GUSTAVO (continuación)
Restableciose la calma: el auditorio se había aumentado
con todos los músicos, que habían abandonado sus instrumentos. Guillermo
continuó.
— El talento de Ramira tomó
necesariamente el rumbo a que su maligno natural le inclinaba. Se empleó en destruirse
el dique que la opinión pública le oponía; no con intención al principio de
obrar mal, sino para poder convencerse de que si obraba bien, se lo debía a sí
misma, y no al temor de ser des-preciada por personas cuyo aprecio le importaba
muy poco. Voy a explicarme: la opinión pública, el mundo, lo componen a los
ojos de cada uno el círculo de las personas que le rodean. Ramira conoció desde
luego la mala fe del tribunal que había de juzgarla; adivinó por instinto que
aquellas mujeres que le predicaban modestia
y recogimiento, lo hacían interesadamente, para disculpar sus faltas a
los ojos de la virtud, haciendo que otros corazones le rindiesen un culto que
ellas no habían podido tributarle en el suyo.
— ¡Bravo!
— ¡A la salud del orador!
— Sigue, dijo Julián, rompiendo el
velo hipócrita que cubre el miserable corazón humano.
Ramira escuchaba con entusiasmo.
Angela era la única que se dormía.
Guillermo continuó:
—Conoció también que la reprobación
que cae sobre la infeliz que ha
olvidado sus deberes, no
es hija del escándalo que produce el
nuevo agravio hecho a la virtud, sino del contento que causa en cada uno haber encontrado una nueva disculpa para sus propios vicios.
— ¡Bravísimo!
— ¡Divino!
— Estás
inspirado. Otra copa a tu salud.
— ¡Otra!
Silencio voy a concluir. Conocidas las causas que movían a su tribunal a persuadirle
la virtud y a condenar el vicio, acabó, como era natural, por escucharlo con el
mayor deprecio. La gracia y el
ingenio con que lanzaba un sarcasmo a la persona que se atrevía reprenderla, borró de su mente la imagen de
la humillación a que el vicio podía conducirla. Roto el dique de la opinión,
enérgica por temperamento, libres sus instintos de mujer, Ramira tenía
necesariamente que ser una de nuestras adorables compañeras. He dicho.
Estalló un frenético estruendo de bravos
y de palmadas, y aun hubo alguno que pidió la repetición del discurso.
— ¡El premio!
¡El premio!
— Si; mi corona.
Ramira se levantó,
y estrechando con sus dos manos las sienes de Guillermo, le puso en la
frente el beso más sonoro que han restallado
labios de mujer.
El beso también fue aplaudido con frenesí.
— Ese beso vale más que el discurso.
— Demonio de hombre, -dijo Ramira-, y no me ha visto más que esta noche. ¡Yo debo habérselo contado!; ¿pero cómo? ¡Si
yo no lo he comprendido hasta
ahora!
— En el talento de todas las
mujeres, dijo Guillermo, epilogando su discurso, hay algo del talento de
Ramira.
Mucho hubiera sufrido el novelista,
si ya no se encontrara completamente borracho; así es que se contentó con decir:
— Cuando Ramira ha dado el premio a
mi contrario…
— Es porque él lo ha ganado.
— No, señor; porque yo la he calado mejor, y como esto a nadie le gusta,
se ha vengado de esa manera. No me importa, porque aI fin…
— ¡Música! ¡Música!
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