GUSTAVO (continuación)
— ¡Oh! Cuanto la dicha ennoblece los corazones. ¡Vd. abogando por su
rival! ¡Válgame Dios, y todo porque Gustavo no la ama! Si así no fuera, Vd.
meditaría planes de venganza, y estoy seguro (vea Vd. lo que somos), que a mi
entonces se me había de antojar
hacerme el defensor de la inocencia.
Conoció
la Condesa
que no tenía fuerzas para luchar con semejante hombre. Inclinó la cabeza sobre
el pecho comprimido. Un rayo de amor iluminaba su alma; examinó a su luz su
pasada conducta, y conoció la infeliz que no hay mayor tormento para una mujer
de dignidad, que tener que inclinar la frente delante de un libertino.
Acercose el Conde a su lado y la tomó una mano: en ella estaba la
carta.
— ¡Oh!
¡Qué mano tan encantadora! Aún no puedo estrecharla entre las mías sin
conmoverme todo.
Quiso llevarla a sus labios, y la Condesa la retiró vivamente. La carta quedó en
poder del Conde.
— Sosiéguese Vd., Señora; Vd. ya ha hecho
bastante para tener la dicha de desprenderse de una rival sin ser responsable
de nada. Envidiable posición es la suya; queda Vd. bien a un tiempo con su amor
y con su conciencia, ¡Abur, Condesa!
— ¡Oh Dios mío! ¡Grande es el delito que he
cometido, según el remordimiento que me deja!
3ª
Buenas noches, Elena,
— ¿Qué? ¿tan pronto se va Vd. la cama?
— ¡Cómo tan pronto! Son cerca de
las once he dormido poca siesta y quiero recogerme temprano. Y tú debes hacer
lo mismo: anoche, según dices, dormiste poco: ya se ve, si no comes nada... A
ver el pulso... Como siempre, nervioso. Hija, yo no sé esto en que ha de venir
a parar. Te aseguro que me vas poniendo en cuidado…
— No se retire Vd. tan pronto.
— Tú no tienes apetito y te niegas a hacer ejercicio; tú estás triste y
no quieres asistir a paseos, a teatros…
— Bien;
pues siéntese Vd. y me reñirá despacio.
— Desde
mañana, si es verdad que me quieres, has de mudar de vida. Haz un esfuerzo: asiste cuatro o seis noches seguidas al
teatro, y tú verás, de que pase algún tiempo, como la soledad te causa tanto
hastío como ahora te parece que ha de causarte la concurrencia. Pero no quiero
desvelarte; que duermas bien... ¿Por qué me miras tan tristemente? ¿Qué te
pasa, hija mía?
— Nada; no tengo nada.
— Buenas noches: que duermas bien... Ten
confianza en Dios, hija mía; tú eres muy buena, y no es posible que seas muy
desgraciada...
— Pero por Dios, Señorita ¿qué significa ese llanto tan desconsolado?
decía la buena Luisa, hermana de leche de Elena.
— No sé, Luisa; te aseguro que no sé por qué lloro; pero así que alguna
persona me trata con dulzura, me dan unas ganas de llorar… y es que me digo a mí misma: «Todos me aman menos
éI» Esta idea me deshace el corazón en llanto.
— Y ¿quién le dice a Vd. que no le ama? ¿acaso el señorito deja de
visitarnos? ¿No le trata a Vd. con el mismo cariño que siempre?
— ¿Quien me dice que no me ama, Luisa? Mi
corazón, que gime en la más profunda soledad. Nos visita, es verdad; eso es lo
que más siento, el ver que su bondad le encadena a mi lado. ¡Qué carga tan
gravosa debo serle! ¡Oh Dios mío...! ¡Es fuerza que acabe por aborrecerme! ¡Si
él tuviera valor para olvidarme del todo, te aseguro que sufriría mucho menos!
—
¡Olvidarla a Vd.!
¡Aborrecerla! Es claro que sufriría Vd. mucho menos, porque un hombre capaz, no
digo yo de aborrecerla, de dejarla de amar, es indigno de que nadie le quiera.
Pero ¿por qué piensa Vd. tanto...?
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