GUSTAVO (continuación)
Un grito agudísimo se oyó dentro del carruaje, que
partió al escape. La desconsolada muchacha, al escuchar «Ha muerto» creyó sin duda que le preguntaban por su amiga Gertrudis.
2°
Elena estaba en el jardín.
El ruido que hizo Dª Martina al cerrar la puerta con
el pesado cerrojo, había despertado en su corazón los ecos más dolorosos.
Cruzó con planta vacilante las primeras calles,
esperando encontrar alguna persona que le diera noticias de Gustavo.
El jardín estaba
desierto. El aire era frío, y la joven empezaba a temblar.
El ruido que
hacían las ramas de los árboles, imaginó, mientras andaba, que eran las pisadas
de Luisa que la seguía; se volvió para dirigirle silenciosamente la palabra, y
se halló rodeada de la soledad más profunda.
—
¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Tened piedad de mí! ¿Dónde me encuentro? ¿Dónde estará
Luisa? Pero yo sola debía penetrar en este sitio…¿cuál será la intención de Gustavo?
¿Se divisará desde aquí el lugar en que deba verificarse el combate?
En seguida giró
la vista alrededor suyo; solo, vio el cielo, los árboles, y los balcones
cerrados de la casa.
La noche estaba
serena; el cielo medio cubierto de blancas nubes la luna, casi escondida en
medio de ellas, parecía una sultana reclinada en blandos almohadones. Madrid se
iba durmiendo poco a poco. El ruido de los carruajes no era ya tan frecuente,
y los que cruzaban la calle iban a
galope, lo que hacía imaginar
a la exaltada Elena que aquella noche estaba llena de peligros y querían
acogerse cuanto antes al sagrado de sus habitaciones.
Poco a poco se
fue familiarizando con los objetos que la rodeaban, y al fin, más repuesta, se
sentó en un banco, considerando que no está el mayor peligro de una joven en
la completa soledad.
Reinó un
instante de profundo silencio; el aura de la noche iba también entregándose al
sueño. Un rumor sordo estalló de pronto en las habitaciones de la casa gritos
después de venganza y de muerte
turbaron el silencio y alborotaron de
nuevo y con mayor violencia el pecho de la joven.
En todo cuanto la rodeaba quería
encontrar un anuncio de la
suerte de su ingrato amante. Los gritos se hicieron más agudos. «¡Que me
matan!» -llegó distintamente a sus oídos. La pobre niña, sin poder contenerse,
cayó de rodillas y levantó sus manos al cielo.
Serenáronse las voces volvió a reinar el silencio más
solemne; el aura agitó sus alas, y resonando entre los árboles parecía murmurar
una plegaria por el hombre que dejaba de existir.
Elena empezó a verter un río de lágrimas.
Calmose el aura de nuevo y Elena no se atrevió a
seguir llorando, temerosa de interrumpir el silencio; ni aun se atrevía a
pensar.
— ¿Qué será de él, Dios mío? ¿Qué
será de él? Era el único pensamiento que se formulaba en lo más escondido de su
alma.
Una música solemne y pausada
resucitó de pronto todos los ecos de la soledad.
Elena se estremeció de placer; el cielo le había
respondido favorablemente; miró con ansia la puerta, esperando ver entrar a
Gustavo con los brazos abiertos para estrecharla sobre su corazón.
Calló la música; nadie abrió la puerta; desvaneciose
su esperanza, y cayó de nuevo en su inquietud y en sus mortales congojas.
Distintas armonías turbaron otra vez la calma del
espacio; no ya el acento solemne y pausado de las primeras, sino los gritos y
la expresión del contento más desordenado. Era el amor, que gemía de placer
debajo del manto de la noche.
Elena retrocedió espantada; le pareció que todo el
mundo se estaba burlando de su pena, y se tapó los oídos por no escuchar el
acento de aquella música sacrílega; pero en vano; la aguda voz de la orquesta
penetraba dentro de su alma y, siguiendo su compás desordenado, danzaban a su
alrededor mil parejas frenéticas que la incitaban a tomar parte en sus placeres.
La pobre niña nunca había tenido un sueño tan
horroroso, y mil veces hubiera caído desvanecida, si no la sostuviera el
violento y nervioso dolor que le producía la ignorada suerte de Gustavo. Siguió
la música, y en fuerza de escucharla se fue desvaneciendo el efecto que la había
producido y poco a poco dejaron de girar en torno suyo los árboles que habían
sido las parejas desordenadas.
Sin embargo, los esfuerzos que había tenido que
hacer para no moverse de un sitio, habían promovido un sudor abundante, que,
enfriado por el aire de la noche, circulaba por todo su cuerpo. Faltáronle las
fuerzas, vaciló dos pasos y cayó desfallecida sobre un banco de piedra.
En esto se abrieron los tres balcones del salón, por los cuales podía
ver el que se encontrara en el jardín el animado espectáculo que iba
presentando la orgía. La luna corrió del todo las blancas cortinas de su lecho
y se quedó profundamente dormida.
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