domingo, 8 de septiembre de 2013

NOVELA DE LÓPEZ DE AYALA - 46

GUSTAVO (continuación)

Un grito agudísimo se oyó dentro del carruaje, que partió al escape. La desconsolada muchacha, al escuchar «Ha muerto» creyó sin duda que le preguntaban por su amiga Gertrudis.

                                                    2°

Elena estaba en el jardín.
El ruido que hizo Dª Martina al cerrar la puerta con el pesado cerrojo, había despertado en su corazón los ecos más dolorosos.
Cruzó con planta vacilante las primeras calles, esperando encon­trar alguna persona que le diera noticias de Gustavo.
El jardín estaba desierto. El aire era frío, y la joven empezaba a temblar.
El ruido que hacían las ramas de los árboles, imaginó, mientras andaba, que eran las pisadas de Luisa que la seguía; se volvió para dirigirle silenciosamente la palabra, y se halló rodeada de la soledad más profunda.
— ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Tened piedad de mí! ¿Dónde me encuentro? ¿Dónde estará Luisa? Pero yo sola debía penetrar en este sitio…¿cuál será la intención de Gustavo? ¿Se divi­sará desde aquí el lugar en que deba verificarse el combate?
En seguida giró la vista alrededor suyo; solo, vio el cielo, los árboles, y los balcones cerrados de la casa.
La noche estaba serena; el cielo medio cubierto de blancas nubes la luna, casi escondida en medio de ellas, parecía una sultana reclinada en blandos almohadones. Madrid se iba durmiendo poco a poco. El ruido de los carruajes no era ya tan fre­cuente, y los que cruzaban la calle iban a galope, lo que hacía imaginar a la exaltada Elena que aquella noche estaba llena de peligros y querían acogerse cuanto antes al sagrado de sus habitaciones.
Poco a poco se fue familiarizando con los objetos que la rodeaban, y al fin, más repuesta, se sentó en un banco, consi­derando que no está el mayor peligro de una joven en la completa soledad.
Reinó un instante de profundo silencio; el aura de la noche iba también entregándose al sueño. Un rumor sordo estalló de pronto en las habitaciones de la casa gritos después de venganza y de muerte turbaron el silencio y alborotaron de nuevo y con mayor violencia el pecho de la joven.
En todo cuanto la rodeaba quería encontrar un anuncio de la suerte de su ingrato amante. Los gritos se hicieron más agudos. «¡Que me matan!» -llegó distintamente a sus oídos. La pobre niña, sin poder contenerse, cayó de rodillas y levantó sus manos al cielo.
Serenáronse las voces volvió a reinar el silencio más solemne; el aura agitó sus alas, y resonando entre los árboles parecía murmurar una plegaria por el hombre que dejaba de existir.
Elena empezó a verter un río de lágrimas.
Calmose el aura de nuevo y Elena no se atrevió a seguir llorando, temerosa de interrumpir el silencio; ni aun se atrevía a pensar.
— ¿Qué será de él, Dios mío? ¿Qué será de él? Era el único pensamiento que se formulaba en lo más escondido de su alma.
Una música solemne y pausada resucitó de pronto todos los ecos de la soledad.
Elena se estremeció de placer; el cielo le había respondido favorablemente; miró con ansia la puerta, esperando ver entrar a Gustavo con los brazos abiertos para estrecharla sobre su corazón.
Calló la música; nadie abrió la puerta; desvaneciose su esperanza, y cayó de nuevo en su inquietud y en sus mortales congojas.
Distintas armonías turbaron otra vez la calma del espacio; no ya el acento solemne y pausado de las primeras, sino los gritos y la expresión del contento más desordenado. Era el amor, que gemía de placer debajo del manto de la noche.
Elena retrocedió espantada; le pareció que todo el mundo se estaba burlando de su pena, y se tapó los oídos por no escuchar el acento de aquella música sacrílega; pero en vano; la aguda voz de la orquesta penetraba dentro de su alma y, siguiendo su compás desordenado, danzaban a su alrededor mil parejas frenéticas que la incitaban a tomar parte en sus placeres.
La pobre niña nunca había tenido un sueño tan horroroso, y mil veces hubiera caído desvanecida, si no la sostuviera el violento y nervioso dolor que le producía la ignorada suerte de Gustavo. Siguió la música, y en fuerza de escucharla se fue desvaneciendo el efecto que la había producido y poco a poco dejaron de girar en torno suyo los árboles que habían sido las parejas desordenadas.
Sin embargo, los esfuerzos que había tenido que hacer para no moverse de un sitio, habían promovido un sudor abundante, que, enfriado por el aire de la noche, circulaba por todo su cuerpo. Faltáronle las fuerzas, vaciló dos pasos y cayó desfalle­cida sobre un banco de piedra.

En esto se abrieron los tres balcones del salón, por los cuales podía ver el que se encontrara en el jardín el animado espectáculo que iba presentando la orgía. La luna corrió del todo las blancas cortinas de su lecho y se quedó profundamente dormida. 

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