sábado, 31 de agosto de 2013

NOVELA DE LÓPEZ DE AYALA - 42

GUSTAVO (continuación)

— Empresa valerosa. ¿Conoces a este caballero? le dijo, seña­lando a Gustavo.
— No tengo el honor.
— Gustavo, el nuevo compositor poeta.
— Muy Señor mío.
— Servidor.
— En fin, pronto el vino estrechará su amistad, más de cuanto yo pudiera decirle.
Gustavo y el que se daba el nombre de periodista, se exami­naron fríamente,
— Pueden Vds. pasar al salón, que las muchachas irán al momento, dijo Dª Martina.
La campanilla sonó de nuevo: poco después la reducida sala en que se encontraban, estaba llena de músicos é instrumentos. Los ánimos renovaron su contento con la esperanza de la cer­cana orgía.
— Venid conmigo, felices productores de la armonía, dijo Julián, venid a ocupar vuestro trono: las diosas del placer y de la hermosura van a descender a nuestra morada, y es necesario que sean recibidas cuando menos con marcha real. Esto diciendo, pasaron por el salón en que estaban las mesas preparadas, llegaron al inmediato, y empezaron a tomar asientos delante de unos banquillos en que ya tenían colocados sus papeles, y dieron principio a templar sus instrumentos.
— Yo os avisaré con una palmada, dijo Julián, saliendo cuando sea tiempo de romper la marcha,
Los instrumentos acabaron de templarse; las muchachas salieron de su tocador; sonó la palmada de Julián, y a son de marcha real penetraron todos en el salón.


CAPÍTULO XIII
Fernanda, Ramira y Angela

Encantadoras y deslumbrantes estaban las tres alumnas de Dª Martina; cada una presentaba un tipo distinto y perfecto. Todos los corazones se inflamaron con la presencia de la hermo­sura y los acentos de la armonía, y no pudiendo de pronto dar una forma fácil y elegante a sus sentimientos, anhelaban la ver­bosa facilidad que inspira el vino para prorrumpir en torrentes de licenciosa elocuencia.
El salón estaba espléndidamente iluminado. Su adorno nada tenía de notable. Tres balcones cerrados de cristales y cubiertos de cortinas blancas y encarnadas, no consentían en la pared de la derecha más adorno que dos sillones y dos cuadros; en la pared de enfrente había un lienzo con marco dorado, que representaba de tamaño natural la Venus de Médicis; los demás cuadros eran grabados que representaban las escenas más deshonestas del Judío Errante y de otras novelas francesas. En los ángulos había cuatro mesas, sobre las cuales estaban colocadas en desorden multitud de botellas de todas clases de vinos y licores: cuatro candelabros, con seis ramales cada uno, hacían con su luz más brillante el líquido encerrado en los cristales. En el medio estaba la mesa principal, adornada de flores y cubierta de toda clase de dulces y repostería. Dª Martina y otras dos mujeres, gastadas y destruidas más por los excesos que por su edad, eran las encargadas de mudar los platos y las botellas.
— Caballeros, dijo el Conde, yo, si Vds. me conceden este derecho, me encargo de colocarlos.
— Es Vd. muy dueño.
— Veremos que tal lo haces.
— Una orgía es un espectáculo altamente poético que debe ser presidido por un hijo de las musas.
— Muy bien,
— Gustavo, este es tu asiento.
Gustavo tomó asiento delante de los tres halcones.
— Señores, somos seis, y tres no más son las ninfas que nos rodean; es preciso, por lo tanto, que cada una se encargue de repartir sus favores entre dos caballeros; con esto nos los hará más gratos el tener que disputárselos a nuestro rival. El amor que en este momento sentimos, es el más delicioso del mundo, porque está exento de la ponzoña de los celos.
— Angela, haz dichoso con tus caricias a tu valeroso liber­tador.
La sonrisa de los ángeles brilló en el rostro de la joven: tomó asiento al lado del compositor poeta y le besó la mano cariñosamente; vestía un traje descotado de seda blanco, y una corona de azu­cenas circundaba su frente.
— Tú, Ramira, con tu buen ingenio y con agudos sarcasmos, te encargarás de revolverles los cascos a Guillermo y al novelista.
Ramira se sonrió con mucha gracia, y fue a sentarse entre sus dos caballeros. Cualquiera otra de su clase hubiera dicho en esta ocasión una grande sandez. Ramira era una muchacha de hasta veinte años; de estatura mediana, gruesecita, de tez blanca y suave, cabello negro y ojos vivísimos y penetrantes, que se apercibían con grande facilidad de cuanto malo estaba pasando en el corazón que examinaban. Estaba vestida con un traje de seda azul, más descotado que el de Ángela; del cuello le pendía un lazo encarnado, que, queriendo cubrir en parte su seno medio desnudo, hacía más vivo el efecto que producía,

— Y tú, Fernanda, continuó el Conde, digna por tus ojos negros, húmedos, rasgados y brillantes, por tu tez morena, por tu pelo negro y por la dulce y eterna voluptuosidad que mana de tus labios, de ser la favorita de un sultán, tú eres digna tam­bién de ser adorada por el escándalo y el libertinaje; por eso haz de colocarte en medio de Julián y de mi.

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