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lunes, 20 de abril de 2015

La alfarería de Segundo Muñoz: emprendimiento y costumbrismo en el Guadalcanal del siglo XX (3 de 3)


Por José Ramón Muñoz Criado y Sergio Mena Muñoz 

Revista de Guadalcanal – año 2014  

El aumento de producción trajo también nuevas oportunidades de negocio. Cada hornada suponía fabricar unas 1.000 piezas y el horno tenía una capacidad limitada. Por ello en casa de los Muñoz tomaron la decisión de centrar su producción en cacharros que optimizaran al máximo el espacio reducido, aprovechando al máximo la productividad del horno. El mismo sistema que ideó en 1953 el creador de IKEA, Ingvar Kamprad, que inventó los muebles desmontados en embalajes planos para que optimizaran el espacio de almacenaje y transporte. Desde entonces el sistema de red de venta por medio del ferrocarril se amplió y se comenzó a usar para traer piezas de alfarería más grandes ya hechas desde Bailén, Lora del Río y Fuente del Arzobispo. Y también empezaron a traer naranjas a granel desde Palma del Río que vendían por docenas y medias docenas, así como vinagre y carbón. La alfarería había hecho una diversificación de su negocio, pero tampoco sabían que se llamaba así.

Tal cantidad de carga de trabajo hizo que Segundo aplicara una de las finalidades por las cuales existen las empresas según el economista Adam Smith, que es crear empleo. Si ya había contratado en su momento a José, tras el abandono de éste incorporó a su equipo a otro salvaterrense, Ángel. Comenzó también a experimentar con los minerales tan abundantes en Guadalcanal. Apuntaba en un cuaderno sus evoluciones al usar más cantidad de óxido de hierro, al aumentar la temperatura de cocción a más de mil grados, al añadir sílex, yeso, berilio, circonio o feldespato. Hacía I+D+i sin saber siquiera que existiera ese concepto.

Segundo volvió a demostrar con el tiempo que la competencia mercantil no está reñida ni con la amistad ni con la camaradería ni con el compañerismo sectorial. La vida da tantas vueltas que a veces sus piruetas son tan retorcidas que marean. José, el primer alfarero que trajo a Guadalcanal, terminó instalándose por su cuenta en la calle Sevilla. Por tanto, el otrora patrón de José se quedó solo al frente de un negocio que no conocía (lo suyo eran los refractarios) y ante la imposibilidad de poder dar abasto a todos sus pedidos, Segundo Muñoz accedió a que su ayudante Ángel cambiara de empresa y se fuera a trabajar con él, a pesar de ser su competencia directa y de haberle ‘robado’ en su día a José. El vástago de los Muñoz, también llamado José, comenzó entonces a trabajar junto con su padre en la empresa, continuando la saga familiar más adelante con su tienda de ultramarinos, calzado y loza.

Epílogo

Y si a la estrella de la radio la mató el vídeo, el negocio de la alfarería se lo llevó por delante la llegada del plástico. Pero para entonces Segundo ya estaba a punto de la jubilación y lo que hizo fue, una vez más, reinventarse y procurar que sus hijos se ganaran la vida en otros ámbitos aprovechando la gran cantidad de proveedores que había conocido en su vida profesional. Sus vecinos le acogieron muy bien desde el primer momento en que llegó a Guadalcanal. Ganó muchos amigos y no se le recuerda ningún enemigo. Cuando era muy anciano solía pasearse por la Plaza con su bastón y su eterno sombrero de ala ancha muy parecido al Stetson clásico canturreando alguna coplilla. Tal fue el respeto y el cariño que le depararon sus convecinos que se le concedió el honor de guardar las llaves de la ermita de la Virgen de Guaditoca. Cualquiera que quería ir hasta más allá de Altarejos y preguntaba a algún vecino, recibía como respuesta “primero tienes que ir a por la llaves a la alfarería”.

Segundo falleció en Guadalcanal en 1986 y en su cementerio de San Francisco reposan sus restos junto con los de su mujer. Lo mismo ocurre con todos los Muñoz que llegaron en 1919 desde Salvatierra de los Barros y que, con el paso de los años, hicieron de Guadalcanal su pequeña nueva patria.

Hoy día, los continuadores de la saga Muñoz por el mundo se enorgullecen de haber heredado su carácter emprendedor, de haber creado empresas en beneficio de la sociedad (los seis nietos cuentan con negocios propios, algunos hasta en Australia), de tener como ejemplo a un hombre querido y respetado en Guadalcanal por su humildad, su trabajo y su afabilidad. Ahora que se reclaman figuras carismáticas que sirvan de guía, ¿no habría que volver la vista a los procuradores de valores constructivos? Es hora de dar visibilidad a los héroes anónimos cotidianos.


jueves, 16 de abril de 2015

La alfarería de Segundo Muñoz: emprendimiento y costumbrismo en el Guadalcanal del siglo XX (2 de 3)


Por José Ramón Muñoz Criado y Sergio Mena Muñoz 

Revista de Guadalcanal – año 2014  

Un mundo de arcilla roja

En los tiempos en los que la petroquímica no estaba tan extendida como hoy día, la mayor, más barata y accesible forma de tener utensilios en casa era a través de los útiles de barro. Todas las casas de Guadalcanal tenían en sus encimeras, en sus aparadores o en sus fresqueras accesorios cerámicos. Ignacio Gómez, presidente de la Asociación Cultural Benalixa, también recuerda la alfarería de la “calle Sancha”. Aún tiene fresco en la memoria a Segundo Muñoz haciendo “algún ‘cacharro’: pipotes, platos de varios tamaños, huchas, ollas, lebrillos...” Tan antigua era la costumbre que los historiadores aseguran que su origen se pierde en la noche de los tiempos. Antonio Burgos comenta acerca de los productos de Segundo que “a los niños nos hacía piporros en miniatura, que nos encantaban, y algunas veces caballitos de barro”, porque no todo lo que hacía eran utensilios para la cocina o de decoración. Manuel Cavanilles también nos habla del surtido de la alfarería, “había botijos, jarras de diferentes formas y tamaños, lebrillos, tazones, escudillas”, pero él compró una humilde hucha aquel día que decidió invertir unas monedas que le habían regalado. “Tras escoger una y volver con el alfarero, me invitó, si quería, a contemplar sus trabajo”. Cuenta que “empezaba por colocar una gran pella de barro en el centro de la plataforma del torno y, mojándose continuamente las manos en un cubo de agua, ya con el color del barro, metía ambos pulgares en la masa dando forma, poco a poco, a un jarro”. Después, mientras el barro todavía estaba húmedo, el resto de la familia desde los más pequeños hasta la anciana madre decoraban las piezas bruñéndolas con cantos rodados de río. Los Muñoz cultivaban en su microempresa el trato cercano al cliente y la especialización laboral, aunque tampoco sabían que se denominara así.

La idea que nos asalta en pleno siglo XXI de una alfarería es de un lugar folklórico, artesano, en el que se hacen trabajos manuales cuya finalidad es la decoración de una casa. No se nos ocurre pensar en que hubo un tiempo en que, sin ir más lejos, los tornos no estaban accionados por un motor. A las nuevas generaciones se les ha enseñado que uniendo ‘churros’ de arcilla se puede dar forma a cualquier cosa que emane de la imaginación, pero no se le atribuye un papel útil en un hogar. Y aún así y todo, a principios del siglo pasado una alfarería también era un lugar mágico para los niños. Con darse una vuelta por la casa de Segundo y los Muñoz se puede aún ver elementos imaginativos como un zapato a escala 1:25 hecho de barro con su cordaje incluido, un dedal o un pájaro de barro que, con agua en su interior, imitaba el canto de un jilguero. Al Antonio Burgos niño le gustaban las producciones de aquella mano extremeña, “sobre todo me maravillaban las cantimploras para el campo que hacía, con dos asas para ponerles una tomiza y colgarlas en bandolera. Y aquellos cántaros grandes, con los que Ito iba a la fuente de la Plaza a por agua y cobraba un real por cada uno, llevándolo a casa lleno de vuelta”.

Nuevos retos profesionales

En 1941, ya casado y con dos niños, se presentó una nueva oportunidad laboral para Segundo: gestionar una aserradora en Lora del Río. Un familiar político pensó en él tras su éxito empresarial en Guadalcanal y le ofreció hacerse con la maderera del pueblo que, además, fabricaba y arreglaba carros. Y todo ello habiendo sido autodidacta en casi todo, sabiendo lo justo de letras y números pero con un gran bagaje en eso que hoy llamamos emprendimiento. El obstáculo era que debía dejar en Guadalcanal a su madre anciana y a sus hermanas solas. La solución vino de Salvatierra donde los alfareros funcionan casi como un ‘lobby’. Se corrió la voz de la situación de los Muñoz en la Sierra Norte sevillana y dos jóvenes, José y Manuela, accedieron a trasladarse a Guadalcanal a ayudar a la familia a sacar el negocio adelante.

La aventura en Lora del Río duró tres años. En 1944 José fue seducido por un empresario local que decidió montar otra alfarería en el Coso a la vista de los buenos réditos económicos que el sector estaba deparando. Segundo, su mujer Rosa y sus hijos Juanita y José tuvieron que hacer las maletas y volver a la casa de la calle Sancha. Pero no fue una vuelta amarga. Al contrario, Segundo siguió con su negocio como si nada hubiera pasado, quién sabe si incluso agradeciendo a José y al nuevo competidor su iniciativa.

Vuelta a Guadalcanal

La experiencia de Lora le ayudó a poner los huevos en más cestas aprovechando el momento de expansión económica que devino en el país tras la posguerra y, especialmente, desde 1953. El negoció floreció tanto que comenzó a tejer una red de venta y distribución a lo largo de un radio que abarcaba desde los pueblos de la Campiña Sur de Badajoz hasta El Pedroso. 

En un principio el transporte se hacía siguiendo el sistema tradicional con burros y caballos llenos de cacharros, lo que hizo que Segundo tuviera que recurrir a la ayuda de su abuelo Segundino que acudió desde Salvatierra para acompañarle en las rutas. Todo hasta que una jornada, volviendo de Fuente del Arco en una noche sin luna, la ‘jaca del alfarero’ frenó en seco en mitad del camino sin motivo aparente. La senda discurría por entonces al lado de la línea del ferrocarril y, aunque no se habían dado cuenta, estaban al borde de la trinchera a punto de desgraciarse. El hecho llevó a Segundo a volver a innovar: comenzó a repartir su género usando el tren enviándolo en paquetes y quedándose él en la alfarería. Había reducido costes de distribución y evitado riesgos laborales aunque, por supuesto, él no sabía que eso se llamaba así.    

lunes, 13 de abril de 2015

La alfarería de Segundo Muñoz: emprendimiento y costumbrismo en el Guadalcanal del siglo XX (1 de 3)

Segundo Muñoz y su hijo José trabajando en la alfarería de Guadalcanal

Por José Ramón Muñoz Criado y Sergio Mena Muñoz 
Revista de Guadalcanal – año 2014 


Fue el miércoles santo de 1919 un día incómodo, de esos típicos del tiempo que va entre el invierno y la primavera cuando aún se siente el frío de febrero pero mayo está casi a la vuelta de la esquina. Ya lo dice el refranero: “Los febreros y los abriles, los más viles”. En aquella mañana de Semana Santa sacaban pecho las cofradías de Guadalcanal la fecha en que la familia protagonista de esta historia ponía por primera vez su pie en el pueblo: Juan, Águeda, Elisa, Segundo, Carmen y Antonia, así, por ese orden, de mayor a menor. Los recién llegados de Salvatierra de los Barros, los Muñoz, venían con intención de asentarse en la localidad que vio nacer a Ortega Valencia y poner en marcha un negocio de alfarería, algo hasta ese momento inédito en la localidad. Eran tiempos de florecimiento de un municipio conocido por sus minas de plata y cuarzo en toda España y que contaba con una población de 6.811 personas, un poco más del doble que hoy día.

Juan, el ‘pater familias’ de todo el grupo, no tenía ni idea de lo que significaban las palabras emprendimiento, “start-up” o marketing. Hasta entonces, su modelo de negocio había seguido las mismas pautas que la de la mayoría de sus vecinos de Salvatierra. Todos producían los mismos utensilios en base a la misma materia prima y, ante la imposibilidad de poder competir en un mercado tan reducido, cargaban los mulos que podían y como podían y se dedicaban a recorrer la piel de toro hasta que vendían todo el género. Y así una y otra vez. Las largas jornadas y las ‘dietas’ tanto del alfarero-vendedor como del animal o animales mermaban bastante las cuentas de resultados, por lo que el margen de beneficios no era muy holgado. Un día, estando en plena faena en su pueblo, le hablaron sobre una localidad en Sevilla en la linde con Extremadura donde no había nadie que explotara ese negocio. Los datos aportados por los viajantes de ‘cacharros’ lo confirmaban. No se lo pensó mucho.  “O me rompo la crisma compitiendo contra todos por un mendrugo de pan o me voy a otro sitio donde tenga más posibilidades”, debió pensar.

En mercadotecnia existe la premisa de valorar antes de lanzarse a crear un negocio las fortalezas y debilidades propias y las oportunidades y adversidades que pueden surgir. Juan y su hijo Segundo (que por entonces tenía 19 años) lo hicieron con detenimiento sobre su propia circunstancia sin saber que, en realidad, estaban realizando una investigación de mercado.  “Pros, contras, pros, contras….¡nos vamos!” Y así, aquel 16 de abril de 1919, tal y como reza en un cuadro a la entrada del número 11 de la actual calle Juan Carlos I de Guadalcanal “vino la familia Muñoz Guillén a esta casa con su alfarería”.  

Todo negocio tiene un inicio difícil

La familia Mirón Villagrán les alquiló en primera instancia parte de su casa hasta 1945 en que se la venderían. Allí instalaron en la planta inferior un taller de fabricación con un par de tornos o ruedas manuales, un horno de cocción, tamices, prensas, amasadoras y varias salas para secar y presentar las piezas al público. El periodista y escritor Antonio Burgos, preguntado acerca de la alfarería, comenta que “eran unas dependencias con suelo de barro tan rojo como el de los primores del torno. (…) Yo llegaba de Sevilla, tierra de los barros blancos de Lebrija, y me sorprendían aquellos rojos”, hechos de arcilla ferruginosa, la señal inconfundible de Salvatierra. También Manuel Cavanilles Carbajo recordaba el taller alfarero en su libro ‘Tal como lo recuerdo’: “Por un zaguán oscuro se llegaba al obrador (…), una habitación mantenida por una luz de sol mínima, por el calor. Solo por una rendija abierta en la contraventana entraba una franja de aquella luz, que iba a incidir directamente sobre el torno que giraba continuamente movido con el pie por el alfarero”.   

Y empezaron de cero. Ni ningún banco les otorgó una hipoteca, ni por supuesto ningún gobierno les concedió una subvención ni ninguna parcela, hacienda, piso, mansión o castillo alguno les sirvió de aval de nada. Solo las credenciales de su oficio fueron sus cartas de presentación ante el nuevo mercado potencial de clientes que les esperaba en Guadalcanal. Y el resultado de la satisfacción de sus clientes, su única estrategia de publicidad. Antonio Vargas asegura en su libro sobre el negocio de la microempresa que “fidelizar al cliente consiste en conseguir que el cliente vuelva a comprar el producto”. Los Muñoz fidelizaron a todo un pueblo, aunque no sabían que lo que estaban haciendo se llamara así.


Juan Muñoz murió en 1930 cediéndole la labor alfarera a su único hijo varón, Segundo, que no solo asentó la pequeña fábrica sino que amplió y diversificó su negocio a otros ámbitos. José María Álvarez Blanco, al que no hace falta hacer presentaciones, recuerda al alfarero Segundo como un hombre “muy serio”, lo que no le quitaba de tener un humor “muy irónico”. Su imagen más clara de él es, cómo no, dándole al torno con el pie sin parar fabricando “botijos rojos”.