jueves, 26 de septiembre de 2013

NOVELA LÓPEZ DE AYALA - 54

GUSTAVO (continuación)

Esta idea la llenó de espanto, y con un vigor nunca sentido, empezó a correr y a dar vueltas entre los árboles.
Un nombre pronunciado en el salón vino a pararla en medio de su delirio.
— ¡Gustavo! dijo Moncada.
Gustavo apareció en la orgía. El vino había fermentado: su rostro armonizaba perfectamente con el de todos sus compañeros.
— He decidido amarte, dijo, sentándose al lado de Angela y echándole un brazo sobre el cuello.
Angela le contestó con mirada tiernísima.
Gustavo la di un beso,
Elena reconoció a su amante, y sus pensamientos tomaron un rumbo nuevo y más espantoso; aquella repugnante descompostura de la fisonomía de Gustavo, era la explosión de proyectos horribles y encubiertos por mucho tiempo. Gustavo intentaba matarla: ¿En quién podría ya encontrar consuelo? No había remedio; por razones impenetrables, se trataba de perderla, de anonadarla, todo el mundo estaba en contra suya; no quiso acordarse de su tutor ni de Luisa, temiendo que se aparecieran en la orgía. El genio infernal que, según creía, se había encerrado en su pecho, lanzaba en este instante carcajadas espantosas. ¿Qué poder más fuerte que el mundo podría sacarla de aquel abismo?
La luna se esclareció un poco, y en medio del jardín se distinguían confusamente los blancos contornos de una estatua: Elena vio distintamente la imagen del ángel de la guarda, y dando un agudo grito de esperanza, corrió en el mayor desorden a arro­dillarse a sus pies.
— ¡Sálvame! ¡Sálvame! decía la desgraciada besando el mármol; ¡sácame del mundo, ten piedad, ten piedad, no me de­jes sola!...
La luna brilló en todo su esplendor, y el Ángel de la Guarda se convirtió en la estatua de Venus.
— ¡Horror! ¡También el cielo! -dijo Elena, apartándose de aquella mujer deshonesta.
Permaneció un instante temblando delante de la estatua, y su razón estalló del todo. La pobre respiró como si arrojara de si una carga insoportable.
— Gustavo me desprecia; ha querido matarme, yo no sé por qué, y yo me he muerto.
Este fue el primer pensamiento que se formuló en su desor­denado cerebro.
¡Pobre tutor! ¡Él, que me quería tanto, cuando sepa que me he muerto, cuánto va a llorar!
Quiso llorar y no pudo.
  ¡Gustavo,... mi alma tan noble, como se ha pervertido! ¿De qué le habrá servido matarme? ¡Cuando mañana se arre­pienta, cuánto va a sufrir! ¡Pobre joven!
Otra vez quiso llorar, y otra vez se negaron las lágrimas a aliviar la mortal congoja que los futuros padecimientos de Gus­tavo le producían.
Los muertos no lloran.
La idea de que había muerto, empezó a serenar su pecho.
Dio algunos paseos con mucha tranquilidad.
La orgía le pareció que sonaba más distante. Aquellos hombres y aquellas mujeres que tanto le habían espantado, los contemplaba ya sin sorpresa ni asombro, y compadeciéndolos sinceramente.
— Si; yo se lo pediré a Dios… ellos se arrepentirán y todos mañana vendrán a unirse conmigo... ¡Qué cansada estoy!
Se reclinó tranquilamente sobre un banco. La luna brillaba en todo su esplendor.
Elena contemplaba el jardín con una expresión de inefable feli­cidad.

Se le figuró que estaba en medio de un cementerio, que su vestido era blanco, y que ella era la estatua que habían colocado encima de su sepultura.

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