miércoles, 18 de septiembre de 2013

NOVELA DE LÓPEZ DE AYALA - 51

GUSTAVO (continuación)

Restableciose la calma: el auditorio se había aumentado con todos los músicos, que habían abandonado sus instrumentos. Guillermo continuó.
— El talento de Ramira tomó necesariamente el rumbo a que su maligno natural le inclinaba. Se empleó en destruirse el dique que la opinión pública le oponía; no con intención al principio de obrar mal, sino para poder convencerse de que si obraba bien, se lo debía a sí misma, y no al temor de ser des-preciada por personas cuyo aprecio le importaba muy poco. Voy a explicarme: la opinión pública, el mundo, lo componen a los ojos de cada uno el círculo de las personas que le rodean. Ramira conoció desde luego la mala fe del tribunal que había de juzgarla; adivinó por instinto que aquellas mujeres que le predicaban modestia y recogimiento, lo hacían interesadamente, para disculpar sus faltas a los ojos de la virtud, haciendo que otros corazones le rindiesen un culto que ellas no habían podido tributarle en el suyo.
— ¡Bravo!
— ¡A la salud del orador!
— Sigue, dijo Julián, rompiendo el velo hipócrita que cubre el miserable corazón humano.
Ramira escuchaba con entusiasmo.
Angela era la única que se dormía.
Guillermo continuó:
—Conoció también que la reprobación que cae sobre la infeliz que ha olvidado sus deberes, no es hija del escándalo que produce el nuevo agravio hecho a la virtud, sino del contento que causa en cada uno haber encontrado una nueva disculpa para sus propios vicios.
— ¡Bravísimo!
— ¡Divino!
— Estás inspirado. Otra copa a tu salud.
— ¡Otra!
Silencio voy a concluir. Conocidas las causas que movían a su tribunal a persuadirle la virtud y a condenar el vicio, acabó, como era natural, por escucharlo con el mayor deprecio. La gracia y el ingenio con que lanzaba un sarcasmo a la persona que se atrevía reprenderla, borró de su mente la imagen de la humillación a que el vicio podía conducirla. Roto el dique de la opinión, enérgica por temperamento, libres sus instintos de mujer, Ramira tenía necesariamente que ser una de nuestras adorables compañeras. He dicho.
Estalló un frenético estruendo de bravos y de palmadas, y aun hubo alguno que pidió la repetición del discurso.
— ¡El premio! ¡El premio!
— Si; mi corona.
Ramira se levantó,  y estrechando con sus dos manos las sienes de Guillermo, le puso en la frente el beso más sonoro que han restallado labios de mujer.
El beso también fue aplaudido con frenesí.
— Ese beso vale más que el discurso.
Demonio de hombre, -dijo Ramira-, y no me ha visto más que esta noche. ¡Yo debo habérselo contado!; ¿pero cómo? ¡Si yo no lo he comprendido hasta ahora!
— En el talento de todas las mujeres, dijo Guillermo, epilo­gando su discurso, hay algo del talento de Ramira.
Mucho hubiera sufrido el novelista, si ya no se encontrara completamente borracho; así es que se contentó con decir:
— Cuando Ramira ha dado el premio a mi contrario…
— Es porque él lo ha ganado.
No, señor; porque yo la he calado mejor, y como esto a nadie le gusta, se ha vengado de esa manera. No me importa, porque aI fin…

— ¡Música! ¡Música!

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