GUSTAVO (continuación)
Estas últimas palabras fueron aplaudidas. A
Guillermo se le ocurrieron observaciones que nadie escuchó.
— ¡Oh! ¡Yo te
adoro!; decía Gustavo a Angela.
— ¿No me engañas?
— Tu rostro de ángel debía estar
eternamente en un laboratorio artístico.
— ¿Y para qué?
—
Yo, al mirarle, sentiría en mi corazón los cantos más melodiosos y sublimes.
— ¿Por qué al
principio me mirabas con tanta extrañeza?
—
Porque era un necio.
— ¿Con que ya me miras con cariño?
— Angela, te amo, ¿Qué es el amor?
Un traje ilusorio que nuestra imaginación viste sucesivamente a varias mujeres;
yo te lo presto esta noche. Mañana me dirá el sol que no lo mereces, que lo has
manchado; pero, ¿a qué mujer se lo vistiera que no me sucediese lo mismo?
— ¡Qué cosas te se ocurren!
— Eres bella, y la hermosura es un favor del cielo
que hace a la mujer que lo recibe digna de ser adorada.
Ángela, cuando no sabía que contestar, le
acariciaba.
Los músicos habían encontrado parejas entre las
muchachas que sirvieron la mesa y otras que sacaron de las habitaciones interiores, y que si bien al principio se negaban a
salir, porque no se hallaban tan elegantemente vestidas como sus tres
principales compañeras, después, de apurados los primeros vasos, se paseaban
con arrogancia por el salón, creyéndose bastante adornadas con las galas de su
insolencia.
Moncada, deseoso de producir algún efecto, anunció
en voz alta que iba a bailar la polka con Dª Martina; este pensamiento fue
acogido con entusiasmo: aquella mole bruta y borracha se resistía con valor,
pero no hubo remedio; varios instrumentos tocaron; abriose corro; separose la
mesa, y Moncada salió dando vueltas con su globo.
A las pocas vueltas, dieron ambos con sus
personas en medio de la sala.
Todos aplaudieron, riendo frenéticamente.
Nadie concebía que hubiese en el mundo
una diversión más grande que ver a
Martina bailar la polka.
Cada cual se sintió con deseos de hacer
lo mismo con su pareja y todos se pusieron en confuso y desordenado movimiento.
Las palabras no podían ya expresar la
alegría de sus corazones y era preciso saltar y dar vueltas.
El conde solo conservaba la razón; era el
genio maléfico que dirigía a su antojo la tempestad. Nadie sospechaba en el
salón, en medio de su frenética alegría, el horrible crimen de que era cómplice.
Le pareció que ya era hora de completar su obra y se acercó a Gustavo.
— ¿Gustavo?
— ¿Conde, cómo
es eso? ¿No estás borracho? ¡Traidor! ¡Muchachos!
— ¡Calla! Tengo que hablarte, una
mujer te aguarda en el jardín.
— Que aguarde
muy en hora buena.
— ¿No vienes?
— Mujer por
mujer, ninguna en este momento hay para mi más hermosa que Angela. Que aguarde.
Gustavo, para hablar con el Conde, se había separado
un paso de su pareja; la turba desenfrenada la recogió en su centro y se la
llevó, dando vueltas por el salón.
— Te importa
conocerla. Huyendo de tí ha bajado al jardín.
— ¡Pues yo la
persigo! Vamos, ya veo que estamos iguales. ¿Cuántas botellas?
Gustavo le echó el brazo por encima.
— ¿Y hasta
ahora no lo has conocido? dijo el Conde, sacándolo insensiblemente del salón.
— Oyó tu
nombre,
— ¿Quién?
— La mujer que está en el jardín
—¡Ah! ¿y
Angela ?
— Estaba en esa sala inmediata,
emborrachándose con un músico: oyó tu nombre; se levantó asustada; se asomó a
la puerta del salón con mucha cautela, para reconocerte sin ser vista, y así
que quedó convencida de que eras tú, abandonó su pareja, y sin escuchar más
razones, bajo la escalera, halló cerrada la puerta de la calle, y huyendo de tu
sombra entró apresuradamente en el jardín.
— ¿Y allí está?
— ¡Mira que luna tan hermosa!
— Baja conmigo,
— No; esas escenas deben verificarse en la
soledad.
— Si; voy corriendo.
— Después me contarás lo que te pase.
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