domingo, 31 de octubre de 2010

RETAZOS DE LA VIDA DEL GENERAL CASTELLÓ - 13

Museo de Louvre -Paris

Mi madre, que poseía un carácter mucho más alegre y hasta más dulce que su hermana, era más audaz; supo desde muy joven lo que quería. Si de mayor fue la preferida de mi abuela, de pequeñas Marie era quien gozaba de la predilección materna, probablemente por su falta de personalidad. Ya desde su in­fancia se vislumbraba en mi madre la elegancia. Contaba con mucha gracia que cuando iba a su casa la costurera y les en­señaba catálogos con vestidos dibujados, Marie señalaba, tras unos segundos de vacilación, cualquier prenda al azar; general­mente prevalecía su opinión. Un día en que mi madre fue a encargarse un vestido, la modista, con ásperas palabras, le ma­nifestó la imposibilidad de hacérselo. Marguerite escondió la tela cuidadosamente bajo su capa y regresó al hogar con un firme propósito. Ni corta ni perezosa se encerró en su cuarto y cortó y cosió ella misma el vestido de acuerdo con un modelo que había visto en el mercado del sábado, día en que acompa­ñaba a sus padres en la carreta para llevar las verduras al mer­cado y al que acudían las señoras elegantes del lugar; de ellas extraía las ideas para diseñarse la ropa. Deseaba estrenarlo el domingo, pero le faltaban costuras por coser; entonces las jun­tó con alfileres y así se fue a la iglesia de la que era cantante oficial en las ceremonias litúrgicas.
Mi padre, como buen andaluz, era bromista y amigo de hacer rabiar a los demás. Cuando mi pobre madre cantaba, él se reía y entonces ella, muy picada, le solía decir:
-«Te advierto que yo he cantado en la iglesia de mi pueblo.»
A lo cual respondía mi padre:
-«Ni que fuera la Opera de París.»
Cuando éramos muy pequeñas, nos mecía cantando: «Duér­mete mi vida, duérmete mi amor, duérmete mi encanto, duer­me mi corazón... » Y seguíamos berreando. Entonces nos cogía mi padre en brazos y con una hermosa voz de barítono nos cantaba «Noche oscura y serena, noche de amor» o el coro de las amas de «Agua, azucarillos y aguardiente», con lo cual nos quedábamos como las malvas.
Me hubiera gustado conocer a aquella simpática y decidida muchacha que supo coger la vida con las dos manos y trazarse su propio destino; aquélla que en las veladas de invierno, al amor de la lumbre, les contaba a sus amigas novelas rosas arre­gladas por ella misma.
Me hubiera gustado oírle cantar emocionada «Nuit chrétienne» la noche de Navidad bajo las bóvedas de la iglesia, allá en su pueblecito de Auvernia.
Decidida a ser modista, mi madre se marchó a aprender corte y confección primeramente a Clermont-Ferrand y más tarde a París, donde estuvo en un internado para señoritas del cual salían provistas del debido diploma. Muy joven debía ser entonces, probablemente menor de edad. ¿Tuvo algún novio 0 pretendiente en esos años? Lo ignoro. Así como el eco de los juveniles amores de mi padre ha llegado hasta mí, nada sé de los posibles amores de mi madre. Tuvo buenos amigos con los que bailaba los domingos en la plaza. A uno de ellos, al volverlo a ver muchos años más tarde, le echó emocionada los brazos al cuello. Mi padre nada dijo.
A comienzos de siglo las familias españolas de la aristocra­cia o de la alta burguesía requerían señoritas francesas para la educación de sus hijos. Su amiga Elisa Suabadet, que vivía y trabajaba en Madrid, le habló de esa posibilidad. La idea de conocer el vecino país atrapó a mi madre y, sin saber español, se colocó de institutriz de unos niños en Barcelona. De esa época data una pequeña foto amarillenta donde se la ve son­riente con un vestido claro, un bonito peinado rematado en alto moño y rodeada de pequeñuelos.
Unos compatriotas suyos, de Clermont, fueron quienes le ofrecieron el puesto de jefa de taller de un comercio de modas que poseían en Sevilla. Ese mismo cargo lo desempeñó en el «Escudo de Sevilla». Mi abuela, ya viuda, residió una tempora­da con ella. La abuela, que se ocupaba de la cocina, regresó a Francia y mi madre comenzó a ir a comer al Hotel París, donde a la sazón residía el Comandante Castelló.

viernes, 29 de octubre de 2010

RETAZOS DE LA VIDA DEL GENERAL CASTELLÓ - 12

Paisaje de la zona de Auvernia, donde nació Margarita Gauthier, esposa del General Castelló

.......... III ...........

... Se llamaba Margarita Gauthier... como la Dama de las camelias, si bien su vida y su carácter no tenía semejanza algu­na con la heroína romántica.
Nació en 1884 en un pueblecito de Auvernia y era hija de unos campesinos acomodados. Tierra dura y clima no menos duro, de hombres recios, curtidos por los vientos y las nieves. Región montañosa y lacustre, no carente de belleza ni de dulzura en sus paisajes. He visitado algunos de esos lagos rodea­dos de pinares y hasta he trepado por las faldas llenas de matas y zarzas de algún montecito, simplemente por visitar las ruinas de un pequeño castillo. Clermont-Ferrand, la capital, es la un­décima población de Francia. Tiene un barrio antiguo muy in­teresante y una catedral un tanto austera, con hermosas vidrie­ras góticas. Pero lo que tiene más interés, arquitectónicamente hablando, es el románico regional que tiene su sello propio, como la Basílica de Notre Dame du Port, que data de los si­glos XI y XII. Como todos los edificios de la ciudad, está cons­truida con una piedra oscura y gris de origen volcánico. La parte del ábside, vista por fuera, reproduce la forma de cruz del interior cuyos brazos tienen las extremidades redondeadas. Los tejados que las coronan, a juzgar por su color, son de pizarra. En su interior abundan pequeñas columnas que dan a la igle­sia un vago aspecto de mezquita islámica. Por lo demás, Cler­mont-Ferrand es una ciudad industrial con un aire de cierta tristeza.
Fue la patria del primer héroe de Francia: Vercingetorix. En lo alto del Puy-de Dóme pueden verse aún las ruinas de un templo romano que está dedicado a Mercurio. En la cima de dicha montaña Pascal realizó sus descubrimientos sobre la pre­sión atmosférica.
Cerca de Clermont-Ferrand se halla una pequeña ciudad muy agradable y mucho más risueña: Royat; y cerca, también, dos estaciones de reposo para enfermos de vías respiratorias: la Bourboule y Mont-Doré. Estas ciudades aprovecharon unas antiguas termas romanas para instalar sus establecimientos cu­rativos. Por lo visto, los romanos habían descubierto el poder de aquellas aguas y lodos para las enfermedades de pulmón. Actualmente les hacen respirar a los enfermos, además, gases un tanto salubres en una especie de lavabos especialmente ins­talados para las inhalaciones. Las salas se llenan de vapores y los enfermos, cobrando un vago aspecto fantasmal, se pasean casi sin verse, vestidos con unos grotescos pijamas.
Mi madre no nació en Clermont, sino en un pueblecito cercano llamado Vic-le-Comte, que posee un pequeño castillo, una calle medieval con sus fachadas de madera y sus pisos altos sobresaliendo de los bajos y una iglesia románica cuyo ábside fue declarado monumento nacional. El pueblo, en general, ca­rece de interés y de belleza. Las casas son de piedra menos oscuras que las de Clermont y su arquitectura carece de ima­ginación.
A mi abuelo, Françoise Gauthier, no llegué a conocerlo. Murió en 1911. De él poco se hablaba en la familia; no debió dejar muy grata memoria. Como buen auvernés, era aficionado a empinar el codo. Recuerdo vagamente haber visto de niña una foto suya; tenía el típico rostro de la región: ancho, con las mejillas bien coloreadas, carilleno, ruda expresión y hermosos mostachos.
Mi abuela era una mujer más bien bajita, de rostro y ojos redondos y nariz un tanto respingona, nariz que, aunque algo más estilizada, heredó mi madre y su hermana menor, mi prima y mi hermana... «Le nez á la Mallye», como acostumbrábamos decir en la familia, pues Marie Mallye era el nombre de la abuela.
Entre sus conciudadanos tenía fama de ser inteligente y «entender mucho de política»... Yo me pregunto hasta dónde podían llegar los conocimientos políticos de una mujer sin gran cultura, de familia modesta y que prácticamente no había sa­lido del pueblo. Era, según cuenta mi prima Guite, una mujer de carácter autoritario, lo que en Francia se llama «une maitres­se femme». A su hija menor, Marie, que quedó viuda muy joven con dos niños durante la guerra del 14, la tuvo bajo su protec­ción hasta su muerte. La pobre tía Marie parece ser que tenía una manera de ser muy difícil; carecía de personalidad y vivió una existencia gris hasta que falleció la autoritaria «grand mére».

miércoles, 27 de octubre de 2010

RETAZOS DE LA VIDA DEL GENERAL CASTELLÓ - 11

Fotografía cedida por Isabel Krsnik Castelló. General Castelló con uniforme de gala.

Alfonso XIII entendía el gobierno de una manera muy per­sonal y algo frívola. Hubo un tiempo en que los jefes de Go­bierno acostumbraban ceder a todas sus decisiones. Maura fue, por lo visto, el primero que se atrevió a contradecirlas. Parece ser que al presentarle al Monarca su primera lista de gobierno, acostumbrado como estaba a quitar y poner ministros a su an­tojo, quiso hacer algunas modificaciones:
-«A éste no lo co­nozco.»
-«Pero yo sí, es de mi absoluta confianza.»
-«En su lugar preferiría que pusiese usted-jamás lo tuteó- a... »
A la tercera observación tomó don Antonio la lista en sus manos y, resuelto, expresó:
--«Búsquese Su Majestad otro Jefe de Gobierno.»
Un detalle que revela muy bien el sentido del humor del Rey fue un incidente que tuvo con Mola, quien tenía entonces ideas republicanas (como el general Queipo de Llano y otros generales que luego se sumaron al Movimiento). Mola, al ascen­der a General, no fue a cumplimentar al Rey como era la cos­tumbre. El Monarca, si hizo algún comentario, fue en privado; pero he aquí que el General Mola fue nombrado Director Ge­neral de Seguridad y esta vez sí que no tuvo más remedio que visitar al Rey. Este le acogió muy bien y le dijo simplemente: «Encantado de conocerte mi General, aunque sea de paisano.»
Berenguer era general en Jefe de África y General de la Co­mandancia de Melilla. Sin fuerzas suficientes en retaguardia, comenzó un avance y adelantó posiciones. Había solicitado la creación de un grupo de Regulares de Alhucemas y el Ministro, vizconde de Eza, le negó los recursos necesarios. La última po­sición creada fue Albarrán, con una compañía, una sección in­dígena y una batería que la misma tarde de instalarla, por deserción de los indígenas en connivencia con el enemigo, fue tomada por los moros; que se la llevaron y pasearon por los zocos con ánimo retador.
Los espíritus estaban ya caldeados por las arengas de Ab­del-Krim y estalló la insurrección. Comenzaron a caer las po­siciones y los soldados, en su carrera hacia la retaguardia, en­contraron el desfiladero de Annual ocupado por los rebeldes. El General Silvestre, que acudió rápidamente, murió en Annual.
Los que se refugiaron en las posiciones de retaguardia fueron sitiados y exterminados. Igual suerte corrieron los que se re­fugiaron en Monte Arruit. La Comandancia General de Melilla dejó de existir en pocos días.
España movilizó sus fuerzas y comenzó la dolorosa recon­quista, costosa en dinero y vidas.
La prensa inició una dura campaña exigiendo responsabili­dades. El General Picaso fue nombrado Juez Instructor de una investigación que dejó disponible al General Berenguer. Cayó el Ministerio y se nombró sustituto al señor La Cierva. El pro­ceso fue largo y en él se declaró y trató como presuntos reos de delito al General Berenguer y a muchos jefes. Berenguer fue condenado a muerte.
Las opiniones estaban divididas: unos eran duros contra los militares, otros con los políticos, pues consideraban que no habían dado la ayuda necesaria a la hora de consolidar las posiciones. Se hacían críticas al Rey, a quien achacaban inje­rencias en la política y dirección de las operaciones a través del General Silvestre, ayudante suyo. Decíase que Berenguer, muerto Silvestre, encontró en su despacho documentos que co­rroboraban aquella correspondencia que fue cuidadosamente recogida y enviada al Rey.
En 1925 mi padre ascendió a Coronel por méritos de la gue­rra de Marruecos. Había trasladado a su mujer, Margarita Gauthier, y a su hija mayor a vivir con él.

lunes, 25 de octubre de 2010

RETAZOS DE LA VIDA DEL GENERAL CASTELLÓ - 10


-"¿Qué te ha pasado para estar dos años disponible?"
-"Señor, he estado todo ese tiempo en las Juntas de Defensa."
Entonces salió y canceló todas sus audiencias del día, luego regresó y:
-"¿Qué pasa en Infantería?" -inquirió, vivamente inte­resado.
-"Lo principal es el descontento por los méritos de guerra y los destinos."
-"¿Y qué arreglo encontráis para ello?"
-"Para los destinos, que sean por antigüedad, formular una papeleta solicitando ocho; llegada la vacante, el primero que la hubiese requerido, la conseguiría. Los mandos del Cuer­po son del Rey. Para los empleos por méritos de guerra, nom­brar un Juez que instruya un expediente en pro y en contra; el Juez emite su parecer y lo pasa al Consejo Supremo, el cual, una vez aprobado, lo entrega al Ministro y éste lo remite a las Cortes en forma de proyecto de ley."
El Rey quedó suspenso un momento, luego dijo:
-"Dile a tus compañeros que así se hará."
Y así se hizo la Ley de Bases de 1918. Posteriormente el Mi­nistro La Cierva llevó el Directorio del Arma de Infantería al Ministerio de la Guerra en forma de Junta consultiva. Las Jun­tas de Defensa habían muerto.»
Varios años estuvo mi padre en Madrid. Años de vida pla­centera. Allí cambió la Semana Santa y las Ferias por la ópera, la zarzuela y las cupletistas de la época, entre las cuales una de sus preferidas era la famosa Raquel Meyer. Solía irse a pri­mera fila del patio de butacas provisto de un cuadernillo y una pluma estilográfica para tomar la letra de las canciones. Una noche Raquel, entre copla y copla, se le acercó y desde el es­cenario le dijo:
-«No se moleste en tomar la letra de las canciones, las tengo impresas; espéreme a la salida y se las daré.»
Así lo hizo con una preciosa sonrisa. Aquel folleto se con­servaba en casa; cada canción estaba ilustrada con una foto de Raquel.
La ópera, como es natural, era otra cosa; para ir a ella se vestían de punta en blanco. Mi padre tenía un palco con algu­nos amigos, todos ellos socios de la Gran Peña.
Antes del espectáculo tenían la posibilidad de observar a la aristocracia con sus damas enjoyadas y emplumadas con «aigrettes» y abanicos de avestruz. Un portero uniformado y solemne, con una alabarda en la mano, iba anunciando a las diferentes personalidades que entraban. Cuando llegaban ellos, sin perder su empaque ni su seriedad, el portero anunciaba: «Un grupo de señores socios de la Gran Peña.» Estos pasaban luego a ocupar sus puestos en el palco, mas como eran ocho, cada acto le tocaba a uno oírlo de pie. Los verdaderos aficio­nados y entendidos, todo el mundo lo sabía, estaban en el «pa­raíso» provistos de las partituras. A ese público y no al elegante de los palcos y patio de butacas temían los cantantes, pues de sus aplausos o pateos podía depender el éxito de una obra.
A veces tenía mi padre que hacer guardia en Palacio y de los breves contactos que mantuvo con el Rey nació en él una pro­funda simpatía hacia el Monarca. Solía decir que si como Rey se podía discutir su figura, como persona poseía grandes cua­lidades. Nadie podría negarle un gran sentido del humor y va­lentía, cualidades sin duda muy borbónicas, pero también ha­bía heredado la debilidad de dejarse influir por los demás.
Por quien mi padre sentía una gran admiración era por la Reina madre, doña Cristina, a tal punto que le oí decir que más que a su marido, en cuyo breve reinado poco más hay para se­ñalar que su humanitaria y valiente actuación cuando el cólera de Aranjuez, él habría dedicado el monumento del Retiro a doña Cristina. Y relataba un episodio que bien podría servir de lección a muchos gobernantes: en cierta ocasión un Minis­tro se quedó sorprendido al verla leyendo un periódico socialis­ta y, al manifestar su asombro, ella le contestó:
-«Claro, lo bueno que ocurre en España ya me lo cuentan ustedes... quiero saber también lo malo y lo que opina la opo­sición.»

sábado, 23 de octubre de 2010

RETAZOS DE LA VIDA DEL GENERAL CASTELLÓ - 9


Hízose en Andalucía un plebiscito y, casi por unanimidad, resulté elegido delegado.
Barcelona, en el mes de julio, había pasado por una huelga revolucionaria y una sedición militar.
El día que llegué fui, como los otros, a presentarme al Co­ronel don Benito Márquez, presidente de la Junta. A todos los delegados nos citaron en el pabellón del coronel y allí presenta­mos nuestras credenciales. El coronel concedió la palabra al Capitán Leopoldo Pérez Pala, el autor del Manifiesto. Su figu­ra apenas si era conocida; era un tipo extraño y daba la impre­sión, por su vestimenta, de que se trataba de un bohemio o un revolucionario. Inspiraba respeto. Comenzó a hablar quedo pero, al mismo tiempo, en un tono rudo tajante. Todo era sin­cero en él. La soberbia brotaba de sus palabras, se hacía luz. El Manifiesto en sus labios tomaba vida. Dejó muy en claro que él amaba el Arma y que la consideraba la base sustancial del Ejército; creía que debía ser la cantera de la que saliesen los generales. «Quien lleva el peso de la batalla -decía- debe te­ner el máximo de los honores y recompensas; la labor de las otras armas es sólo accesoria.» Hizo a continuación una catili­naria contra Artillería e Ingenieros, a quienes llamaba «masó­nicos y jesuíticos». Planteó luego el asunto de los méritos de guerra. Se manifestó en un principio partidario de la "escala cerrada" pero propuso un plebiscito del Arma y, caso de triun­far el criterio de la "escala abierta", hacer un expediente con un Juez, escuchar votos en pro y en contra, enviarlo al Consejo Supremo, luego Ley en Cortes. El Arma aprobó este sistema y fue la Ley de Bases. La razón que adujo para la toma de esta medida fue el favoritismo entronizado en el Ejército. Respecto del asunto de los destinos expresó que siempre el que carecía de influencias iba a los peores destinos, por lo cual proponía que éstos fuesen solicitados por papeletas y la fecha de las mismas fuese la que determinara la obtención de la solicitud.
Por último, habló sobre la gestación de las Juntas: éstas habían tratado de tantear a los jefes de los partidos políticos para solicitar su apoyo y ofrecer el nuestro. Supimos que no habían sido recibidos por Maura, que los había escuchado Cambó y había aceptado Cierva. No habían visitado a los republica­nos, pero éstos les habían enviado emisarios para poner a su disposición sus huestes con el objeto de derrumbar a la Mo­narquía. (El movimiento revolucionario de Besteiro, Saborit, Largo Caballero, fue posterior al Manifiesto; a no dudar, éstos creían que la guarnición de Barcelona se declararía neutral, pero cuando se impuso el Estado de Guerra, la Junta cumplió con su deber.)
Los delegados oíamos atónitos esta intromisión de la Junta en la política. Cuando nos vimos fuera del local me reuní con Rafael Valenzuela, Rafael Duyós y Campoangulo. Cambiamos impresiones y acordamos dar nuestra aprobación a la parte militar y un voto de censura a la actuación política que nos ponía fuera de nuestra misión para cuya actuación no estába­mos preparados y que nos acarrearía la enemistad de los par­tidos políticos que no apoyásemos. Acordóse decirles que el Ejército es órgano apolítico creado para la defensa de la Patria -y del orden, sea cual fuese el gobierno que los dirigiese. Veinte días duraron las sesiones, de las cuales dimos cuenta a nuestras Juntas. Yo emití mis opiniones, que ya estaban contrastadas por los otros comandantes. Mi Junta de Sevilla las hizo suyas y, puestos de acuerdo con las otras regiones, se pudo suprimir la Junta Central de Barcelona y constituir un Directorio del Arma en Madrid con un Presidente votado por todos y un Vocal por cada región militar. Yo fui designado por la Segunda Re­gión. Reunidos en Madrid, conviví con los demás dos años: hicimos algunas cosas útiles y algunas innecesarias. Por nues­tras oficinas desfilaron jerarcas de la milicia, unos para co­nocernos, otros para cambiar impresiones, otros para darnos consejos. En el reglamento estaba dispuesto que cada dos años se renovase la mitad de la Junta. En el primer sorteo me tocó salir; nos habían dado derechos preferentes para elegir el des­tino que deseásemos. Fui destinado al Regimiento de León de Madrid. En la Monarquía era norma que cuando un Jefe era destinado a un Cuerpo armado debía solicitar audiencia al Rey. Así lo hice. El Rey me recibió. Su primera pregunta fue:

jueves, 21 de octubre de 2010

RETAZOS DE LA VIDA DEL GENERAL CASTELLÓ - 8


II

«Corría el año 1905, en Barcelona; el diario "Cu-Cut" había lanzado palabras injuriosas contra el ejército; un grupo de ofi­ciales asaltó la redacción y arrojó por la ventana todo el ma­terial de imprenta. La guarnición se hizo solidaria con este hecho. Hubo revuelta periodística.
En Sevilla se reunieron en el Casino Militar, por orden del presidente don Ramiro Ortiz de Zárate, todos los jefes y oficia­les de la guarnición.
El Capitán General Luque, enterado de ello, mandó cerrar las puertas del Casino y se comunicó por teléfono con los co­roneles de las guarniciones de Andalucía; Zárate manifestó que contaba con la conformidad de ellos y que había puesto un te­legrama al Gobierno expresando que el Segundo Cuerpo de Ejército, con su General al frente, estaba al lado de la guarni­ción de Barcelona.
Cayó el gobierno Moret y asumió el Ministerio de Guerra el General Luque. Así terminó aquel asunto y yo, que tenía veinticinco años reflexioné: "Hemos cometido un acto de se­dición".»

Mi padre continuó en Sevilla hasta que en 1909 tuvo que marchar a la guerra de Marruecos.

Destinado mi padre a Madrid, vivía en una pensión de la calle de Las Torres. La dueña, Isidora, se destacaba en el arte culinario. Además de la atención de la pensión, seguía siendo la cocinera de un marqués, uno de aquel entonces que al título unía la fortuna, los criados de librea y el tiro de caballo. Isidora era un verdadero «cordon bleu». Un día el marqués hizo una apuesta con una amiga suya tras haber discutido quién tenía mejor cocinera. Durante un mes estuvieron comiendo y cenan­do en ambas casas. Ganó la apuesta el marqués: Isidora, duran­te ese mes, les sirvió, entre otras cosas, un plato distinto de huevos cada día. Como su amo tenía invitados a diario, bien a almorzar, bien a cenar, no era raro que sobrase comida y los restos de estos suculentos platos Isidora podía llevárselos, con lo cual en la pensión se comía opíparamente. Al morir el mar­qués, en su testamento no olvidó a su excelente cocinera y le dejó una cifra considerable de dinero, que unido a los ahorros del matrimonio les permitió inaugurar un hotel al que le dieron el nombre de una de sus hijas: Mercedes. Acabaron siendo los dueños de un hotel de primera categoría, el Alfonso XIII.
Cuando comento con personas de aquella época lo que ga­naba mi padre siendo teniente, 150 pesetas al mes, sobre todo si estas personas son modestas, generalmente exclaman:
-«¿Pero usted sabe lo que eran 150 pesetas de entonces?»
-«Pues bien -contesto yo- treinta duros era exactamente lo que costaba la pensión en casa de Isidora.»
-« ¡ Pues sería magnífica ! » -y acto seguido comienzan a enumerar lo que se podía adquirir por un duro. La lista resulta inacabable; un duro, un famoso duro de aquel entonces era también lo que costaba comer en un buen restaurante, y lo sé porque recuerdo haberle oído contar a mi padre que él y otros compañeros, tras vacilar mucho, un primero de mes, con la paga recién cobrada, decidieron echar una cana al aire y comer en un restaurante muy bueno cuyo menú costaba precisamente ese dinero. Imagínense a cuatro oficiales, en la flor de la edad, que van a gastarse un duro en comer. Pedían cuatro raciones y las fuentes volvían vacías a la cocina. Al terminar el almuerzo se les acercó un señor con una botella de Champagne: era el dueño. «Es la primera vez -dijo con satisfacción- que en mi restaurante regresan vacías las fuentes a la cocina; para mí esto es un honor y vengo a invitarlos a tomar una botella de Champagne. »
«A comienzos de 1917, estando en el regimiento de Soria de Sevilla llegó un emisario de Barcelona. No estaba muy claro qué nos quería imbuir, parecía lamentarse de que Artillería, Ingenieros y E.M., debido a su unión, nos impusiesen su in­fluencia mientras que nosotros, con nuestras rencillas, éramos la Cenicienta del Ejército. Proponía la constitución de una Jun­ta que aunase los intereses de todos. Mis compañeros oían con absoluta indiferencia. Nuestro visitante se fue desalentando. Al poco tiempo el Gobierno debió enterarse de lo que se trama­ba. El General Luque, que estaba de Ministro, no quiso actuar y dimitió; fue sustituido por el General Aguilera. Este dio orden al General Alfau, que mandaba la 4ª Región, para que metiese en Montjuich a la Junta de Barcelona. La noticia corrió como la pólvora y lo que no habían conseguido los emisarios lo con­siguió el castigo. El Arma de Infantería se levantó entera apo­yando a los presos. Cayó el Gobierno y entró otro conservador, el Marqués de Estella, quien relevó a Alfau sustituyéndolo por el General Marina. Puso éste en libertad a los detenidos de la Junta y publicó un célebre Manifiesto a través del cual nos enteramos de lo que se trataba y nos apresuramos a firmar el reglamento. En Madrid se constituyó una Junta de Caballería y supimos que el Rey había aconsejado a sus familiares que lo firmasen, tanto aquél como el nuestro. Acatado el estado de cosas, la Junta de Barcelona invitó a las once regiones militares a constituir Juntas Regionales y a enviar un delegado de cada una de ellas a Barcelona con el fin de unificar posiciones y criterios.

martes, 19 de octubre de 2010

RETAZOS DE LA VIDA DEL GENERAL CASTELLÓ - 7


Otro de los profesores era Manuel Lucas Pomares. Con una carrera poco brillante, casado y cargado de hijos; los unifor­mes de este pobre oficial dejaban bastante que desear, lo que él achacaba a los escasos treinta duros de sueldo que ganaba al mes. Un día de los Inocentes aparecieron los siguientes ver­sos, escritos con letra de molde y clavados con chinchetas a la puerta de la clase:

Nadie es más feo que él.
Manuel.
Pronto gastará peluca.
Lucas.
Cargado de costillares,
Pomares.
En salsa de calamares
debió tener su guerrera.
Esta es la figura entera
de Manuel Lucas Pomares.

El Regimiento número 9 de Sevilla fue el primer destino de mi padre. Allí vivió unos años placenteros alternando con la mejor sociedad sevillana. En la ciudad del Guadalquivir las clases so­ciales estaban muy delimitadas. Para tener acceso a las capas altas había que poseer un título, tener alguno en la familia... o ser militar, carrera entonces muy mal pagada pero que goza­ba de un gran prestigio. Dentro del círculo de la alta sociedad había otro sector más cerrado aún del que un buen amigo de mi padre, sevillano él, solía decir;
-«Luis, para entrar ahí hay que ser por lo menos primo hermano de Jesucristo.»
Mi padre vivió muchos años en el hotel París, que era uno de los mejores de la ciudad.
Era entonces muy elegante. Tenía su propio caballo (lujo que no podían permitirse todos los oficiales de Infantería). Era una jaca a la que llamaba «Naná» en recuerdo de la heroína de la novela de Zola. Mi tío le enviaba la parte proporcional de las rentas de la finca, lo cual le daba la posibilidad de hacer un papel airoso en medio de aquella sociedad aristocrática y opulenta. De cuatro invitaciones aceptaba dos, pues sabía que no podía corresponder más que a una.
La gran distracción de las jovencitas sevillanas a comienzos de siglo consistía en ir a pasear en coche cubierto por el Parque María Luisa al caer la tarde. Iban acompañadas de su ma­dre o de la «carabina». Allí las rondaban los galanes a caballo y por ello merecía la pena cualquier sacrificio. Es anecdótico el caso de unas señoritas económicamente venidas a menos a quienes su padre puso en la alternativa de comer patatas todos los días y conservar el coche o prescindir de este último. Opta­ron por las patatas...
Cuando llegaba la feria, los jóvenes sevillanos tenían la oca­sión de acercarse a la dama de sus pensamientos. Previamente, durante la Semana Santa, las señoritas «bien» solían colocarse tras una mesa petitoria en compañía de unas señoras muy se­rias y los galanes, para que ellas se dignasen dedicarles una media sonrisa, tenían que soltar sobre la bandeja tres o cuatro duros. Al llegar la Feria, si la joven en cuestión tenía algún hermano, éste decía a sus amigos que se pasaran por su caseta. Cada caseta suponía un ramo de flores para la mamá y otro para la jovencita. A la tercera caseta que se visitaba se había terminado la paga del mes.
Finalmente se celebraba un magnífico baile en el Círculo de Labradores, lo más elegante de Sevilla. En sus salones se podía invitar a las jóvenes a bailar un rigodón o unos lanceros, ya que el «agarrado» no era de buen tono en una señorita. Decla­rarse a una de ellas requería todo un ceremonial. En el baile del Círculo de Labradores, entre rigodón y lanceros, se podía un joven insinuar. Luego venían las cartas; a la primera no se debía contestar y lo mismo ocurría con la segunda. El galán tenía que insistir y enviar la tercera. La respuesta solía ser eva­siva... se hablaba en ella de la no muy completa conformidad de los padres a las relaciones, pero se dejaba una esperanza.
« A mí cuando no me contestaban a la primera me encogía de hombros y daba por zanjado el asunto...
Probablemente me perdí muy buenos partidos... Además me daba por pretender a las recién puestas de largo. ¡Y tenían unos humos!»
Solía presumir de haber recibido muchas «calabazas» y, con su habitual buen humor, comentaba que había salido a flote en la vida gracias a ellas. Sabía perder con elegancia.
Tuvo un amor muy romántico. Se enamoró platónicamente de una joven y llegó a alquilar un piso cuyas ventanas daban a la misma calle que la de la dama de sus pensamientos. Puso visillos y una butaca junto a una de las ventanas y allí se pasa­ba las horas muertas haciéndole silenciosas señales con la mano. Su dama, un buen día, dio por finalizado el idilio. Mi padre recibió una carta que ponía punto final a su amor: «Con gran desconsuelo de mi corazón y contra mi voluntad he de decirle que mis padres se oponen terminantemente a nuestras relaciones.» ¿Motivos? Jamás los supo, pero probablemente aquel romance dejó un recuerdo imborrable y lleno de nostal­gia en su alma.
Pretender, como él pretendía en broma, que sólo había re­cibido calabazas, es algo difícil de creer.
Tuvo relaciones con una prima hermana suya, Cándida, her­mana de José Castelló del Olmo. A éste, por quien sentí un en­trañable cariño, le pregunté un día:
-«¿Es verdad que papá y tía Cándida fueron medio no­vios?»
-«No... fueron novios formales.»
-«¿Y por qué riñeron?»
-«Por cualquier tontería... tu padre tenía mucho genio, mi hermana también... chocarían... Y luego, por amor propio, ninguno querría dar su brazo a torcer.»
Tía Cándida terminó casándose con un señorito de pueblo aficionado a la bebida. Los claros del día se los pasaba en el casino de Constantina y por la noche regresaba a su casa con media trompa. No tuvieron hijos. Tía Cándida fue muy guapa y muy gastadora, así que al quedarse viuda se encontró con que entre los dos habían dilapidado una fortuna muy decente. Siem­pre admiré a tía Cándida; tenía una cultura que dejaba bastan­te que desear y, sin embargo, fue capaz de ponerse a trabajar y ganarse la vida. Tuvo una colocación en una fábrica de per­fumes, luego estuvo de institutriz de una niña subnormal y cuando la conocí, ya pasados los sesenta años, trabajaba en las oficinas de un Sindicato. Iba siempre primorosamente ves­tida y maquillada. No sé cómo se las había arreglado para qui­tarse años y facilitar así su empleo. Con la edad había perdido su juvenil esbeltez pero conservaba un cutis admirable. Mi prima Dolores, la hija de tío Pepe, me contaba que cuando vivía en su casa, se levantaba casi de madrugada para tener tiempo de arreglarse y seguir aparentando esos diez años me­nos que había escamoteado en el Sindicato. Lo más admirable es que cuando se convocaron las oposiciones tía Cándida pidió a Dolores que le enseñase matemáticas. Con mucho más de se­senta años se puso a estudiar quebrados, regla de tres, álgebra y la ley de Sindicatos. ¡Y aprobó las oposiciones! Pese a la re­baja que se había hecho en la edad, llegó un momento en que alcanzó la del retiro. La última vez que la vi me dijo que como le quedaban pocos años de vida había empezado a romper car­tas y fotografías que después de muerta no le interesarían a nadie. Tras su fallecimiento comenté con
su hermano esta con­versación:
-«Pues... no... no rompió todas las cartas, conservaba aún la de tu padre felicitando a mi madre por mi medalla militar... »

lunes, 18 de octubre de 2010

LA VILLA SANTIAGUISTA DE GUADALCANAL


La Diputación Provincial de Sevilla, en su nota de prensa del pasado 8 de octubre, informaba de los ganadores del Concurso de Monografías "Archivo Hispalense", del presente año, que promueve desde su área de Cultura e Identidad.

En la sección de Historia, ha sido premiado con accésit, Manuel Maldonado Fernández, con el libro "LA VILLA SANTIAGUISTA DE GUADALCANAL", dotado con un premio de 1.055 euros, y la próxima publicación del libro.

Desde aquí, queremos hacerle llegar a Manuel Maldonado nuestra felicitación por el premio conseguido, que permitirá a muchos lectores conocer la historia de Guadalcanal, dentro de la Orden de Santiago.

El libro está compuesto por nueve capítulos y cinco anexos, recogidos en casi trescientas páginas.

Manuel Maldonado Fernández, natural de Trasierra (Badajoz), Licenciado en Ciencias Biológicas y Catedrático de Biología y Geología en el IES “San Isidoro” de Sevilla, donde ha desarrollado la mayor parte de sus treinta y seis años de docencia.
Como historiador lleva varios años dedicados al estudio de la Orden de Santiago, especialmente centrados en Llerena y su partido histórico, en el que se encuadraba Guadalcanal hasta 1835. Estas investigaciones han dado como fruto la publicación de varios libros sobre la Historia de los pueblos santiaguistas de Casas de Reina, Llerena, Reina, Trasierra, Valencia de las Torres y Valverde de Llerena.
Asimismo colabora en publicaciones especializadas de ámbito nacional y autonómico, como la Revista de Estudios Extremeños, Archivo Hispalense o Chrónica Nova. En ellas se abordan aspectos que se han particularizado y desarrollado en numerosos Congresos, Jornadas y otros eventos interesados en la Historia de la Orden, sus pueblos y su gente, así como en más de setenta artículos publicados en la revista de Feria y Fiestas de Guadalcanal, y en las equivalentes de los pueblos santiaguistas del entorno de Llerena.
Su relación con Guadalcanal, aparte la propia de la proximidad geográfica, ya se inició en su infancia con la asistencia a la populosa feria ganadera del Coso, allá por los años cincuenta, continuando en su juventud con visitas periódicas a sus magníficas instalaciones deportivas. Ahora, en la madurez, continúa esta relación especialmente atraído por su voluminoso e interesante Archivo Histórico Municipal, al que ha visitado en más de cien ocasiones durante los últimos nueve años y al que considera uno de los mejores de los pueblos que en su día pertenecieron a la Orden de Santiago.
Estas visitas han servido, además de ampliar conocimientos sobre la Historia General de dicha Orden, para publicar varios artículos en la Revista de Feria y Fiestas Patronales de Guadalcanal.
Aparte estas publicaciones en la revista local, ha difundido el nombre y la Historia de Guadalcanal más allá de su entorno inmediato, gracias a otros artículos publicados en libros y revistas de mayor difusión. Son los casos de los estudios titulados:
“La encomienda santiaguista de Guadalcanal”, publicado en la Revista de la Diputación Provincial de Sevilla (Estudios Hispalenses) en el año 2002.
“La feria de Guaditoca”, publicada en las Actas del Congreso Internacional “550 Feria de San Miguel”, Zafra, Septiembre de 2004.
Agradecemos a Manuel Maldonado este importante trabajo que ha realizado, que permitirá a nuestros jóvenes conocer una parte importante de la historia de Guadalcanal.

Sin embargo, los responsables políticos del Ayuntamiento de Guadalcanal, han hecho todo lo posible para que este libro no se publicara.

Quisiéramos hacer un poco de historia sobre este tema, que nos ha hecho pasar vergüenza ajena, por el comportamiento del Alcalde y la Concejal de Cultura.

En las Jornadas Patrimoniales de Santiago y Santa Ana del año 2009, el entonces concejal de Patrimonio Eduardo Cordobés, después de la magnífica charla que Manuel Maldonado realizó sobre la Orden de Santiago, seguida con muchos interés por los numerosos asistentes, le solicitó la redacción de un libro sobre el tema, a lo que el señor Maldonado se comprometió.

Eduardo Cordobés realizó la gestión con la Diputación Provincial de Sevilla y meses después se entregó el libro, que previa aclaración de algunos puntos, quedó listo para pasar a la imprenta. Sin embargo, como la burocracia tiene sus cosas, la Diputación solicitó un escrito del Ayuntamiento, antes de iniciar la edición del libro.

Lo que parecía lo más fácil, por motivos políticos, se convirtió en un problema de difícil solución. Llevado a un pleno en una propuesta de PSOE, en el mismo se aprobó la propuesta de enviar el escrito por unanimidad (sólo estaban los ediles del PP), pero quedamos sorprendidos al ver una copia del acta meses después, donde se había cambiado la aprobación por un redactado en el que condicionaba el envío del escrito a que la Diputación publicara antes dos libros que el Ayuntamiento había solicitado. (ver copia del acta en la fotografía).

Vergüenza ajena tenemos que sentir, ante la actitud de los responsables actuales de este Ayuntamiento, que después del trabajo realizado por Manuel Maldonado, echaran por tierra el libro de esta persona, que tanto ha hecho por difundir la historia y el nombre de Guadalcanal.

Como dice el dicho; "no hay mal que por bien no venga", el libro al final se va a publicar, con una mayor difusión en los medios de comunicación, llegará a las bibliotecas de Andalucía, y Manuel Maldonado se va a ver premiado por el trabajo realizado, con la dotación económica del premio.

domingo, 17 de octubre de 2010

RETAZOS DE LA VIDA DEL GENERAL CASTELLÓ - 6


-«En medio del desorden de la casa paterna -le oí contar a mi padre- aprendimos mi hermano y yo a ser ordenados en la administración de nuestros bienes.»

«Castelló Pantoja, Luis. Fecha de nacimiento: 26-03-1881. Fecha de la R. O. de ingreso: 04-08-1889. Salida de la Academia; número de promoción 116. Fecha de la R. O. de ascenso a ofi­cial: 14-04-1902. Cuerpo a que fue destinado: Regimiento de Soria Nº 9, Sevilla.»
Entró mi padre con dieciocho años en la Academia de In­fantería de Toledo. Fueron duros años de aprendizaje, pues además de la severa disciplina, el vetusto edificio carecía del menor confort; pese a los gruesos muros, ni un brasero para calentarse en invierno y un calor sofocante en verano. Los ca­detes eran despertados al alba. Tenían varias horas de estudio en unas mesas despacho que estaban frente a las camas. Les permitían envolverse las piernas con una de las mantas y se iluminaban con velas cuyos cabos se jugaban a las cartas y que, empalmados unos con otros, daban un poco más de ilu­minación. No era de extrañar que entre la hora temprana, la semipenumbra y el frío, a más de un alumno acabase por en­trarle el sueño y dormitase. El vigilante avanzaba entonces con pasos sigilosos, daba unos golpecitos en el hombro del durmien­te y castigaba al caballero cadete a seguir estudiando de pie. Para evitar este cruel castigo los alumnos cortaban cabezas de cerillas y las esparcían por el suelo y así conseguían escuchar los pasos del vigilante, despertarse y eludir la sanción. Luego llegaba la segunda penitencia: pasar a los lavabos. Cómo esta­ría de fría el agua que, las mañanas de invierno, un asistente tenía que subir a la cisterna y romper la capa de hielo que se formaba en ella e impedía que el agua circulase por las cañerías. Un compañero de mi padre, el futuro marqués de Camarasa, provisto de jabón, manopla, esponja y toalla, antes de comen­zar sus abluciones metía con cautela un dedo en el agua, movía negativamente la cabeza y mojando entonces la punta de la toalla se restregaba cuidadosamente los ojos. Para completar la higiene disponían de los baños públicos donde, por un real, tenían agua caliente, jabón y toalla. Los solían utilizar una vez por semana.
Tras el aseo venía el desayuno: café con leche y migas en abundancia. Seguían las clases teóricas y prácticas hasta la hora de almorzar. Los domingos, previo aviso, podían salir a comer fuera y no regresar hasta la hora de la cena.
Hablaba mi padre de un profesor de matemáticas muy di­vertido que trataba a los alumnos con una especie de paternalismo cargado de ironía. Usaba con frecuencia el apelativo «bonito -precioso»... calificativo poco usual en una Academia Mi­litar.
-«Vamos a ver, ¿qué es lo que no has entendido? Eso de que A más B, menos C igual a D, más E... bonito-precioso: te lo voy a explicar... para eso estoy yo aquí, para eso me paga tu padre.»
Pero si el alumno no comprendía rápidamente y tenía que repetir dos y hasta tres veces su explicación, su paciencia aca­baba terminándose y exclamaba:
-« ¡ Ay, bonito-precioso! ¡Qué lástima que una nube de mier­da no cayese sobre nuestras cabezas y nos aplastase!»
Un domingo le tocó a este oficial quedarse de guardia. A me­dia tarde, una señorita de voz aflautada preguntó por teléfono por él y se presentó como Niní, hermana de uno de sus alum­nos; solicitó permiso para que aquél se quedase no sólo a cenar sino a dormir en casa de sus padres.
-«No faltaría más, tratándose de usted... »
Pero al regresar a la mañana siguiente el cadete vio cómo el profesor de matemáticas lo miraba con divertida ironía y acercándose a él le decía con voz aflautada:
-«Soy Niní... la hermana del alumno X... Pero bonito-precioso... ¿Tú crees que no te reconocí cuando me llamaste? Lo que pasa es que comprendí que tenías ganas de correrte una juerguecita... y por una vez... »

viernes, 15 de octubre de 2010

GUADALCANAL, PUEBLO VIVO - 9

Esta novena entrega está dedicada íntegramente, a la Romería de la Virgen de Guaditoca. Acompañaremos a los romeros por el camino de la ermita, en la romería de septiembre del año 1990.



RETAZOS DE LA VIDA DEL GENERAL CASTELLÓ - 5

Leonardo Castelló, natural de Guadalcanal y que pasó su vida en Filipinas. La imagen debe datar aprox. de 1870-1880. (fotografía cedida por Isabel Krsnik Castelló)

-«Don Leonardo... mire usted la piedra que me he encon­trado.»
-«Es muy interesante... te lo agradezco mucho.»
-«El caso es, don Leonardo, que yo venía a ver si usted podía...» Y seguía la petición de dinero.
-«Coño! ¡No venís más que a eso! Bueno. ¿Cuánto nece­sitas?»
Daba el dinero, le hacía firmar un recibo al sablista... y allí se quedaba el papel olvidado bajo una piedra y mucho polvo, pues jamás consentía que asearan su sacrosanto despacho.
¿Qué escribía? Versos, más o menos jocosos, y cartas. Casi a diario enviaba largas misivas a su hermano José María, que residía en Constantina, un pueblo cercano. Para ello requería las habilidades de un amanuense, don Buenaventura, que se encargaba del cometido con perfecta caligrafía.
Cada día las sirvientas de la casa le presentaban a mi abuelo la cosecha de huevos recogida en el corral.
-«Está bien... Dejad el cesto aquí» -y aquí era la mesa del despacho. Y allí se quedaba. El cesto debía estar sobre su mesa, como si su dueño fuese un celoso vigilante de todos los productos comestibles de la casa; una manía más, pues además de Eulalia todo el mundo sisaba en aquella bendita casa, hecho que él seguramente no ignoraba. El pobre don Buenaventura, a quien sus habilidades caligráficas debían reportarle muy po­cos beneficios, cogía cada día, antes de despedirse, dos o tres huevos y los metía con disimulo en su sombrero bombín.
-«¿Manda usted algo más, don Leonardo?»
-«Nada más... puede usted marcharse.»
-«Pues hasta mañana... que lo pase usted muy bien, don Leonardo.»
Y se ponía rápidamente el sombrero. Mi abuelo le dejó hacer una temporada y, más por gastarle una broma que por darle una lección, un día se lo quedó mirando muy serio: -«Le está a usted chico ese sombrero.» Y uniendo la acción a la palabra le dio un manotazo al bombín calándoselo hasta los ojos. Todo un carácter, mi abuelo.
Ante la insistencia de Leonardo Castelló para que los dos hermanos estudiasen la carrera militar, mi padre, que sentía por él un entrañable cariño, accedió. A mi tío Pepe, cuyo des­interés por el estudio era notorio (se había escapado del inter­nado de Sevilla y regresado a la casa paterna en un estado lamentable), lo envió a su finca de Santa María. Así, a la fuer­za, se hizo labrador y hasta llegó a gustarle el campo.
Se casó Pepe, en vida aún del padre, con una señorita que pertenecía a una de las mejores familias del lugar: Dolores Perea. Era bastante inteligente, no muy guapa y algo mayor que él. Aportó al matrimonio varias fincas que su marido supo administrar. No tuvieron hijos: Dolores tenía un quiste en la matriz y no se atrevió a operarse, cosa que le pesó con el trans­currir de los años y notar el vacío de un hogar sin niños. Tenía dos hermanas, la mayor dio un campanazo casándose con un ex-seminarista a quien, por llevar gafas, le apodaban «Crista­les»; era mucho más joven que ella. Parte de la familia repudió este casamiento y le hizo el vacío. La tercera hermana se lla­maba Julia; se casó con un médico con el que tuvo dos hijos. Era una mujer guapa, ligeramente entrada en carnes, morena y de hermosos ojos. Con el tiempo llegó a ser obesa, lo que no tenía nada de particular dado que Julia no hacía más que comer y dormir; en verano se acomodaba en una mecedora y si al­guien intentaba entablar conversación con ella cortaba el in­tento de diálogo siempre con la misma frase: « ¡Ay, no hables!... Con el calor que hace... Vamos a pensar... » El pensar consistía en ponerse un pañuelo sobre la cara para que las moscas no la molestasen y poder echarse un sueñecito. En invierno cam­biaba la mecedora por una mesa camilla y una butaca. Llegada la hora de comer, todos los días repetía la misma cantinela: «Que me frían un huevo para terminar el chorizo... que me traigan un poco de chorizo para terminar el huevo.»
Así que, a fuerza de «pensar» y de pedir huevos para terminar el cho­rizo y chorizo para terminar el huevo, su belleza se fundió en un mar de grasas hasta tal punto que no podía caminar si no lo hacía apoyada en alguien. Al morir su marido, víctima de su deber como médico durante la epidemia que azotó Europa después de la guerra del 14 y en vista de que Julia no servía más que para hartarse de comida, Dolores decidió llevarse con ella a uno de sus hijos, Paquito, al que Pepe y ella quisieron y educaron como a su propio hijo. A la muerte de Dolores, Pa­quito heredó su fortuna y el marido los bienes gananciales. Pepe, a su vez, hizo testamento a favor de su hermano. Había vendido la finca de Santa Marina y con el importe de lo que le correspondía de esa venta y la herencia, compró la finca de San Miguel de la Breña.
Los primeros años de la República fueron malos para el campo. San Miguel debía ser pagada a plazos. Tío Pepe temió no poder hacer frente a aquéllos y pidió consejo a mi padre...
-«Que no se enteren en el pueblo de que estás mal de di­nero porque entonces dejas de ser don José y te conviertes en Pepito. Yo te ayudaré.» Así lo hizo, con una cifra increíble para la época: 100.000 pesetas.
Mi abuelo había muerto en 1900. Padecía asma, secuela tam­bién de su estancia en Filipinas y tuvo un ataque de tos yendo montado en mula; cayó y se partió varias costillas. Cada vez que tosía se le clavaban en los pulmones y en ese estado sobre­vivió varios días. Mi padre estaba en época de exámenes y no quisieron avisarle. Don Leonardo Castelló murió sin ver a su hijo preferido. Aceptó la muerte con la tranquila serenidad de los que han vivido intensamente. Había conocido las noches y los días bajo otros cielos, apurando hasta el final placeres, emo­ciones y luchas de la vida. Hizo dinero, pero desordenado en todo, no había hecho testamento. A los que le recogieron de su caída mortal les había preguntado cuántos eran; contestaron que cuatro, justo los que necesitaba para hacer testamento verbal in artículo mortis. Legó la finca de Santa María a sus hijos José, Luis y Elena. A un hijo natural que tenía en Sevilla le dejó una casa que allí poseía. Su fortuna, aquella fortuna que no se preocupó de administrar, había quedado muy mer­mada.

miércoles, 13 de octubre de 2010

RETAZOS DE LA VIDA DEL GENERAL CASTELLÓ - 4




El duro clima de Filipinas le hizo padecer unas fiebres y, como consecuencia de ellas, perdió su dentadura. Como los dientes caídos estaban perfectamente sanos, se hizo con ellos una dentadura postiza y cuando, ya entrado en años, le pregun­taban los conocidos si era suya la dentadura, saltaba una franca carcajada y decía:
-«Vaya si es mía! ».
Regresó, pues, a España con sus dientes postizos, una buena fortuna y un hijo natural: José, producto de sus amores con una joven de muy buena familia. Los padres de la muchacha la alejaron de Manila durante varios meses para que diera a luz en el más absoluto secreto. El niño fue enviado a su padre en una cestita forrada, sin más explicaciones. Mi abuelo se quedó con la criatura... la reconoció como suya y en la partida de nacimiento figuró con sus dos apellidos y de madre desco­nocida.
Instalado en su pueblo, Guadalcanal, se compró una finca a la que no iba más que para cazar. A veces se presentaban los pastores en su casa con aire compungido: «Don Leonardo... se han muerto tres ovejas... » y como prueba de ello le llevaban las orejas y los rabos.
-«Vaya por Dios!» -exclamaba y sin darle la mayor importancia al asunto añadía:
-«Oye, ¿cómo está aquello de caza?»
En Guadalcanal conoció mi abuelo a Carlota Pantoja y se casó con ella. La recuerdo vagamente como una señora bajita y regordeta. Dicen que era muy graciosa y buena persona. Cuan­do se separaron, mi abuelo se ocupó de la educación de mi pa­dre y una hermana.
Para regentar la casa se trajo mi abuelo a una sobrina lla­mada Eulalia. Según las malas lenguas, tuvo amores con él, cosa muy posible dada su afición a las mujeres. Lo que dura­ron aquellos amores lo ignoro; el caso es que Eulalia, ya mar­chita, fea y flaca, siguió desempeñando las funciones de ama de llaves distinguida... sin cobrar un céntimo, pero sisando a su gusto en la casa de don Leonardo Castelló. Gozaba Eulalia de un malísimo genio. Contaba mi padre que durante su infan­cia recibió muchos cachetes de aquella mujer. Al fin, harto ya, un día en que ésta le levantó la mano para castigarlo, él se la cogió al vuelo y fue ella quien recibió la bofetada. Tiempo le faltó a Eulalia para irle con la queja a mi abuelo, quien tomó la defensa de su hijo:
-«Con no volverle a pegar tiene, Luis ya es un hombre.»
Solía pasar temporadas en aquella casa una hermana de mi abuelo, Ángela, viuda de un ingeniero austriaco, el tío Sultz. Era una mujer guapetona, simpática e ignorante, pese a haber via­jado por muchos países con su marido. De Brasil se había traído un loro impertinente que hablaba portugués. Tenía el defecto de ser muy curiosa y uno de sus mayores placeres con­sistía en apoyarse en el reborde de la ventana de su habitación, situada en el piso bajo, y detener a todo el que pasaba para preguntarle a dónde iba, de dónde venía, qué llevaba en los serones de la burra, etc. Había quienes daban un largo rodeo para evitarla y así eludir el interrogatorio.
Angela y Eulalia se odiaban. Nunca se dirigían la palabra pero aprovechaban las horas de las comidas para lanzarse in­directas muy directas que empezaban invariablemente por: «Yo sé de una persona... ». Al cabo de un rato, mi abuelo, harto, pegaba un puñetazo sobre la mesa, lanzaba un taco y las man­daba callar.
El despacho de Leonardo Castelló era algo digno de ser visto: en un rincón estaban sus escopetas de caza y en otro una biblioteca con algunos libros y una mesa despacho abarro­tada de papeles... y de piedras. Era una de sus manías: colec­cionar piedras a las que invariablemente les encontraba algo especial. Sabiendo esta afición, todo el que tenía que pedirle algún favor se echaba el primer pedrusco que encontraba al bolsillo y se iba a ver a mi abuelo.

lunes, 11 de octubre de 2010

RETAZOS DE LA VIDA DEL GENERAL CASTELLÓ - 3


-«... Dábamos la razón a papá que fue quien me imbuyó la idea de la milicia»-, dice mi padre en el prólogo dedicado a su hermano José. En realidad, mi abuelo, Leonardo Castelló, hubiese querido que sus dos hijos fuesen militares... pero mi tío Pepe no tenía vocación, no ya militar, sino que carecía de ella para cualquier clase de estudios. Fue expulsado de todas las Academias preparatorias. La razón que tenía mi abuelo para querer que sus dos hijos siguiesen la carrera de las armas se debía a que, por el hecho de haber vivido en Filipinas, lo había deslumbrado el prestigio de que allí gozaban los Gobernadores Militares:
-«Luisito... ¡Si vieses cómo vivían allí! ¡Como autén­ticos virreyes!».
Y entonces les contaba que cuando un misio­nero quería inculcar la idea del poderío de Dios en los indígenas les decía:
-«Dios puede más que el Obispo». Los oyentes per­manecían indiferentes.
-«Más que el Papa»-. Seguía el audi­torio sin inmutarse.
-«Más que el Rey» -... Igual indiferen­cia acogía sus palabras...
-«Más que el Gobernador Mili­tar! » ...
Y entonces todo el público caía de rodillas como lo hacía ante tan importante personaje.
Era un ser curioso Leonardo Castelló, todo un carácter, un verdadero personaje de novela con sus grandes cualidades y sus grandes defectos. Nació en el seno de una familia burguesa pero sin grandes medios económicos. El apellido, según parece, pro­cedía de Sicilia y he conocido a ancianos que nos llamaban los Castelló, sin el acento que españolizó el apellido. De joven emigró a Filipinas. Don Adelardo López de Ayala, a la sazón Ministro de Ultramar, protegió a los dos hermanos Castelló; Ismael marchó a Cuba y Leonardo lo hizo a Filipinas. Consti­tuía una odisea partir entonces a tan lejano país; los barcos tardaban varias meses en hacer la travesía, pero los funciona­rios españoles, una vez instalados en aquellas tierras, cobraban el doble que en la Península.
Mi abuelo era un simple funcionario de Hacienda; sin em­bargo, con el tiempo, llegó a ocupar cargos muy importantes, como el de Director General de Aduanas v Presidente del Tribu­nal de Cuentas por lo que cobraba 30.000 pesetas oro al año, que equivalía al doble en plata; con casa, servidumbre y coche por cuenta del Estado. En cierta ocasión le dijo a mi padre:
-«Luisito, ¿quieres creer que me he venido sin saber si era honrado o no? Yo estaba muy bien pagado; las cantidades que pasaban por mis manos no me tentaban... ¡Puede que no hayan dado con mi cifra! »
De su vida en Filipinas contaba episodios muy divertidos... que no sé hasta qué punto eran ciertos o fruto de su invención. Vivía con un compañero llamado Escalera en una casita de bambú tras la cual corría un riachuelo. Tenían a su servicio un criado nativo cuya única vestimenta consistía en un calzón cor­to. Este hacía las croquetas alisándolas... sobre el muslo. Ante el gesto de asombro o de repugnancia del auditorio, mi abuelo decía en defensa de su cocinero: -«No sé qué diferencia podía haber entre la mano de una cocinera... que bien podía estar sucia, y el muslo de mi filipino que se bañaba varias veces al día en el riachuelo que corría tras la casa. Cuestión de costum­bres... »-. Lo más difícil de admitir era la del chocolate. Pa­rece que Escalera era un hombre de genio fuerte y muy impa­ciente; acostumbraba a desayunar un chocolate y exigía que se lo trajesen nada más pedirlo. «Yo me maravillaba -contaba mi abuelo- ante el hecho de que, nada más despertarse y gri­tar ¡El chocolate! a los pocos minutos el criado se lo llevara calentito... Hasta que una mañana, habiéndome levantado muy temprano, atisbé por entre las cañas de bambú y vi cómo nues­tro cocinero tenía puesta la leche a fuego lento en la cocina. En cuanto Escalera, con su habitual impaciencia, gritó ¡El cho­colate!, el cocinero se metió las pastillas en la boca, las masticó, las echó en la leche caliente y tras remover el líquido espeso con una cuchara de palo, le presentó el desayuno a mi amigo.»

sábado, 9 de octubre de 2010

RETAZOS DE LA VIDA DEL GENERAL CASTELLÓ - 2


Este libro no relata únicamente acontecimientos históricos relacionados con la guerra civil española; no es tampoco una novela en la que se entremezclen hechos ficticios y reales. Es una historia auténtica, vivida en una época dramática e ínti­mamente ligada a la catástrofe que dividió a España.
Mi padre escribió sus memorias entre 1936 y 1937 estando refugiado en la Embajada de Francia. Al abandonar España, con nombre supuesto y pasaporte francés, juzgó más prudente quemarlas. Ya en Francia, las volvió a redactar... para destruir­las de nuevo durante la ocupación alemana. Las escribió por tercera vez mientras duró su reclusión en las Prisiones Militares de Madrid y se las confió a un amigo, a quien no se las reclamó una vez obtenida la libertad; el amigo murió y las memorias se buscaron entre sus papeles sin conseguir hallarlas.
Debido a mi insistencia, casi veinte años después y sin áni­mos para redactarlas nuevamente, conseguí que mi padre me dictase unas cuartas memorias... pero éstas, lamentablemente, son más breves y obtenidas un poco a regañadientes.
Ayudada por algunos apuntes manuscritos y por sus relatos he querido reconstruir sus vivencias durante la guerra, el pe­noso exilio y los años que siguieron a su retorno a España. A todo ello he unido los recuerdos de una época que se quedó cruelmente grabada en mí.

---------- I ----------

Nació mi padre en marzo de 1881 en un pueblo de la pro­vincia de Sevilla lindante con Extremadura, Guadalcanal.
La vocación primera de mi padre fue la medicina, pero mi abuelo le quitó la idea de la cabeza:
-« Médico, ¡Vas a ser el esclavo de las demás!»-.
Y, como decía mi padre con socarro­nería:
-«Como carrera independiente me escogió la militar».
Ascendió a Comandante a los treinta y dos años por méri­tos de guerra, procurando tener el menor número de bajas en los combates, lo que debo señalar como meritorio, ya que en aquel entonces había salido una ley mediante la cual se ascen­día de acuerdo con el mayor número de bajas acaecidas en los combates. Ganó tres cruces rojas del Mérito en Campaña y a los cincuenta años era uno de los Generales más jóvenes de España.
Su carrera se vio truncada por la guerra civil.
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«A mi hermano José.

Querido Pepe:

Tú que hiciste las veces de padre conmigo al fallecer el nues­tro; tú que fuiste siguiéndome paso a paso a lo largo de mi carrera y te vanagloriabas de mis éxitos, tú no podrás leer estas líneas pero a tu memoria dedico lo que escribo.
¡Cuántas veces, al recordar esos éxitos, dábamos la razón a papá que fue quien me imbuyó la idea de la milicia! A través de tantos años vividos entre mis compañeros de armas, éstas me dieron pruebas de afecto, de confianza en momentos difíci­les, y yo, por noble emulación, consagré a la milicia todos mis amores.
Hasta el final de 1935 puede decirse que la fortuna llevóme de su mano, y los mandos que tuve y puestos de confianza que desempeñé parecían como dados por un hada que me tuviese bajo su manto protector. Más de pronto, y sin que mi voluntad tuviese parte, un cambio brusco se produce en 1936. La guerra civil, en lucha fratricida, nos coge a ambos. Sucumbirías tú a manos de asesinos y, felizmente para ti, no viste los horrores que yo he presenciado y cómo sufrimos los seres a quienes tú más querías.
A lo largo de esos interminables años conocí la pobreza que papá y tú estabais muy lejos de imaginar que yo pudiese padecer.
Más a lo largo del calvario sufrido, del cual son pináculo los años de exilio, se acrecentó mi amor a nuestra patria, pues nada aumenta tanto ese amor como la ausencia.
De mis compañeros conocí la ingratitud; pude y no quise hacerles daño, acordándome de un pensamiento de Jules Ferry: « Por encima del éxito, más alto que la misma gloria, está el sacrificio.» Ellos han medrado y yo estoy hundido. Llevo todo, Pepe, con digna conformidad; sólo lamento que mis hijas pa­dezcan penas, mas creo haberlas forjado en mi temple de alma.
En este momento pienso en los días venturosos del pasado, en la tristeza del presente, en la incertidumbre del porvenir. Sea como Dios quiera: para conocernos a nosotros mismos, como dijo Musset, es preciso haber sufrido; por ello sé de lo que soy capaz.
Cuando vaya al pueblo donde tú reposas, haré mi primera visita a tu tumba.
Hasta entonces se despide de ti

Luis.»

jueves, 7 de octubre de 2010

RETAZOS DE LA VIDA DEL GENERAL CASTELLÓ - 1

Dolores Castelló Gauthier rindió homenaje a su padre, escribiendo este libro que ella llamó "Retazos de la vida del General Castelló", y que ahora vamos a publicar por capítulos.
Dolores Castelló nació en Larache y bautizada en Alcazarquivir, donde estaba destinado su padre como Gobernador Militar.

PRÓLOGO

Entre los recuerdos más entrañables de mi infancia en el Madrid del final de los años 40 figura, de una manera destaca­da, el del General Castelló. Aunque lo vi sólo en contadas oca­siones, lo recuerdo perfectamente, y además, era un personaje que aparecía frecuentemente en la conversación entre mis pa­dres. El General Castelló había sido Subsecretario del Ministe­rio de la Guerra durante 1934 y, como tal, colaborador directo de mi padre, Diego Hidalgo Durán, que ocupó el cargo de Mi­nistro durante más de diez meses en ese agitado año, sobrevi­viendo a cuatro crisis ministeriales, enfrentándose con la revo­lución de Asturias y el levantamiento catalán de octubre, y sien­do el Ministro que ocupó su cargo durante más tiempo seguido en la Segunda República. Además del cariño recíproco entre el General Castelló y mi padre, había una poderosa razón para que se hablara tanto de él en nuestras conversaciones familia­res: la lucha en la que participó mi padre para conseguir el indulto de la pena de muerte que pendía sobre el General. Es de todos conocida la importancia histórica que alcanzaría en este período el General Castelló, que llegó a ser Ministro de la Guerra precisamente en el comienzo de la guerra que se inició el 18 de julio de 1936.
Cuando hace tres años recibí la llamada de Dolores Caste­lló Gauthier, hija del General y doña Margarita Gauthier, y ésta me anunció que había un libro escrito por su padre y adaptado por ella misma después de la muerte del General, me apresuré a pedirle que me lo trajera con vistas a su posible edición, bien en Alianza Editorial, bien en alguna otra en cuyo catálogo el libro pudiese encajar. Me ofrecí a acudir a su casa; recordaba a su padre como un anciano de pelo blanco, mucho mayor que mi padre, y calculando que había nacido en la séptima década del siglo XIX y que su hija podría haber nacido tal vez vein­ticinco o treinta años después, pensé que Dolores Castelló sería una venerable anciana y que, por deber de cortesía, yo debería visitarla para impedir que hiciese molestos desplazamientos dentro de Madrid. Sin embargo, ella insistió en venir a traerme el libro personalmente.
Mi sorpresa fue grande cuando descubrí que se trataba de una persona joven, unos treinta años menor de lo que yo había supuesto. Guardé el libro en mi cartera y lo llevé en un viaje a Estados Unidos, dispuesto a leerlo a ratos perdidos y espe­cialmente durante el vuelo. Hasta unos minutos antes de ate­rrizar en Nueva York no recordé que lo llevaba y fue entonces cuando comencé su lectura. Allí recibí mi segunda sorpresa. El libro no sólo tenía un elemento de indudable interés histó­rico con las memorias del General que revelaban acontecimien­tos desconocidos e inéditos; tenía, además, un elemento narra­tivo de una emoción extraordinaria sobre la vida de su hija, que, por haber nacido cuando su padre era bastante mayor, era una niña de pocos años durante el desarrollo de los aconte­cimientos transcendentales en la vida española que protagonizó su padre. La fuerza narrativa del libro fue tal que me vi inca­paz de cerrarlo en mi camino hacia la inmigración y el paso de la aduana en Nueva York. Había una cola de cuarenta y cinco minutos y allí, de pie, dando patadas a mi cartera a medida que la cola iba avanzando, fui recorriendo las páginas del libro, leyendo con fruición y sintiendo casi un desgarro cada vez que tuve que interrumpir la lectura, primero para sufrir el interro­gatorio del oficial de inmigración, y más tarde para recuperar mi maleta facturada. Reanudé la lectura ya en el taxi camino de Manhattan, y no pude iniciar mis actividades neoyorquinas hasta que no llegué a la última página del libro.
A mi regreso a España me asaltó una duda: mi juicio sobre el libro ¿estaría influido por el interés que despertaba en mí la figura del General Castelló, la aparición esporádica de mi padre en el relato, o el componente personal del drama vivido por la autora? La opinión favorable sobre el libro de amigos de mi padre, como Juan y Guillermo Uña, podría haber estado sesga­da por las mismas consideraciones. Por lo tanto, decidí entregar el libro al Comité de Lectura de Alianza Editorial para que emitiese una opinión objetiva. Yo sabía que Alianza no era la editorial idónea para el libro: por una parte, sólo publica a autores consagrados y, por otra, la obra, a pesar del interés que indudablemente tiene para estudiosos del período de la Re­pública y la Guerra Civil y para el público lector en general interesado por estos temas, me parecía más la narración de un drama personal que una obra de carácter histórico. Además, es bien conocido el rigor con el que las obras de autores noveles suelen ser calificadas por el Departamento Editorial de Alianza, que a veces no escatima adjetivos crueles para calificar las obras que recibe para leer, y en los que a menudo aparece cier­ta exasperación por haber tenido que analizar obras recomen­dadas por amigos de la casa. Me sorprendió agradablemente la opinión favorable de Alianza Editorial sobre el libro: si el pro­grama de Alianza sobre libros de Historia no hubiera estado completo para varios años, la obra habría podido ser conside­rada digna de edición por esta prestigiosa editorial, cuya direc­ción general he tenido el honor de desempeñar desde 1983.
Sin embargo, el interés del libro era tal que la editorial Siddharth Mehta manifestó inmediatamente su intención de in­cluirlo en su catálogo como uno de los primeros y principales títulos para su lanzamiento. La editorial, cuyos promotores, naturalmente, creen con ilusión y seguridad en su éxito en un futuro a corto y mediano plazo, han consagrado en el nombre de la editorial su devoción a la figura de un gran hombre que nació en la India, en el Estado de Gujarat, en 1917, y que, des­pués de vivir la revolución pacífica de Gandhi, dedicó su vida a la lucha por el desarrollo económico y social de su país.
Cuando nos dejó en 1987, todos los que lo conocimos nos que­damos con la impresión de haber tenido un privilegio en nues­tra vida, y de haber tenido una comunicación especial no sólo con un ser humano entrañable, sino con uno de las hombres más grandes que han nacido en el siglo XX. El hecho de que su modestia y austeridad no le hayan encumbrado a la fama, salvo en selectos círculos dedicados a la lucha por el desarrollo del Tercer Mundo, no disminuye la talla de su figura. Esta obra de Dolores Castelló se integra en la que todos aspiran que se convierta en una destacada editorial; en ella se espera que apa­rezcan temas relacionados con la India: entre ellos, un libro de Manu Desai, un gran artista gráfico indio. Con el nacimiento de la editorial y junto con el recuerdo emocionado a S. S. Meh­ta, vaya una dedicatoria para su mujer Nirupama y sus hijos Anand, Sharon, Nandita y Sunil.

DIEGO HIDALGO SCHNUR

miércoles, 6 de octubre de 2010

INDUSTRIALES DEL SECTOR DEL ACEITE EN GUADALCANAL EN LOS AÑOS 50


Por Marcelino Díaz Taboada. Ingeniero Técnico Agrícola

Fotografías: I. Gómez

En el “Anuario del aceite, jabones y grasas”. Madrid 1954, además de una serie de artículos científicos sobre olivicultura, oleotecnia y legislación, se publican unos censos donde figuran las empresas y particulares dedicados a este sector, tanto proveedores de maquinaria y equipos como elaboradores e intermediarios.

Dicha relación aunque bastante incompleta (faltan la mayoría de segundos apellidos y las direcciones) está ordenada en cada sector por provincias y municipios. Como curiosidad se incluye la provincia de Marruecos donde se recoge los sectores de las ciudades españolas de Ceuta y Melilla así como las pertenecientes al entonces protectorado español de Marruecos (Alcazarquivir, Larache, Nador, Tetuan, Villa Sanjurjo, etc.).

En relación a Guadalcanal los industriales que aparecen en este anuario son los siguientes:

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Corredores de aceite:
· Chaves (José)
· Jiménez (Rafael)
· Oliva (José)
· Sanz (Antonio)
· Yanes (Juan Antonio)


- Cosecheros y aderezadotes de aceitunas:
· Delgado de Cos Hermanos, S.R.C.- El Coso

-
Envases. Pellejos de aceite:
· Martín (Feliciano)

-
Fabricantes de jabón común:
· Castelló S.A.
· Jiménez Palacios (Rafael)- Sanjurjo, 25
· Llamazares Caravaca (Joaquín)
· Montes Montferri (Manuel)- Carretera de Alanís (extramuros)
· Rivero Sanz (Manuel)- “San Antonio”
· Vda de F. Rivera e Hijos- Carretera de Alanís s/n

-
Fabricantes de jabón industrial:
· Rivero Sanz (Manuel)- “San Antonio”
· Vda de F. Rivera e Hijos- Carretera de Alanís s/n

-
Fábricas extractoras de aceite:
· Jiménez Palacios (Rafael)- Sanjurjo 25
· Montes Montferri (Manuel)- Carretera de Alanís
· Rivero Sanz (Manuel)- “San Antonio”
· S.A. Castelló. Aceites y jabones- Huerto de la Parra
· Vda de F. Rivera e Hijos- Carretera de Alanís s/n


Restos del molino que fue propiedad de Daniel Herce, donde todavía se conservan los rulos y el azulejo con la representación de la Virgen del Carmen. Agradecemos a su hijo Julio habernos facilitado el acceso para realizar las fotografías.

- Fábricas refinadoras:
· Herce Perelló (Daniel)- “Ntra Sra del Carmen” San Sebastián 15
· Jiménez Palacios (Rafael)- Sanjurjo 25
· Nuestra Señora de Guaditoca, Fábrica de Aceites- Tres Picos 3
· Vda de F. Rivera e Hijos- Carretera de Alanís s/n

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Mayoristas de aceite:
· García Martín (Victorio)- Gral Sanjurjo 25

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Molinos aceiteros:
· Vda de F. Rivera e Hijos- Carretera de Alanís s/n

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Varios (Fábrica de sulfuro de carbono):
· Jiménez Palacios (Rafael)- Sanjurjo 25

A la vista de este censo de hace 54 años y comparando con la realidad actual del sector se puede observar que el número de empresas es muy superior a las dos que existen en la actualidad aunque con una envergadura notablemente inferior.

También se observa que una misma empresa se dedicaban a varias actividades como fabricación de jabón, extracción de aceite, refinería, molinería, fábrica de sulfuro, etc.

Finalmente se observan actividades que ya no se realizan en la actualidad bien por haber quedado obsoletas o bien debido a la concentración en industrias mayores de ámbito regional o nacional. (fabricación de pellejos, jabón y sulfuro de carbono, refinación de aceites, etc.).

La importancia de la industria aceitera se mantiene en Guadalcanal con las debidas actualizaciones. A pesar de los problemas que arrastra el sector es imprescindible su mantenimiento ya que cuenta con el activo de la excelente calidad de sus aceites y la originalidad de su variedad autóctona Pico limón.

martes, 5 de octubre de 2010

CERVANTES EN GUADALCANAL - 42 FIN


En el fatídico año de 1616, todavía le dio tiempo a mi marido de concluir “Los trabajos de Persiles y Segismundo” y redactar la dedicatoria al conde de Lemos, ofrenda que ha sido considerada como exquisita muestra de su genio y conmovedora expresión autobiográfica: “Ayer me dieron la extremaunción y hoy escribo ésta; el tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan y, con todo esto, llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir…”
El día 22 de abril murió mi esposo, al que enterramos (82) al día siguiente en el Convento de las Trinitarias. (83)

Esto es todo lo que puedo contarles de mi esposo Miguel de Cervantes Saavedra, con el que he estado casada durante treinta y dos años, aunque por circunstancias de la vida, no pude vivir todo este tiempo junto a él.

Ha sido un incomprendido toda su vida, de él han abusado muchos familiares, y sólo espero, que las generaciones futuras lo comprendan y valoren el trabajo que realizó. (84)

Reciba vuestra merced mi más sincero agradecimiento.
Catalina de Salazar
vda. de Cervantes.
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(82) Allí sería enterrada junto a su esposo doña Catalina de Salazar y Palacios, dos años después. (Nota del editor)

(83) Este mismo día del sepelio murió Shakespeare. (Nota del editor)

(84) Este deseo que expresa Catalina de Salazar, se ha cumplido, las generaciones futuras, que somos sus actuales lectores, hemos podido disfrutar de su magnifico legado. (Nota del editor)

Agradecimientos

El primer reconocimiento tenemos que dirigirlo al lector de esta pequeña historia, que pudo haber sucedido en algún día del año 1592.

En segundo lugar, al narrador anónimo, ya que gracias a él, hemos podido tener noticias de la visita de Miguel de Cervantes a Guadalcanal. Sentimos que parte de esta narración se haya extraviado y no se pueda completar.

Una parte importante de las Notas del Editor, han sido posible gracias a los datos históricos que los colaboradores de la Revista de Guadalcanal, han ido ofreciendo en los últimos años.

Por último queremos agradecer especialmente a José Mª Álvarez Blanco y a Plácido Cote Rivero, su importante contribución no sólo en la transcripción de alguna palabra dudosa, sino que nos han ayudado a traducir al castellano actual, párrafos enteros de los pliegos encontrados, de difícil lectura.

Este libro se terminó de escribir el día de la romería de la Patrona de Guadalcanal Nuestra Señora de Guaditoca, el treinta de abril de dos mil cinco.
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domingo, 3 de octubre de 2010

CERVANTES EN GUADALCANAL - 41


El dos de julio de 1612 el editor Francisco de Robles sometió a la censura los doce relatos que integran las "Novelas Ejemplares”. Les recomiendo que las lean con interés, porque en dos de ellas hace referencia a Guadalcanal. El impresor fue Juan de la Cuesta. El nueve de septiembre mi marido vendió los derechos a Robles por diez años, por 1600 reales.
Al año siguiente se editan las novelas ejemplares (Rinconete y Cortadillo, El Licenciado Vidriera, etc.), Thomas Shelton publicó de nuevo el Quijote en inglés y en 1614 fue traducido al francés por César Oudin.
El dos de julio recibió los hábitos de la Orden Tercera de San Francisco. A los pocos días, mi esposo se llevó un gran disgusto, al sacar Alonso Fernández de Avellaneda la continuación "apócrifa" de El Quijote (81). En este mismo año Miguel publicó “Viaje del Parnaso”.
El 27 de febrero de 1615, entregamos, digo entregamos, porque mi marido estaba ya muy enfermo, la segunda parte de El Quijote a los censores y se publicaron ocho comedias y ocho entremeses.
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(81) Sólo obtuvo licencia para la diócesis de Tarragona y hasta 1732 no fue reeditado. (Nota del editor)

viernes, 1 de octubre de 2010

CERVANTES EN GUADALCANAL - 40


Hacia finales de año el libro está en manos del impresor madrileño Juan de la Cuesta.

En enero de 1605, por fin, se publicó "El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha". Antes de finalizar el año, se efectuaron seis ediciones. En vida de mi marido, se tradujo al inglés por Thomas Shelton. (78)

En 1606 se viene a vivir conmigo a Madrid. (79) El 17 de junio de 1609, Miguel ingresa en la Cofradía de Esclavos del Santísimo Sacramento (80), fundada en 1608 por el trinitario descalzo Fray Alonso de la Purificación, allí se encontró entre otros a Quevedo y Lope de Vega. Este año, mi marido y yo, pasamos algunos meses en Esquivias.

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(78) Ignoramos si no llegó a saberlo, pero este mismo año, Cervantes se ve implicado en la muerte de Gaspar de Ezpeleta, junto con su familia. El hecho ocurrió en la misma puerta de su casa. (Nota del editor)

(79) El año de 1605 se casa la hija natural de Miguel de Cervantes, Isabel con Diego Sanz del Águila, hecho del que tampoco informa a los amigos de su marido la viuda de Cervantes. Como tampoco les dice nada de que en 1607, Isabel se convierte en amante de Juan de Urbina, secretario de la casa de Saboya, quedando embarazada en el mes de marzo. Muerto su marido, se volvió a casar con Luis de Molina el 28 de septiembre de 1608 (Nota del editor)

(80) Se entiende que la relación con la familia del marido no debió ser muy fluida, al no informar de que en 1608 la hermana de Cervantes, Magdalena viste los hábitos de las Tercianas de San Francisco. En 1609 sus hermanas Catalina y Andrea siguieron el mismo camino el 8 de junio, aunque sin reclusión. A la edad de 65 años muere la hermana de Cervantes Andrea, a los cuatro meses de su ingreso en la Cofradía. El 28 de enero muere Magdalena. (Nota del editor)