sábado, 28 de septiembre de 2013

NOVELA LÓPEZ DE AYALA - 56

GUSTAVO (continuación)

Estas últimas palabras fueron aplaudidas. A Guillermo se le ocurrieron observaciones que nadie escuchó.
— ¡Oh! ¡Yo te adoro!; decía Gustavo a Angela.
— ¿No me engañas?
— Tu rostro de ángel debía estar eternamente en un laboratorio artístico.
— ¿Y para qué?
— Yo, al mirarle, sentiría en mi corazón los cantos más melodiosos y sublimes.
— ¿Por qué al principio me mirabas con tanta extrañeza?
— Porque era un necio.
  ¿Con que ya me miras con cariño?
— Angela, te amo, ¿Qué es el amor? Un traje ilusorio que nuestra imaginación viste sucesivamente a varias mujeres; yo te lo presto esta noche. Mañana me dirá el sol que no lo mereces, que lo has manchado; pero, ¿a qué mujer se lo vistiera que no me sucediese lo mismo?
   ¡Qué cosas te se ocurren!
— Eres bella, y la hermosura es un favor del cielo que hace a la mujer que lo recibe digna de ser adorada.
Ángela, cuando no sabía que contestar, le acariciaba.
Los músicos habían encontrado parejas entre las muchachas que sirvieron la mesa y otras que sacaron de las habitaciones interiores, y que si bien al principio se negaban a salir, porque no se hallaban tan elegantemente vestidas como sus tres principales compañeras, después, de apurados los primeros vasos, se paseaban con arrogancia por el salón, creyéndose bastante adornadas con las galas de su insolencia.
Moncada, deseoso de producir algún efecto, anunció en voz alta que iba a bailar la polka con Dª Martina; este pensamiento fue acogido con entusiasmo: aquella mole bruta y borracha se resistía con valor, pero no hubo remedio; varios instrumentos tocaron; abriose corro; separose la mesa, y Moncada salió dando vueltas con su globo.
A las pocas vueltas, dieron ambos con sus personas en medio de la sala.
Todos aplaudieron, riendo frenéticamente.
Nadie concebía que hubiese en el mundo una diversión más grande que ver a  Martina bailar la polka.
Cada cual se sintió con deseos de hacer lo mismo con su pareja y todos se pusieron en confuso y desordenado movimiento.
Las palabras no podían ya expresar la alegría de sus corazones y era preciso saltar y dar vueltas.
El conde solo conservaba la razón; era el genio maléfico que dirigía a su antojo la tempestad. Nadie sospechaba en el salón, en medio de su frenética alegría, el horrible crimen de que era cómplice. Le pareció que ya era hora de completar su obra y se acercó a Gustavo.
— ¿Gustavo?
— ¿Conde, cómo es eso? ¿No estás borracho? ¡Traidor! ¡Muchachos!
— ¡Calla! Tengo que hablarte, una mujer te aguarda en el jardín.
— Que aguarde muy en hora buena.
— ¿No vienes?
— Mujer por mujer, ninguna en este momento hay para mi más hermosa que Angela. Que aguarde.
Gustavo, para hablar con el Conde, se había separado un paso de su pareja; la turba desenfrenada la recogió en su centro y se la llevó, dando vueltas por el salón.

— Te importa conocerla. Huyendo de tí ha bajado al jardín. 
— ¡Pues yo la persigo! Vamos, ya veo que estamos iguales. ¿Cuántas botellas?
Gustavo le echó el brazo por encima.
— ¿Y hasta ahora no lo has conocido? dijo el Conde, sacán­dolo insensiblemente del salón.
— Oyó tu nombre,
— ¿Quién?
— La mujer que está en el jardín
—¡Ah! ¿y Angela ?
— Estaba en esa sala inmediata, emborrachándose con un músico: oyó tu nombre; se levantó asustada; se asomó a la puerta del salón con mucha cautela, para reconocerte sin ser vista, y así que quedó convencida de que eras tú, abandonó su pareja, y sin escuchar más razones, bajo la escalera, halló cerrada la puerta de la calle, y huyendo de tu sombra entró apresuradamente en el jardín.
— ¿Y allí está?
— ¡Mira que luna tan hermosa!
—  Baja conmigo,
—  No; esas escenas deben verificarse en la soledad.
— Si; voy corriendo.

—  Después me contarás lo que te pase.

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