lunes, 2 de septiembre de 2013

NOVELA DE LÓPEZ DE AYALA - 43

GUSTAVO (continuación)

— Acepto: ni en un trono me encontraría más honrada,
Moncada tomó asiento al otro lado de Angela. Destaparonse las botellas; Ilenáronse las primeras copas; las ninfas hicieron el licor más sabroso tocándolo con sus labios de rosa; brindaron por la larga vida y ascenso del destino de Julián; chocaronse las copas, y fueron apuradas, La orquesta empezó a tocar los dulces y voluptuosos valses de Straus.
— Oye, Moncada, -dijo Gustavo- repara bien la fisonomía de nuestra divina compañera. ¿Es quizás mi acalorada imaginación la que le presta la expresión de ángel purísimo que en ella admiro, o existe efectivamente en su rostro?
Moncada examinó detenidamente a Ángela.
— Chico, toda es suya; deben tenernos mucha envidia nuestros compañeros,
—  ¡Qué sarcasmo tan horrible! dijo Gustavo, -sin apartar la vista de la joven.
—  ¿Qué dices? ¿no te entiendo? -dijo Ángela, con el acento de la más cándida inocencia.
—   Moncada ¿no te hiela la sangre esta muchacha?
— ¡Ah! si yo no te agrado, puedes elegir a cualquiera otra. No te incomodes por eso.
— ¿Estás loco, Gustavo? ¿Qué dices de helar la sangre la muchacha más linda que he visto en mi vida?
— No me entiendes,
— Bebe otra copa y sabrás explicarte mejor.
Gustavo bebió maquinalmente y siguió pensativo.
— Venus y Cupido, dijo Julián a Fernanda, se han encargado de adornarte: ese traje negro y encarnado; esa graciosa abertura que en vano pretenden unir los lazos y los cordones, al través de los cuales se deja ver lo blanco del vestido interior, es la red más peligrosa que han inventado los amores.
— ¡Lisonjero!
— Mírate en mis ojos, y tú misma te enamorarás de tu her­mosura.
Fernanda le miró de tal manera, que el Conde, por destruir el efecto de esta mirada, le pareció oportuno interrumpirla.
— Acuérdate de que somos dos.
— Tú estás esta noche demasiado entretenido contigo mismo para que tengas celos de tu rival si lo haces por galantería, te dispenso desde luego de usarla conmigo.
— ¿Te soy tan indiferente?
— Chico, las leyes de la cortesía deben exigirlas las pobres que de otra manera quedarían olvidadas; mientras yo sea capaz de inspirarle a tu amigo todo eso que me ha dicho de Venus y Cupido, creo que puedo eximir a cualquiera de su cumplimiento.
— ¡Orgullosa!
— ¡Vive Dios, que lo has parlado también, que has de apurar en pago toda esta copa!
— Chico, guarda el vino para las mujeres con quien deba servirte de tercero, bien para que te infunda valor de solicitar sus favores, o bien para que en ellas inspire deseo de concedértelos, que yo sin ese auxiliar…
— No, bebe: olvida tus penas y lánzate conmigo al vértigo que en tus brazos me espera,
— ¿Yo penas? ¿Por qué?
— ¿Eres dichosa?
— ¿No me llamas bella?
— Y es bastante…
— A la edad en que yo me encuentro, esa es la mayor felici­dad de las mujeres.
— Y ¿qué es eso?
— Te aseguro que antes de perderla, me inspiraba un miedo cerval, y que, después de perdida, me he convencido de que es el con que se asusta a los niños, que de lejos los hace temblar y si una vez tienen valor para acercarse a examinarlo, reconocen que es un pedazo de cartón. Cuando yo era mujer de opinión, andaba pobremente vestida y nadie fijaba en mi sus ojos; no pude sufrir por mucho tiempo el agravio que le hacía a mi hermosura, cubriéndola de groseros percales: me vestí de seda, y todo el mundo empezó a mirarme y a todos empecé a verlos más inclinados a favorecerme. Desde entonces vivo...
— ¿Y mañana?
— ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! Mañana es la necedad mayor del mundo,
— Bebe.           
— No: bebe tú por mí, que te faltan muchas copas para ponerte a mi altura.
Julián bebió, sin replicar una palabra.
—  Me opongo, caballero, dijo Guillermo al periodista.
—  Escuchadme.
—  Si estoy enterado.
—  Pero si quiero decir precisamente lo contrario de lo que habéis entendido.
—  Entonces también me opongo.
— ¿Cómo es eso?
— Por qué es tan falso muestro pensamiento, que de cualquier manera que se examine resulta falso.
—  He dicho que el talento a las mujeres les perjudica...
—  Niego la consecuencia; el talento no puede perjudicar a nadie: lo veo a Vd. muy inclinado a patrocinar la tontería.
—  Pero si voy a parar en que les es útil, cuando...

—  También me opongo: el talento, como Vd. lo comprende, no puede ser útil a nadie.

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