recelando los unos de los otros.
Nicuesa fundó Nombre de Dios, el mismo año en que se fundó Santa María la
Antigua del Darién. Yo me asenté en la primera de ellas, como los otros que
vinieron conmigo. Y no pocos vi morir de hambre y de enfermedad.
A los tres años de llegar
aquí fue cuando desapareció Diego Nicuesa, en aquel barco del que Balboa no le
dejó desembarcar cuando fue a tomar la posesión de Santa María la Antigua del
Darién como el gobernador que era por orden real. No le vimos más. Ni a él ni a
sus hombres. Ruego a Dios que haya tenido piedad de todos ellos. Al poco de
ocurrido esto que le digo, yo me instalé en esta otra ciudad. Balboa pasó a ser
el gobernador de Veragua.
Luego su católica
Majestad, el rey Fernando, autorizó a muchos a viajar a las Indias, con pasaje
franco, con el matalotaje regalado para el viaje y un mes de comida también
regalada una vez que se llegara a Tierra Firme. Era su propósito juntar toda la
gente posible para poblar lo que ya se llamaba Castilla del Oro, que eran las
tierras que iban desde Santa María la Antigua del Darién, hacia el Oeste. Y por
eso ofreció todo eso que le he dicho. La gente toda que se juntó, que fue
mucha, iba a las órdenes de Pedrarias Dávila, que marchaba con título de
gobernador. Y debía juzgar la actuación de Balboa, que ya le digo que era muy
discutida por muchos. De los que vinieron, los hubo que lo vendieron todo para
marchar, y otros que lo empeñaron por algunos años.
La orden, ya le digo, era
poblar. Y en eso tenía preferencia la gente que había partido años antes con
Alonso de Ojeda, y que alguna quedaba todavía. Y después iba la que habíamos
llegado con Diego Nicuesa. Después iban todos los demás.
Como se retrasó el inicio
del viaje, que se había previsto para el año de mil quinientos y trece, Balboa
siguió en Tierra Firme con sus andanzas y conquistas. Descubrió el río que
llamó San Juan, por ser visto en ese día. Es muy caudaloso y de corriente
violenta. Se suele desbordar mucho. En sus orillas hay muchos pueblos de
indios, que viven en casas que están construidas sobre pilares de maderas en el
propio lecho. Así se cuidan de las fieras y de sus enemigos. Intercambiaba baratijas
con los indios, que le ofrecían muchas cosas. Le daban hasta esclavos, que allí
unos lo unos los toman como tal a los otros después de hacerse la guerra.
Incluso, para reconocerlos, los marcan con hueso y tiznan la cicatriz de manera
que no se quita nunca, o les arrancan algún diente. Todo eso lo vio Balboa. Y
yo lo he visto después. Balboa vio mucho oro allí. Y también le hablaron de más
oro tierra adentro. Y, dicen, que allí fue cuando le hablaron por vez primera
del Mar del Sur. Balboa era amigo de varios caciques. Uno se llamaba Chima, era
el jefe de Careta, aunque ya había sido bautizado y su nombre cristiano era
Fernando, y que incluso le había concedido la mano de una de sus hijas, que se
llamaba Anayansi. Había otro cacique más, jefe de la aldea que llaman Comogre.
Éste se llamaba Ponquiaco, aunque fue bautizado con el nombre de Carlos. Los
dos, Chima y Ponquiaco, o Fernando y Carlos, tenían mucha gente de guerra. Y
eran diestros en ella, que todo hay que contarlo para que no nos salgamos ni un
punto de la verdad. Uno de ellos fue quien habló de ese gran mar que se
encontraba al austro a Balboa. Dicen que fue Ponquiaco quien, mediando en una
riña entre españoles por un reparto les dijo que si tanta ansía tenían por el
oro él les mostraría una provincia donde había mucho.
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