GUSTAVO (continuación)
Esta idea la
llenó de espanto, y con un vigor nunca sentido, empezó a correr y a dar vueltas
entre los árboles.
Un nombre
pronunciado en el salón vino a pararla en medio de su delirio.
—
¡Gustavo! dijo Moncada.
Gustavo apareció en la orgía. El vino
había fermentado: su rostro armonizaba perfectamente con el de todos sus
compañeros.
— He decidido
amarte, dijo, sentándose al lado de Angela y echándole un brazo sobre el
cuello.
Angela le contestó con mirada tiernísima.
Gustavo la di un
beso,
Elena reconoció
a su amante, y sus pensamientos tomaron un rumbo nuevo y más espantoso; aquella
repugnante descompostura de la fisonomía de Gustavo, era la explosión de
proyectos horribles y encubiertos por mucho tiempo. Gustavo intentaba matarla:
¿En quién podría ya encontrar consuelo? No había remedio; por razones impenetrables,
se trataba de perderla, de anonadarla, todo
el mundo estaba en contra suya; no quiso acordarse de su tutor ni de Luisa,
temiendo que se aparecieran en la orgía. El genio infernal que, según creía, se
había encerrado en su pecho, lanzaba en este instante carcajadas espantosas.
¿Qué poder más fuerte que el mundo podría sacarla de aquel abismo?
La luna se
esclareció un poco, y en medio del jardín se distinguían confusamente los
blancos contornos de una estatua: Elena vio distintamente la imagen del ángel
de la guarda, y dando un agudo grito de esperanza, corrió en el mayor desorden
a arrodillarse a sus pies.
—
¡Sálvame! ¡Sálvame! decía la desgraciada besando el mármol; ¡sácame del mundo,
ten piedad, ten piedad, no me dejes sola!...
La luna brilló en todo su esplendor, y el
Ángel de la Guarda
se convirtió en la estatua de Venus.
— ¡Horror! ¡También
el cielo! -dijo Elena, apartándose de aquella mujer deshonesta.
Permaneció un
instante temblando delante de la estatua, y su razón estalló del todo. La pobre
respiró como si arrojara de si una carga insoportable.
— Gustavo me
desprecia; ha querido matarme, yo no sé por qué, y yo me he muerto.
Este fue el primer pensamiento que se
formuló en su desordenado cerebro.
¡Pobre tutor! ¡Él, que me quería tanto,
cuando sepa que me he muerto,
cuánto va a llorar!
Quiso llorar y
no pudo.
— ¡Gustavo,... mi alma tan noble, como se ha pervertido! ¿De qué le
habrá servido matarme? ¡Cuando mañana se
arrepienta, cuánto va a sufrir! ¡Pobre joven!
Otra vez quiso
llorar, y otra vez se negaron las lágrimas a aliviar la mortal congoja que los
futuros padecimientos de Gustavo
le producían.
— Los muertos no lloran.
La idea de que había muerto, empezó a serenar su pecho.
Dio algunos paseos con mucha tranquilidad.
La orgía le pareció que sonaba más distante.
Aquellos hombres y aquellas mujeres que tanto le habían espantado, los
contemplaba ya sin sorpresa ni
asombro, y compadeciéndolos sinceramente.
— Si; yo se lo pediré a Dios… ellos
se arrepentirán y todos mañana vendrán a unirse conmigo... ¡Qué cansada estoy!
Se reclinó tranquilamente sobre un banco. La luna
brillaba en todo su esplendor.
Elena contemplaba el jardín con una expresión de
inefable felicidad.
Se le figuró que estaba en medio de un cementerio,
que su vestido era blanco, y que ella era la estatua que habían colocado encima
de su sepultura.
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