GUSTAVO (continuación)
— Empresa valerosa. ¿Conoces a este
caballero? le dijo, señalando a Gustavo.
— No tengo el honor.
— Gustavo, el nuevo compositor poeta.
— Muy Señor mío.
— Servidor.
— En fin, pronto el vino estrechará su
amistad, más de cuanto yo pudiera decirle.
Gustavo y el que se daba el nombre de periodista, se examinaron
fríamente,
— Pueden Vds. pasar al salón, que las
muchachas irán al momento, dijo Dª Martina.
La campanilla sonó de nuevo: poco después la
reducida sala en que se encontraban, estaba llena de músicos é instrumentos.
Los ánimos renovaron su contento con la esperanza de la cercana orgía.
— Venid conmigo, felices
productores de la armonía, dijo Julián, venid a ocupar vuestro trono: las
diosas del placer y de la hermosura van a descender a nuestra morada, y es
necesario que sean recibidas cuando menos con marcha real. Esto diciendo, pasaron por el salón en que estaban
las mesas preparadas, llegaron
al inmediato, y empezaron a tomar asientos delante de unos banquillos en que ya tenían colocados
sus papeles, y dieron principio a templar sus instrumentos.
— Yo os avisaré con una palmada,
dijo Julián, saliendo cuando sea tiempo de romper la marcha,
Los instrumentos acabaron de
templarse; las muchachas salieron de su tocador; sonó la palmada de Julián, y a
son de marcha real penetraron todos en el salón.
CAPÍTULO XIII
Fernanda, Ramira y Angela
Encantadoras y deslumbrantes
estaban las tres alumnas de Dª Martina; cada una presentaba un tipo distinto y
perfecto. Todos los corazones se inflamaron con la presencia de la hermosura y
los acentos de la armonía, y no pudiendo de pronto dar una forma fácil y
elegante a sus sentimientos, anhelaban la verbosa facilidad que inspira el
vino para prorrumpir en torrentes de licenciosa elocuencia.
El salón estaba espléndidamente
iluminado. Su adorno nada tenía de notable. Tres balcones cerrados de cristales
y cubiertos de cortinas blancas y encarnadas, no consentían en la pared de la
derecha más adorno que dos sillones y dos cuadros; en la pared de enfrente
había un lienzo con marco dorado, que representaba de tamaño natural la Venus de Médicis; los demás
cuadros eran grabados que representaban las escenas más deshonestas del Judío Errante y de otras novelas francesas. En los
ángulos había cuatro mesas, sobre las cuales estaban colocadas en desorden
multitud de botellas de todas clases de vinos y licores: cuatro candelabros,
con seis ramales cada uno, hacían con su luz más brillante el líquido encerrado
en los cristales. En el medio estaba la mesa principal, adornada de flores y
cubierta de toda clase de dulces y repostería. Dª Martina y otras dos mujeres,
gastadas y destruidas más por los excesos que por su edad, eran las encargadas
de mudar los platos y las botellas.
— Caballeros, dijo el
Conde, yo, si Vds. me conceden este derecho, me encargo de colocarlos.
— Es Vd. muy dueño.
— Veremos que tal lo
haces.
— Una orgía es un espectáculo
altamente poético que debe ser presidido por un hijo de las musas.
— Muy bien,
— Gustavo, este es tu
asiento.
Gustavo tomó asiento delante de los
tres halcones.
— Señores, somos seis,
y tres no más son las ninfas que nos rodean; es preciso, por lo tanto, que cada
una se encargue de repartir sus favores entre dos caballeros; con esto nos los
hará más gratos el tener que disputárselos a nuestro rival. El amor que en este
momento sentimos, es el más delicioso del mundo, porque está exento de la
ponzoña de los celos.
— Angela, haz dichoso con tus
caricias a tu valeroso libertador.
La sonrisa de los ángeles brilló en
el rostro de la joven: tomó asiento al lado del compositor poeta y le
besó la mano cariñosamente; vestía un traje descotado de seda blanco, y una corona
de azucenas circundaba su frente.
— Tú, Ramira, con tu
buen ingenio y con agudos sarcasmos, te encargarás de revolverles los cascos a
Guillermo y al novelista.
Ramira se sonrió con
mucha gracia, y fue a sentarse entre sus dos caballeros. Cualquiera otra de su
clase hubiera dicho en esta ocasión una grande sandez. Ramira era una muchacha
de hasta veinte años; de estatura mediana, gruesecita, de tez blanca y suave,
cabello negro y ojos vivísimos y penetrantes, que se apercibían con grande
facilidad de cuanto malo estaba pasando en el corazón que examinaban. Estaba
vestida con un traje de seda azul, más descotado que el de Ángela; del cuello
le pendía un lazo encarnado, que, queriendo cubrir en parte su seno medio
desnudo, hacía más vivo el efecto que producía,
— Y tú, Fernanda, continuó el
Conde, digna por tus ojos negros, húmedos, rasgados y brillantes, por tu tez
morena, por tu pelo negro y por la dulce y eterna voluptuosidad que mana de tus labios, de ser la favorita
de un sultán, tú eres digna también de ser adorada por el escándalo y el
libertinaje; por eso haz de colocarte en medio de Julián y de mi.
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