GUSTAVO (continuación)
CAPÍTULO XVI
El entierro
Así que Gustavo se dirigió al jardín, el Conde se
puso en el balcón.
La luz de la luna le dejó ver la escena que él había
preparado y que dejamos
ligeramente descrita.
Por lo demás, conoció que pasaba entre los dos una cosa
extraordinaria, que no era de modo ninguno lo que él imaginaba que debía
suceder.
Elena trataba
con cariño a Gustavo, el acabó por corresponderle, y el jardín quedó en
completa oscuridad.
Los celos más
horrorosos empezaron a destrozarle el corazón. Tembló un momento, pensando que
empezaba su castigo.
— ¡Traición!
¡Traición! entró gritando en la sala… La turba se suspendió un momento.
—
Gustavo ha desertado ha vendido vilmente a su pareja, y está en el jardín con
una mujer a quien ninguno de nosotros conoce.
—
¡Al jardín!
—
¡Al jardín!
— La luna se ha
nublado; bajad luces.
Cogieron cuantas
velas había en la sala, y todos, en confuso tropel, bajaron atropelladamente la
escalera.
Entraron en el jardín y se esparcieron por
diferentes calles; cortaron las ramas de los primeros árboles y a las puntas ataron
las velas con los pañuelos para que parecieran hachas.
— ¡Aquí están!;
¡venid acá, venid!
Todos acudieron gritando a donde sonaba la voz de Moncada.
— ¡Traidor!
¿Cómo te atreves?
— ¡Oh, qué linda! ¡Bribón!
— A echarla a suerte.
— A mi me pertenece; dijo Moncada,
tuya es Angela.
— El mismo tipo.
— Señores, dijo Gustavo, me alegro
infinito que hayáis traído luces para adornar la tumba de mis ridículas
creencias, ¿Veis esta mujer?
— ¡Divina!
—¿Recordáis la casa en que nos hallamos?
— La casa de Dª Martina.
— Esa mujer es
Elena,
— ¡Elena!
— ¡Elena!
Casi todos habían oído hablar a Gustavo de una Elena
sublime, y al escuchar su nombre soltaron una estrepitosa y atronadora carcajada.
Todos saltaron de contento al ver como el mundo acreditaba con la práctica las
teorías que acababan de desarrollar en la mesa.
Guillermo quiso en el acto pronunciar un
discurso; pero nadie se lo escuchó.
— No, no le creáis, dijo Elena
adelantándose (todos guardaron silencio). Elena ha muerto. Aquella es su tumba.
¿Venid a su entierro?
Todos soltaron de nuevo la carcajada.
— Tienes razón; ha muerto, dijo Gustavo.
— Lo que es para mí, repuso
Guillermo, no has nacido todavía, prenda del alma.
— Venid a su entierro.
— ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Está borracha!
— ¡Tu Elena borracha!
— ¡Tu sublime
Elena!
Otra vez
saltaron de contento.
— ¿Venid a su entierro?
— Señores, se
me ocurre una idea, dijo Julián.
—¡A ti una idea! replicó Guillermo.
— Representemos
en esta ninfa la virtud de la mujer y hagámosle su entierro, puesto que ella lo
quiere.
— ¡Bravo!
— ¡Magnífico!
—
Manos a la obra. Organicemos la procesión.
Gustavo y Julián hicieron una silla de manos; sobre
ella colocaron a Elena; en la frente, le pusieron la corona de azucenas de
Angela,
Dª Martina, presidiendo el coro de sus alumnas,
todas con velas encendidas, formaba la primera. Detrás se colocaron los
músicos. Moncada y Guillermo iban al lado de Elena, para impedir que se cayese.
Impusose un profundo silencio y rompiose la marcha,
Los músicos, acostumbrados a asistir a las fiestas de Iglesia, sabían
de memoria los salmos penitenciales, y con voz espantosa empezaron a cantar el de profundis…
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