lunes, 30 de septiembre de 2013

NOVELA LÓPEZ DE AYALA - 57

GUSTAVO (continuación)

                                      2ª
Bajó Gustavo la escalera, ansioso ya de verse en presencia de la dama desconocida.
Los diversos lances de aquella noche y el vino, le hacían el hombre más venturoso del mundo.
El resplandor de la luna; el aura que mansamente mecía los árboles; las voces lejanas de la orgía... no podía presentarse un cuadro que más halagase su imaginación. Sólo faltaba una mujer que diese aliento a aquella soledad, y la esperanza de hallarla aumentaba su dicha.
Cruzó la primera calle, y al fin de la segunda, que se extendía a la derecha, se le figuró ver a una mujer lánguidamente recli­nada sobre un banco. La postura no podía ser más poética: apre­suró el paso con intención de arrodillarse a sus pies, sólo por completar el cuadro.
A medida que se iba acercando, la dama misteriosa, que tanto al principio había halagado su imaginación, se iba convirtiendo en una imagen espantosa que hería fuertemente su razón y pugnaba por despertarla del profundo letargo en que estaba sumida.
— ¡Horror! ¡Horror! ¡Es Elena!, dijo a dos pasos de la joven, sin atreverse a aproximarse, temiendo que se convirtiera en evi­dencia tan horrible sospecha.      
Al fin se adelantó: ¡no había duda! : ¡Ella, ella misma! Se frotaba la frente; se restregaba los ojos; la luz de la luna le parecía escasa y maldecía al vino que no dejaba a su razón juzgar con exactitud de aquel lance, que había de decidir de sus creen­cias.
Se trabó una lucha desesperada entre su razón y su embria­guez, que le produjo un dolor agudo en los sesos.
La escéptica filosofía de que se hace alarde en las bacanales; el recuerdo de lo que Guillermo y Moncada habían sospechado acerca de Elena, el recuerdo de Angela, de aquella prostituta con rostro divino...
— No hay duda; es una Angela.
Dudando todavía, se acercó a ella y la tomó violentamente por la mano. La pobre niña le contempló un momento con una expresión angelical; le hizo señas de que se callara y lo apartó algunos pasos del banco en que había estado sentada.
—¡Calla! : ¡no des voces ni hagas ruido!; ¡aquella es la tumba de Elena! ¡No la despiertes!
  ¡Está borracha! dijo Gustavo con una expresión de sorpresa, de desprecio y de ira, imposible de describir.
   ¡Miserable! ¿me conoces?
  ¡ Ay!, que me haces daño ¡Yo no te conozco! Y tú, ¿conoces a Gustavo? Dile que sea bueno, dijo, poniéndole con suavidad las manos sobre los hombros y mirándole cariño­samente.
  Gustavo quedó convencido de que Elena estaba trastornada por el vino,
Su espanto fue disminuyendo, y su razón quedó completamente vencida por su embriaguez: ¡Elena en aquella casa y borracha! quiso reírse, pero no pudo; sin embargo, el desengaño que aca­baba de sufrir mataba completamente todas sus creencias, y en aquel momento le declaraba libre de todos los lazos sociales, y este estado de libertad absoluta empezaba a halagar su cora­zón.
Elena era muy bella; la luz de la luna y la expresión melancó­lica de su locura, aumentaban extraordinariamente su belleza. Gustavo la tenía entre sus brazos.
La noche, la soledad, y un deseo satánico de concluir comple­tamente con el mundo moral, empezaron a inflamar sus venas.
La luna se nubló de repente.

sábado, 28 de septiembre de 2013

NOVELA LÓPEZ DE AYALA - 56

GUSTAVO (continuación)

Estas últimas palabras fueron aplaudidas. A Guillermo se le ocurrieron observaciones que nadie escuchó.
— ¡Oh! ¡Yo te adoro!; decía Gustavo a Angela.
— ¿No me engañas?
— Tu rostro de ángel debía estar eternamente en un laboratorio artístico.
— ¿Y para qué?
— Yo, al mirarle, sentiría en mi corazón los cantos más melodiosos y sublimes.
— ¿Por qué al principio me mirabas con tanta extrañeza?
— Porque era un necio.
  ¿Con que ya me miras con cariño?
— Angela, te amo, ¿Qué es el amor? Un traje ilusorio que nuestra imaginación viste sucesivamente a varias mujeres; yo te lo presto esta noche. Mañana me dirá el sol que no lo mereces, que lo has manchado; pero, ¿a qué mujer se lo vistiera que no me sucediese lo mismo?
   ¡Qué cosas te se ocurren!
— Eres bella, y la hermosura es un favor del cielo que hace a la mujer que lo recibe digna de ser adorada.
Ángela, cuando no sabía que contestar, le acariciaba.
Los músicos habían encontrado parejas entre las muchachas que sirvieron la mesa y otras que sacaron de las habitaciones interiores, y que si bien al principio se negaban a salir, porque no se hallaban tan elegantemente vestidas como sus tres principales compañeras, después, de apurados los primeros vasos, se paseaban con arrogancia por el salón, creyéndose bastante adornadas con las galas de su insolencia.
Moncada, deseoso de producir algún efecto, anunció en voz alta que iba a bailar la polka con Dª Martina; este pensamiento fue acogido con entusiasmo: aquella mole bruta y borracha se resistía con valor, pero no hubo remedio; varios instrumentos tocaron; abriose corro; separose la mesa, y Moncada salió dando vueltas con su globo.
A las pocas vueltas, dieron ambos con sus personas en medio de la sala.
Todos aplaudieron, riendo frenéticamente.
Nadie concebía que hubiese en el mundo una diversión más grande que ver a  Martina bailar la polka.
Cada cual se sintió con deseos de hacer lo mismo con su pareja y todos se pusieron en confuso y desordenado movimiento.
Las palabras no podían ya expresar la alegría de sus corazones y era preciso saltar y dar vueltas.
El conde solo conservaba la razón; era el genio maléfico que dirigía a su antojo la tempestad. Nadie sospechaba en el salón, en medio de su frenética alegría, el horrible crimen de que era cómplice. Le pareció que ya era hora de completar su obra y se acercó a Gustavo.
— ¿Gustavo?
— ¿Conde, cómo es eso? ¿No estás borracho? ¡Traidor! ¡Muchachos!
— ¡Calla! Tengo que hablarte, una mujer te aguarda en el jardín.
— Que aguarde muy en hora buena.
— ¿No vienes?
— Mujer por mujer, ninguna en este momento hay para mi más hermosa que Angela. Que aguarde.
Gustavo, para hablar con el Conde, se había separado un paso de su pareja; la turba desenfrenada la recogió en su centro y se la llevó, dando vueltas por el salón.

— Te importa conocerla. Huyendo de tí ha bajado al jardín. 
— ¡Pues yo la persigo! Vamos, ya veo que estamos iguales. ¿Cuántas botellas?
Gustavo le echó el brazo por encima.
— ¿Y hasta ahora no lo has conocido? dijo el Conde, sacán­dolo insensiblemente del salón.
— Oyó tu nombre,
— ¿Quién?
— La mujer que está en el jardín
—¡Ah! ¿y Angela ?
— Estaba en esa sala inmediata, emborrachándose con un músico: oyó tu nombre; se levantó asustada; se asomó a la puerta del salón con mucha cautela, para reconocerte sin ser vista, y así que quedó convencida de que eras tú, abandonó su pareja, y sin escuchar más razones, bajo la escalera, halló cerrada la puerta de la calle, y huyendo de tu sombra entró apresuradamente en el jardín.
— ¿Y allí está?
— ¡Mira que luna tan hermosa!
—  Baja conmigo,
—  No; esas escenas deben verificarse en la soledad.
— Si; voy corriendo.

—  Después me contarás lo que te pase.

viernes, 27 de septiembre de 2013

NOVELA LÓPEZ DE AYALA - 55

GUSTAVO (continuación)

CAPÍTULO XV
Elena y Gustavo

La orgía presentaba ya un cuadro de espantoso desorden; apenas había una botella llena; todos los cerebros estaban completamente trastornados.
Todos querían hablar; ninguno escuchaba; cada uno se creía un gran orador y nadie comprendía por qué habían aplaudido el insulso discurso de Guillermo.
Los músicos habían soltado los instrumentos y estaban confundidos con los demás.
Ya se habían discutido todos los asuntos posibles y se habían sentado las proposiciones más absurdas.
Guillermo y el novelista habían acabado por ser íntimos ami­gos.
Ramira, cansada de sus polémicas, acabó por no oponerse a las paces.
— Vive Dios, que es la primera ver, que me he equivocado, decía Guillermo, mirando fijamente a su interlocutor.
¿Por qué lo dices?
(Ya se hablaban de tú)
—  Porque me disgustaste mucho la primera vez que te vi.
—  Yo conocí…
—  Te creí un pedantón insufrible, escéptico.
—  Hombre, yo…
— Qué mal te juzgaba ¡Ya te conozco a fondo!
—  ¡Me alegro! dijo el novelista con orgullo.
—  Eres un pobre diablo.
—  ¡Cómo! Lo dices…
—  No; no te incomodes…
—  Pero un pobre diablo…
  Un pobre diablo puede tener tanto genio y talento como el que más…Porque… atiende: lo pobre diablo se refiere a las prendas del carácter; a la índole bonachona.
— Pues; y bajo ese concepto, casi todos los genios…
—  Dices bien: han sido unos pobres diablos.
  Tú me disgustaste mucho al principio, pero después… ¿Por qué sucede que cuando una persona disgusta, si luego nos agrada, nos agrada más que si al principio no hubiera disgustado, cuando debiera suceder…?
— Lo que sucede. Nos convencemos de haber cometido una injusticia, y la conciencia del agravio que hemos hecho nos hace más cariñosos, y por esto sucede.
— Es que tienes talento, y cuando yo te lo digo…
— ¿Tengo talento?
— Si.
—  Pues no temas, que a pesar de eso seré tu amigo.
  Se dieron un abrazo estrechísimo: no hay nada más sincero que el abrazo de dos borrachos.
Julián creía mirar en Fernanda la personificación verdadera de su vida licenciosa y de escándalo, y se gozaba de encontrarla tan bella. Gustavo estaba perdidamente enamorado de Angela, que no entendía una palabra de los apasionados discursos que inspiraba, y Moncada, convencido de que no podía competir con Gustavo, se dio a enamorar a Dª Martina.

— ¿Qué es la vida? decía Julián a Fernanda, alzando la voz para que los demás lo oyeran, porque en este momento se creyó inspirado. El pasado es un inútil recuerdo, el porvenir una som­bra, el presente todo. El hombre que piensa, vive en el pasado y en el porvenir, que es no vivir en parte ninguna. Yo no quiero la razón, enemiga de la felicidad, y si mañana la adquiero, es por tener de nuevo el gusto de perderla.

jueves, 26 de septiembre de 2013

NOVELA LÓPEZ DE AYALA - 54

GUSTAVO (continuación)

Esta idea la llenó de espanto, y con un vigor nunca sentido, empezó a correr y a dar vueltas entre los árboles.
Un nombre pronunciado en el salón vino a pararla en medio de su delirio.
— ¡Gustavo! dijo Moncada.
Gustavo apareció en la orgía. El vino había fermentado: su rostro armonizaba perfectamente con el de todos sus compañeros.
— He decidido amarte, dijo, sentándose al lado de Angela y echándole un brazo sobre el cuello.
Angela le contestó con mirada tiernísima.
Gustavo la di un beso,
Elena reconoció a su amante, y sus pensamientos tomaron un rumbo nuevo y más espantoso; aquella repugnante descompostura de la fisonomía de Gustavo, era la explosión de proyectos horribles y encubiertos por mucho tiempo. Gustavo intentaba matarla: ¿En quién podría ya encontrar consuelo? No había remedio; por razones impenetrables, se trataba de perderla, de anonadarla, todo el mundo estaba en contra suya; no quiso acordarse de su tutor ni de Luisa, temiendo que se aparecieran en la orgía. El genio infernal que, según creía, se había encerrado en su pecho, lanzaba en este instante carcajadas espantosas. ¿Qué poder más fuerte que el mundo podría sacarla de aquel abismo?
La luna se esclareció un poco, y en medio del jardín se distinguían confusamente los blancos contornos de una estatua: Elena vio distintamente la imagen del ángel de la guarda, y dando un agudo grito de esperanza, corrió en el mayor desorden a arro­dillarse a sus pies.
— ¡Sálvame! ¡Sálvame! decía la desgraciada besando el mármol; ¡sácame del mundo, ten piedad, ten piedad, no me de­jes sola!...
La luna brilló en todo su esplendor, y el Ángel de la Guarda se convirtió en la estatua de Venus.
— ¡Horror! ¡También el cielo! -dijo Elena, apartándose de aquella mujer deshonesta.
Permaneció un instante temblando delante de la estatua, y su razón estalló del todo. La pobre respiró como si arrojara de si una carga insoportable.
— Gustavo me desprecia; ha querido matarme, yo no sé por qué, y yo me he muerto.
Este fue el primer pensamiento que se formuló en su desor­denado cerebro.
¡Pobre tutor! ¡Él, que me quería tanto, cuando sepa que me he muerto, cuánto va a llorar!
Quiso llorar y no pudo.
  ¡Gustavo,... mi alma tan noble, como se ha pervertido! ¿De qué le habrá servido matarme? ¡Cuando mañana se arre­pienta, cuánto va a sufrir! ¡Pobre joven!
Otra vez quiso llorar, y otra vez se negaron las lágrimas a aliviar la mortal congoja que los futuros padecimientos de Gus­tavo le producían.
Los muertos no lloran.
La idea de que había muerto, empezó a serenar su pecho.
Dio algunos paseos con mucha tranquilidad.
La orgía le pareció que sonaba más distante. Aquellos hombres y aquellas mujeres que tanto le habían espantado, los contemplaba ya sin sorpresa ni asombro, y compadeciéndolos sinceramente.
— Si; yo se lo pediré a Dios… ellos se arrepentirán y todos mañana vendrán a unirse conmigo... ¡Qué cansada estoy!
Se reclinó tranquilamente sobre un banco. La luna brillaba en todo su esplendor.
Elena contemplaba el jardín con una expresión de inefable feli­cidad.

Se le figuró que estaba en medio de un cementerio, que su vestido era blanco, y que ella era la estatua que habían colocado encima de su sepultura.

miércoles, 25 de septiembre de 2013

LA GRANDE Y VERDADERA HISTORIA DE FRANCISCO GONZÁLEZ DE GUADALCANAL Y EL DESCUBRIMIENTO DEL MAR DEL SUR (3 de 3)

                                   Jesús Rubio

                                                           VIII
Cuando llegamos al pueblo de Chape, supimos que el dicho cacique ya no vivía, y quien reinaba era su esposa. Llegamos al océano y esperamos en los bohíos hasta que llegaron los nuestros. Allí vimos más oro, pero sobre todo vimos muchas perlas, que aquellas aguas son muy ricas en ellas y por eso ahora a las islas que hay allí se llaman de las Perlas, porque se cogen a puñados.
Cuatro días después de visto el mar, llegaron los hombres que se habían quedado en el poblado de Torecha. Entonces, decidió el capitán que le acompañarían veintiséis hombres a la toma de posesión del Mar del Sur. Los más dispuestos de todos, o al menos, los que a mí me lo parecen, dijo Balboa. Y yo fui uno de ellos. Y ahora le cuento cómo fue aquello, porque no lo olvidaré por más años que viva.
Fue a horas de vísperas, pues hubo que esperar a que las aguas se crecieran un poco. Entonces, primero el capitán, y después todos nosotros, nos metimos en el agua, hasta que nos llegó un poco por encima de las rodillas. Balboa llevaba una espada desnuda en la mano, y en la otra el pendón real de Sus Altezas, en el que estaban pintada una imagen de Nuestra Madre la Virgen Santa María, sosteniendo en sus brazos a su Precioso Hijo, Nuestro Redentor Jesucristo. Al pie de esa imagen estaban pintadas las armas de Castilla y de León. Y entonces, tomó la posesión del Mar del Sur, dando vivas al rey don Fernando, y a su hija, la reina Juana.
Y dijo también que tomaba posesión de todas las tierras andadas hasta llegar a él, y también de todas las que rodeaban aquel golfo, y prometió, y nos hizo prometer a todos, que si algún otro príncipe las reclamaba, habríamos de defenderlas. Y como nadie dijo nada en contra, se dio por hecho que habíamos tomado posesión de todo ello. Y para que constase que todos habríamos de cumplir lo prometido, que insisto era defender aquellas posesiones espada en mano, se tomó nota de los que habíamos participado en ese solemne acto, del que se hablará por muchos años que pasen.
Y yo le digo quienes eran los que allí estábamos. Aparte del capitán, estuvieron el clérigo don Andrés de Vera, don Francisco Pizarro, don Bernardino de Morales, don Diego Albítez, don Rodrigo Velázquez, don Fabián Pérez, don Francisco de Valdenebro, don Sebastián Grijalba, don Hernando Muñoz, don Hernando Hidalgo, don Álvaro de Bolaños, don Ortuño de Baracaldo, don Francisco de Lucena, don Bernardino de Cienfuegos, don Martín Ruiz, don Diego de Tejerina, don Cristóbal Daza, don Juan de Espinosa, don Pascual Rubio de Malpartida, don Francisco Pesado de Malpartida, don Juan de Portillo, don Juan Gutiérrez de Toledo, don Francisco Martín, don Juan de Beas, el escribano don Andrés de Valderrábano y servidor, Francisco Goznález de Guadalcanal. Cuéntenos y verá que somos veintisiete. Los veintisiete del Mar del Sur.
Después probamos el agua para ver que era efectivamente salada y que habíamos llegado por tanto al mar. Y todos nos alegramos mucho por ello, porque era verdad todo aquello y nosotros habíamos sido elegidos por Dios Nuestro Señor para ver aquel momento.
Después, el capitán hizo con su puñal una cruz en el tronco de uno de los árboles en los que batía el mar cuando subían las aguas. Y luego hizo dos más, como tributo a la Santísima Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo, tres personas y un solo Dios Verdadero, en cuyo nombre se había tomado aquel mar y aquellas tierras. Y todos los demás también grabamos cruces en otros árboles.
Volvimos después al pueblo de Chape, y se enviaron emisarios a otras partes para decirles que aquella tierra era nuestra, y que todos aquellos que así lo acatasen no se verían envueltos en guerra.
Y a los pocos días llegó un indio muy principal, familia de la esposa de Chape, y trajo mucho oro y muchas perlas. Y dijo que nos daría canoas y nos diría cómo se pescaban.

                                                               IX
El primer día que salimos a navegar en el golfo de San Miguel era el siete del mes de octubre. Salieron a navegar sesenta hombres. Yo iba con ellos, porque el capitán siempre me tuvo en mucha estima. Además, ya he dicho, era minero, además de muchas otras cosas. Fuimos bordeando la costa y a la noche del día ocho, llegamos a una provincia, en la que mandaba el cacique Cuquera. Su pueblo estaba como unas tres leguas hacia adentro de la costa, y no era fácil llegar hasta él, pues la selva era densa y el terreno bastante quebrado. Poco antes de llegar, los indios huyeron y dejaron el pueblo vacío. Poco a poco, se fueron acercando, y lo hacían con no poco respeto, y mirándonos las barbas, que parecía que les llamaban mucho la atención. El capitán ordenó tomar a uno de ellos, y les hablaba a través de los indios de Chape, y les decía que llamaran a su cacique y que no tuvieran miedo. Al poco vino el cacique, trayendo oro y perlas, y se le dieron a cambio cuchillos y un hacha.
Poco después volvimos al pueblo de Chape. Estaba el capitán obsesionado con las perlas y quería ir a donde estaban y ver cómo se pescaban. Salimos sesenta hombres con él llegamos a una provincia después de dos días de muy mala navegación, pues las canoas no eran muy grandes y el mar se embravecía bastante. Además llovía mucho. El jefe de aquella tierra se llamaba Tumaca, que no nos recibió bien. Tuvimos que reducirle por las armas, matamos a muchos de ellos y les tomamos muchos prisioneros y ninguno de los nuestros resultó herido. Se cogió el oro y las perlas que se encontraron. Y había ostras todavía vivas, recién pescadas. Los indios dijeron que las pescaban en unas islas pequeñas que hay cerca de su tierra, que están en medio delgolfo, como se ha dicho. Balboa llamó a aquella tierra San Lucas, porque se llegó a ella en ese día, y dijo a los indios que fueran a buscar a su cacique, que había huido en medio de la batalla.
No volvió hasta tres días después. Esta vez no opuso resistencia. Y Balboa pidió prestada al cacique una canoa para tomar posesión de aquella costa y vimos que en algunos remos tenían las perlas engarzadas, lo que nos maravilló a todos porque aquello era prueba de aquellas islas eran muy ricas en ellas. Llegamos a una isla pequeña, que llamó, y a otras más que estaban cerca y eran igual de tamaño, de San Simón. Y fue tomando la posesión de más islas. Llegamos a otra a que se llamó Isla Rica, porque se decía que era donde más perlas se pescaban y que está a la parte de Poniente. Y allí se volvieron a consignar los nombres de quienes habían navegado con él por vez primera en el Mar del Sur y habían descubierto todas esas islas, que se llamaban de las Perlas. Y es por ello que aparece el mío, porque yo también estuve allí, y por eso cuento esto, porque lo vi con mis propios ojos, no por lo que me han contado o he leído. Se llamó a todo este archipiélago el de Las Perlas, y jamás hubo nombre más ajustado.
Después volvimos a donde Tumaca y se ordenó a los indios que se echaran al agua y pescaran ostras para nosotros. Se subieron a unas canoas y con ellos algunos de los nuestros y el propio Andrés de Valderrábano tomó nota de todo ello. Lo hicieron y cogieron muchas de ellas, y muy grandes, aunque no sin peligro, porque la mar es brava en esas islas, y más de una vez temimos que se perdieran. Gracias a Dios que no ocurrió nada.

                                                        X
A día tres del mes de noviembre fue cuando dejamos la tierra de Tumaca y nos fuimos costeando por un brazo de mar que estaba tupido de manglares y se juntaban con lo de algunas islas pequeñas que estaban cerca de la costa, hasta el punto que teníamos que cortarlas con las espadas y con las hachas. Iba con nosotros un hijo de este cacique, que se quiso venir con nosotros. Entramos por la boca de un gran río, y al día siguiente llegamos a una tierra cuyo cacique se llama Thevaca, cuyo pueblo tomamos por sorpresa, antes de que se pudieran defender de alguna manera. Pero en seguida se vio que no quería oponerse a nuestra fuerza y se mostraron muy solícitos a todo lo que les decíamos. Nos regalaron preciosas piezas de oro, y también muchas perlas.
Entonces enviamos a algunos de los nuestros a por más canoas al pueblo de Chape. Y mandamos con ellos al hijo de cacique Tumaca, para que se quedara ya allí. Dejamos el pueblo de Thevaca y seguimos avanzando tierra adentro, hasta que llegamos a otro pueblo, cuyo cacique se llamaba a sí mismo Pacra. En todo momento se mostró pacífico con nosotros. El capitán llamó a toda esta tierra de Todos los Santos, porque había sido tal fiesta. Y se llegaron más caciques, cuyos nombres ya no recuerdo. Y todos traían oro, que se debieron de decir entre ellos que si se nos traía oro, no les habría de pasar nada, porque justo es decir que el oro enfebrecía a todos los nuestros. Y no puedo decir que a mí la ambición no me dominara, porque decirlo sería faltar a la verdad. Pero los hay que son capaces de todo por conseguir lo que se proponen, y otros a los que su conciencia les impide acometer algunas acciones. Pero yo vi cosas que fueron crueles, como aperrear a los indios o tomar a sus mujeres y a sus hijas. Y esto son pocos los que lo cuentan. Que muchas veces no nos comportamos como buenos cristianos, le digo. Había ocasiones en que los indios no eran propicios a la pelea, en la que teníamos mucha más ventaja gracias al acero y los arcabuces, y aún así les hicimos la guerra. Pero también le digo que con nosotros iba gente buena, incapaz de no hacer daño nada más que para defenderse. Pero para los indios fue una gran desgracia que en aquellas tierras y en aquellas aguas hubiera oro.

                                                         XI
Pasamos en aquellas tierras la Pascua. Tomamos el oro que nos daban. Y el que no nos daban, también. Pero el capitán decidió que volveríamos a Santa María la Antigua del Darién, porque algunos de los nuestros estaban ya enfermos. Y la gente estaba muy cansada porque el calor y la humedad de estas provincias agotarían al propio Aquiles. Volvimos por el camino andado, y comprobamos que Comogre, amigo del capitán, había muerto ya.
Llegamos a la tierra de Ponca el día diecisiete de enero del año mil quinientos y catorce. Fuimos muy bien recibidos porque ya he dicho que era amigo y había sido bautizado.
Después, en el galeón que nos llevó volvimos a Santa María la Antigua. Llegamos con más de cien mil castellanos sólo en oro, y multitud de perlas, y con muchos indios e indias. Y fuimos muy bien recibidos. Y cuando el rey se enteró de se había descubierto se alegró mucho, y perdonó a Balboa todo lo que se decía que había hecho.
Pero al poco llegó el gobernador Pedrarias, con lo que comenzaron las desgracias del capitán, que acabó, como usted sabe, en el patíbulo, dicen que por traidor del que llegó a ser su suegro, porque de la perdición de Nicuesa, al que subieron en una nao y nunca más se supo, lo declararon inocente. Y fue el propio Pizarro el que lo detuvo en nombre de Pedrarias. Yo no sé qué hay de verdad en ello. Sí le digo que cuanto le he contado hasta ahora es la verdad de lo que pasó en el descubrimiento del Mar del Sur.
Y de mí no tengo mucho más que decirle. Cuando Pedrarias fundó la ciudad de Panamá, en la que ahora estamos, fui uno de los primeros encomenderos. Y lo fui por orden del propio Pedrarias, que andado el tiempo, se mostró muy cruel con muchos de los nuestros. Aquí sigo, con mi encomienda, que me la otorgó el dicho Pedrarias. Está en la provincia del cacique Chagre, en la parte de Pereagil y Conthaco, donde hay sesenta y cuatro personas: Tengo otra más, en la parte llamada de Pocorosa, donde hay otros ochenta tributarios. Esta última se me dio como de regidor perpetuo de Panamá, honor que se me hizo por lo bien que he servido en estas tierras desde que llegué con don Diego Nicuesa, lo que da muestra de que mis méritos no son fabulados. Y en estas encomiendas hay minas de oro, y arroyos auríferos, que alguna vez me han dado rescates de hasta setenta y seis mil maravedíes de oro de diferentes leyes. Y desde mi encomienda me acerco cada vez que tengo ocasión hasta esta ciudad levantada a orillas de este Mar del Sur que vi por vez primera aquel veinticinco de septiembre, siendo uno de los primeros cristianos que lo vieron, algo que yo quiero contar y quiero que se sepa, porque es un hecho singular e importante, que yo no he de olvidar jamás. 

                                                        JESÚS RUBIO
                                                        Septiembre de 2013

martes, 24 de septiembre de 2013

LA GRANDE Y VERDADERA HISTORIA DE FRANCISCO GONZÁLEZ DE GUADALCANAL Y EL DESCUBRIMIENTO DEL MAR DEL SUR (2 de 3)

                                                   Por Jesús Rubio

                                                            IV
Como le decía, la llegada de Pedrarias se retrasaba. Yo en ese momento me enteré de la partida que se estaba formando con Vasco Núñez como capitán. Decían que era para un importante descubrimiento. Y allí que me fui. Entonces yo estaba bien considerado como minero y como soldado, oficio que aquí se aprendía a la fuerza, sino estabas muerto al punto. Era joven, ya digo, y no me flaqueaban las fuerzas ni el ánimo. Cogí mis pertrechos y mi espada. Nos juntamos ciento y noventa personas, una de las armadas más grandes que por aquellos lugares se habían visto hasta la fecha. Y para llevarnos se había aparejado un galeón y nueve canoas.
Partimos de Santa María la Antigua del Darién el día primero de septiembre de mil quinientos y trece años. Navegando hacia el Noroeste tardamos cuatro días en llegar a Careta los que íbamos en las canoas. Esta aldea de Careta estaba muy próxima a la ciudad que luego se fundó allí y que se llamó Acla. Aquí hizo Vasco Núñez de Balboa una primera selección de gente, pues algunos debían de quedarse allí guardando los galeones y las canoas.
Al día siguiente, que se contaba seis de septiembre, empezamos a andar tierra adentro los elegidos por el general. Entre ellos estaba yo, que no sé si era de los mejores de cuantos íbamos pero sí puedo decir que ánimo pocos había que me ganaran. El camino no era nada fácil, pues era zona de sierras y montes y el terreno a veces muy áspero y otras estaba cubierto de selva espesa por la que no era fácil avanzar. Nos acompañaron un centenar de indios de Careta.
Dos días después se llegó a unas tierras que llaman de Ponca, que no mostró ninguna hostilidad hacia nosotros. Ý es que este cacique era rival del de Careta, pero ya se había enfrentado a Balboa y había sido desbaratado. Ahora era amigo, aunque seguía siendo señor de un formidable ejército. Recuerdo que se le hicieron muchos regalos, como camisas y hachas, lo que gustó mucho al cacique, que dijo cosas al oído de Balboa, entre ellas, que a pocas jornadas de allí existía un “pechry”, que es la palabra que ellos usan para decir mar. También regaló unas cuantas piezas de oro a Balboa. Era el día trece de septiembre cuando ocurrió todo esto que ahora le cuento, aunque puede ser que yerre en un día adelante o atrás.
Estuvimos allí una semana, preparando todo lo necesario para continuar nuestro viaje.

                                                               V
Creo que ha llegado el momento de que yo le hable ahora de Leoncico, que era el perro del general. Este Leoncico era un perro de color aleonado, que no reconocía más órdenes que las de su amo. Era hijo de otro perro muy famoso, que se llamaba Becerrico, que era propiedad de Juan Ponce de León. Pero yo a ese no le conocí. Sí a Leoncico, que nos dejaba pasmados cada vez que cumplía las órdenes para las que le había adiestrado Balboa. Si un indio se perdía o se escapaba se iba a por él. Si no se resistía, lo tomaba por la muñeca con su boca y, sin apretar, lo traía de nuevo con nosotros. Pero si el infeliz se resistía, lo despedazaba sin ningún miramiento. Los indios le tenían mucho miedo, y nosotros íbamos muy seguros cuando venía con nosotros. Decíamos que diez soldados acompañados de Leoncico se sentían más seguros que si iban treinta soldados sin él. Tal era su fiereza, que yo la presencié. Y era enorme el espanto que producía entre los pobres infelices a los que atacaba, que a veces los gritos se te quedaban clavados en el corazón. Ya le digo que hubo atrocidades. No puedo ocultárselas. Después, han sido muchos los perros que se han traído a las Indias, y no poco el terror que han provocado en estas tierras, pero pocos como este Leoncico, que era lo más estimado por Balboa. Era un cachorro cuando el capitán, acuciado por las deudas, huyó de La Española. Se escondieron los dos dentro de un tonel en uno de los navíos del Licenciado Fernández de Enciso, que a punto estuvo de ejecutarle. Sólo le salvó la vida su gran conocimiento de todas aquellas islas y costas.  Leoncico, que no quiero apartarme del relato, también participaba en el reparto del botín, que llegó a juntar este animal más de mil pesos. Decía el capitán que entraba en el reparto porque su labor equivalía a la de muchos soldados, y que esa parte del botín se la había ganado con mucho más mérito que otros. En aquella jornada llevábamos más perros, pero ninguno tan fiero como Leoncico, que luego murió envenenado.


                                                        VI
Dejamos en el poblado de Ponca a una docena de lo nuestros y salimos en demanda de ese pechry con la gente de Careta y también algunos de los indios de Ponca, que andaban entre sí algo asustados, porque entrábamos en tierras de un cacique que se llamaba Torecha, que era enemigo de ellos. Entre las cautelas con las que andábamos y lo difícil del terreno, tardamos una semana en recorrer un puñado de leguas. Era terreno pantanoso, con muchos ríos que tuvimos que cruzar en lanchas. Hay allí mosquitos muy grandes, que transmiten fiebre, y hay que tener mucho cuidado con ellos. Y andar por allí causa mucha fatiga. Además era la estación de las lluvias, que en estas provincias, como sabe, son muy copiosas y continuas.
Y luego estaba la gente de Torecha, que se mostró hostil desde un principio, y nos hizo varias emboscadas. Ya le digo que los naturales de Tierra Firme son gente brava y valiente, y no poco diestra en el arte de la guerra. Y costaba mucho doblegarles. De no ser por nuestros arcabuces, nuestro acero y la determinación de Balboa, malas nos hubieran venido dadas en más de una ocasión. También se significaron muchos de nuestros oficiales, como Francisco Pizarro, que luego ganó el Perú, y que también iba con nosotros en aquella jornada. Era entonces un joven capitán, que no sabía a qué grandes batallas le iba a llevar la vida. Y como él, otros muchos debo recordar: Juan Camacho, que luego siguió al susodicho en la conquista del Perú, Rubio de Malpartida o Francisco de Valdenebro.  Y luego estaba Leoncico, que causó no pocos estragos en las guasábaras con la gente de Torecha. Su ferocidad en esta batalla fue proverbial. Todavía me estremezco cuando lo recuerdo. Y creo que con la gente de Torecha nos sobró crueldad. Hubo una primera batalla. Luego, la gente de Torecha se retiró y nosotros les seguimos.
El poblado de Torecha lo llamaban Carecuá y llegamos a él, no con poca fatiga a mediodía del veinticuatro de septiembre. Balboa dispuso que descansáramos hasta la noche, en que caeríamos sobre ellos. En cuanto se fue la luz, así lo hicimos. Y nos abatimos sobre ellos con tal furia que yo creo que muchos de ellos fueron muertos aún antes de saber quiénes eran los que les atacaban. Ni siquiera Torecha pudo escapar, y cuando su gente vio que su cacique moría, muchos de ellos huyeron y otros muchos de ellos se rindieron. Aún así seguimos matando, que no pocos se cubrieron en ese momento de infamia. Murió mucha de la gente de Torecha, por nuestro acero o aperreada, que ya le digo que los gritos eran espantosos. Yo creo que nos faltó compasión allí. Nosotros sufrimos ninguna pérdida aunque algunos de los nuestros estaban heridos. Yo mismo, aunque mi herida fue provocada por una caída al tratar de esquivar el ataque de uno de los indios.
Tomamos algo de oro que se encontraron en algunos de los bohíos del poblado y algunos de los que se rindieron certificaron lo ya dicho antes por Ponquiaco y luego por Ponca, que al otro lado de las montañas que estaban a la espalda de Cuarecá había un mar. Pero dado el estado en que se encontraban muchos de los nuestros determinó Balboa que se pasara allí la noche. Esto certifica lo que ya dije antes: que era un hombre que se cuidaba del buen estado de sus soldados, que ya no le sobraban, por otra parte.

                                                           VII
El día siguiente era el veinticinco (1) de septiembre mil y quinientos trece años. Y no alcanzaré nunca, por más veces que lo diga, a dar las gracias a Dios Nuestro Señor por haber llegado vivo a ese día, y haberlo hecho en el lugar en el que me encontraba cuando abrí los ojos con las primeras luces del alba. Porque aquel bendito veinticinco de septiembre fue cuando vimos el Mar del Sur.
Pero no me adelanto y voy a contarle todo cómo sucedió. O al menos cómo yo lo vi y recuerdo.
La poca gente de Torecha que quedaba nos certificó que a la espalda de los montes que estaban allí a la mano estaba el mar. Ese mar que con tanta ansía llevábamos buscando. Como hiciera siempre que había tenido ocasión, dejó parte de nuestra gente en el poblado para cubrirnos la retaguardia. Contando a Balboa, marchamos sesenta y siete hombres.
Él iba siempre en cabeza. Unos dicen que por dar ejemplo. Otros, los más, y así lo creo yo también, porque no quería que nadie se le adelantase. Empezamos a andar con buen ánimo y paso rápido. Muy pronto llegamos a unos bohíos cuyo cacique se llamaba Porque, pero no nos paramos ni tan siquiera. Seguimos nuestro camino.
Empezamos a subir el monte, que, o ni era tan grande como nos parecía, o sucedió que más que andar, volábamos. Y a eso del mediodía, aunque algunos dicen que fue antes, el general hizo una seña. Y todos nos paramos. Él siguió subiendo. Y nosotros nos quedamos parados viendo lo que hacía. Aceleró el paso. Y al poco de llegar a la cima ya no andaba, corría. De pronto, se detuvo, se hincó de rodillas y empezó dar gritos mirando al cielo y elevando los brazos, que no se entendía muy bien qué decía, pero que por los gestos era claro que estaba dando gracias a Dios Nuestro Señor porque era cierto que había visto el Mar del Sur.
Y luego se volvió a nosotros y nos hizo señas para que nos acercáramos. El primero que llegó a él fue el clérigo Andrés de Vera, que se arrodilló y dio Gracias al Señor. Yo también fui de los primeros cristianos que alcanzó a ver el Mar del Sur y diría que se me nubló la vista cuando vi como en el horizonte se juntaba el cielo y el mar. Enseguida, Vasco Núñez empezó a dar gracias al Señor por designarle para ese descubrimiento en nombre de los Reyes de Castilla, del rey Fernando de Aragón, de su hija Juana, y del emperador Carlos. Nos mandó a todos que nos arrodillásemos y diéramos gracias también pues era para nosotros también un gran día, y que así lo haría él constar.

Enseguida mandó el capitán cortar un árbol, para que hiciéramos un gran cruz con él y la colocásemos en ese mismo monte desde el que vimos por vez primera en la gran Mar del Sur. Y Andrés de Vera empezó a cantar el Te Deum laudamus. Y todos con él. Después rezamos. 


 Desde el monte se vio que a donde llegábamos era un golfo, que el capitán le llamó de San Miguel, porque esa fiesta estaba próxima a celebrarse, pero antes de bajar, el escribano Andrés de Valderrábano anotó los nombres de todos cuantos estábamos allí, que éramos, como dije, sesenta y siete. Y puede consultar las crónicas y verá como aparece mi nombre. En la de ese tal Fernández de Oviedo, que tiene muy reputada fama, aparece. No tiene más que buscarla y ver que le digo la verdad.
Y una vez que el escribano consignó los nombres de todos nosotros, bajamos en dirección al Mar, y allí, muy cerca, como a una media legua del golfo de San Miguel, que ya todos le llamábamos así, vimos unos bohíos de un cacique que se llamaba Chape: Allí estuvimos cuatro días, esperando a que volvieran los que se habían quedado en el pueblo de Torecha. Balboa mandó a algunos de los nuestros a buscarles.


 (1)    Según las últimas averiguaciones, existen al menos cuatro fuentes que indican que realmente fue el 27, dos estadounidenses, Kathleen Romoli y el geógrafo Carl Sauer, y dos españoles, la profesora Carmen Mena y Luis Blas Aritio, autor del último y más exhaustivo libro sobre el conquistador, Vasco Núñez de Balboa y los cronistas de Indias (2013)

lunes, 23 de septiembre de 2013

LA GRANDE Y VERDADERA HISTORIA DE FRANCISCO GONZÁLEZ DE GUADALCANAL Y EL DESCUBRIMIENTO DEL MAR DEL SUR (1 de 3)

                                                                Por Jesús Rubio

                                                                I
Los cronistas son de fantasía poderosa y lengua larga, con lo que caso hay que hacerles el justo, ya que las más de las veces no dicen lo que deben. Yo no digo que no tengan razón en lo que cuentan, pero son muchas las ocasiones en que hinchan algunos hechos y soslayan otros, que se diría que parece que tienen el relato hecho aún antes de empezar, y no quieren que nada les estorbe en ello. Que si quieren elogiar a tal capitán, lo hacen, y tanto les da que otros les refuten, aunque quienes lo hagan hayan sido testigos de cuanto dicen, que ellos los elogiarán sin medida. Y lo mismo con las expediciones. Si dicen que fuera una gran hazaña, aunque no hubiera fatigas ni peligros, lo harán al punto, y la verdad la dejamos para otro día.
Yo sé qué pasó en el descubrimiento del Mar del Sur. Yo estuve con Balboa. Y he de decir mi verdad. Que fue un gran descubrimiento, está claro, pues todos los cronistas así lo han hecho notar. Fatigas hubo. Miserias, no pocas. Y crueldades, demasiadas. Yo sé que muchos de los que han hablado de esta jornada mienten, quiero pensar que más por el placer de fabular que por otras razones ocultas. Eso en cuanto a los cronistas. Y en cuanto a muchos otros, que ni siquiera fueron de los elegidos por el capitán para la toma de posesión, ni para navegar en el nuevo mar, adornan los méritos para conseguir que la Corona les conceda lo que no les dio su oficio. O su audacia. O las dos cosas a la vez.
Pues sí, porque yo estuve allí puedo decirlo. Yo estuve con el general Vasco Núñez de Balboa en aquella expedición. Yo fui uno de los cristianos que vieron por vez primera ese océano que ahora lo llaman Pacífico, sin que nadie pueda explicarme muy bien por qué, pues le he visto agitarse con toda la furia que uno imaginarse pueda. Yo recorrí Tierra Firme hasta que, con la ayuda de Dios Nuestro Señor, dimos con el nuevo mar. Porque yo descubrí la Mar del Sur. Porque yo soy Francisco González de Guadalcanal. Y ésta que ahora viene es mi historia.

                                                                II
Yo no seré de los que niegue que Balboa fuera una persona codiciosa. Es algo que va con nuestra condición, y es algo que es como el orgullo, que cada uno coge del saco el que quiere. Unos lo son más y otros lo son menos, pero todos lo son. Acuérdense de aquel Veedor de Darién, Juan de Caicedo creo que se llamaba, que volvió a Sevilla “y murió hinchado, y tan amarillo como aquel oro que anduvo a buscar”. Así son las cosas. Caicedo, dicen, encontró la muerte como castigo por haber conspirado contra el pobre Nicuesa. Pero, lo que le digo, que Balboa era codicioso, pero valiente, y he decirle que jamás desamparaba a ninguno de sus hombres. Es más, si alguno desfallecía, él mismo le cazaba y le procuraba comida, y le consolaba. En eso, no ha habido en todo el Nuevo Mundo un capitán como él. Y eso no sólo lo digo yo, lo cuenta más gente.
De sus querellas con Nicuesa, con Pizarro, con Zamudio, con Pedrarias y otros más, yo no sé. Ni tampoco sé la verdad sobre las acusaciones que le llevaron al patíbulo. Eran años bravos, y de gente recia. Y los unos y los otros no andaban con cortesías, a qué decir lo contrario. Todos hablan. Todos aportan razones. Todos tienen amigos y todos tienen enemigos. Yo hablo por mí. No le vi trato malo a su gente. Con los indios era otra cosa. No se andaba con contemplaciones, aunque a algunos los trataba en paz. Pero es verdad que fueron muchos a los que dio castigo, y que se excedió en no pocas ocasiones. Bueno, en eso muchos no le anduvieron a la zaga. Y aquí incluso debo confesar por mí mismo. He de decirlo. Pero sigamos: en cuanto al capitán, insisto en que llegaba a ser implacable con los que le ofendían. Y no cejaba en seguir su propósito. Era hombre de fuerte determinación. Yo no sé si eso es pecado o virtud. Puede que lo sea en algunas ocasiones y no lo sea en otras.


                                                                III
Yo llegué a Tierra Firme con el infeliz Diego de Nicuesa, que había sido nombrado gobernador de Veragua, por su majestad el católico rey Fernando. Era el año de mil quinientos y ocho. Entonces no eran tantos los que se aventuraban a venir a estas provincias. Sufrimos no pocas penalidades. Por la humedad y la fiebre, y porque no encontrábamos mucho que comer, hubo gran mortandad. A los dos años de mi llegada, se fundó la ciudad de Santa María la Antigua del Darién. Ya sabe usted que fue levantada por orden de Balboa. En ella se juntó la poca gente que quedaba viva de la aventura de Alonso de Ojeda, que sabe que se fue a explorar la parte occidental desde Urabá y que Balboa se quedó explorando la otra parte. Y así anduvimos por aquí nada menos que tres años. Primero recorriendo la costa de una parte a otra, buscando oro. Por lo que yo ya sabía cuando llegué aquí y lo que luego he ido aprendiendo, porque a la minería es uno de mis oficios, es que éstas son provincias ricas en oro. Y eso selló el destino de muchos. Ya le digo que anduvimos unos cuantos años, dándonos no pocas veces a la rapiña de lo poco o mucho que tenían los indios por aquí, y recelando los unos de los otros. Nicuesa fundó Nombre de Dios, el mismo año en que se fundó Santa María la Antigua del Darién. Yo me asenté en la primera de ellas, como los otros que vinieron conmigo. Y no pocos vi morir de hambre y de enfermedad.
A los tres años de llegar aquí fue cuando desapareció Diego Nicuesa, en aquel barco del que Balboa no le dejó desembarcar cuando fue a tomar la posesión de Santa María la Antigua del Darién como el gobernador que era por orden real. No le vimos más. Ni a él ni a sus hombres. Ruego a Dios que haya tenido piedad de todos ellos. Al poco de ocurrido esto que le digo, yo me instalé en esta otra ciudad. Balboa pasó a ser el gobernador de Veragua.
Luego su católica Majestad, el rey Fernando, autorizó a muchos a viajar a las Indias, con pasaje franco, con el matalotaje regalado para el viaje y un mes de comida también regalada una vez que se llegara a Tierra Firme. Era su propósito juntar toda la gente posible para poblar lo que ya se llamaba Castilla del Oro, que eran las tierras que iban desde Santa María la Antigua del Darién, hacia el Oeste. Y por eso ofreció todo eso que le he dicho. La gente toda que se juntó, que fue mucha, iba a las órdenes de Pedrarias Dávila, que marchaba con título de gobernador. Y debía juzgar la actuación de Balboa, que ya le digo que era muy discutida por muchos. De los que vinieron, los hubo que lo vendieron todo para marchar, y otros que lo empeñaron por algunos años.
La orden, ya le digo, era poblar. Y en eso tenía preferencia la gente que había partido años antes con Alonso de Ojeda, y que alguna quedaba todavía. Y después iba la que habíamos llegado con Diego Nicuesa. Después iban todos los demás.
Como se retrasó el inicio del viaje, que se había previsto para el año de mil quinientos y trece, Balboa siguió en Tierra Firme con sus andanzas y conquistas. Descubrió el río que llamó San Juan, por ser visto en ese día. Es muy caudaloso y de corriente violenta. Se suele desbordar mucho. En sus orillas hay muchos pueblos de indios, que viven en casas que están construidas sobre pilares de maderas en el propio lecho. Así se cuidan de las fieras y de sus enemigos. Intercambiaba baratijas con los indios, que le ofrecían muchas cosas. Le daban hasta esclavos, que allí unos lo unos los toman como tal a los otros después de hacerse la guerra. Incluso, para reconocerlos, los marcan con hueso y tiznan la cicatriz de manera que no se quita nunca, o les arrancan algún diente. Todo eso lo vio Balboa. Y yo lo he visto después. Balboa vio mucho oro allí. Y también le hablaron de más oro tierra adentro. Y, dicen, que allí fue cuando le hablaron por vez primera del Mar del Sur. Balboa era amigo de varios caciques. Uno se llamaba Chima, era el jefe de Careta, aunque ya había sido bautizado y su nombre cristiano era Fernando, y que incluso le había concedido la mano de una de sus hijas, que se llamaba Anayansi. Había otro cacique más, jefe de la aldea que llaman Comogre. Éste se llamaba Ponquiaco, aunque fue bautizado con el nombre de Carlos. Los dos, Chima y Ponquiaco, o Fernando y Carlos, tenían mucha gente de guerra. Y eran diestros en ella, que todo hay que contarlo para que no nos salgamos ni un punto de la verdad. Uno de ellos fue quien habló de ese gran mar que se encontraba al austro a Balboa. Dicen que fue Ponquiaco quien, mediando en una riña entre españoles por un reparto les dijo que si tanta ansía tenían por el oro él les mostraría una provincia donde había mucho.