GUSTAVO (continuación)
— Tan cierto es eso, -dijo
Julián-, que yo a los 22 años estudiaba tercer año de Jurisprudencia; pensaba
ser abogado y, lleno de mil ilusiones, propias de la edad, soñaba con el venturoso
día en que mis clientes se dejarían su vida y su hacienda entre mis manos,
cuando de pronto un tío mío tuvo la humorada de morirse y de instituirme
heredero de una cuantiosa herencia, a condición de no volver á abrir un libro
de leyes; la elección no era dudosa; acepté la herencia y me despedí de la Universidad.
—«¡Pues Señor, había
nacido para propietario!», dije para mí. Por vía de entretenimiento, entré en la Bolsa , y a los pocos años me
hallaba sin dinero y sin carrera. «¡Pues, Señor, me había equivocado, dije
entonces, nací para vago!» En esto hicieron ministro a un amigo mío, y me
brindó con tres destinos». ¡Nací para empleado!» dije entonces; pero como la
elección era muy dudosa, porque a mí me costaba mucho dolor desprenderme de ninguno,
permanecí indeciso algunos días; cayó mi amigo: hube de gritar por los cafés
que aquello no estaba bien hecho, y el gabinete entrante tuvo por oportuno mandarme a Filipinas. «Trabé
amistad allí con una Criolla rica; estaba para casarme; pocos días antes de ir
a celebrar nuestra unión se publicó la amnistía;
los recuerdos de mi patria me arrancaron de los brazos de mi novia, y al poco tiempo me hallaba otra vez en la corte. Tantas equivocaciones con respecto
al día de mañana, irritaron mi orgullo, y me propuse no volver a echar más
cuentas acerca de él, y devolverle las
muchas burlas que me ha hecho, aguardándole siempre con la copa en la mano. Desde
entonces vivo y engordo».
En cuanto a lo gordo, no tenía
mucha razón, porque su cara más tenía de enferma que de sana.
Todos celebraron la relación de las aventuras de
Julián, y era en efecto la mejor para disponer los ánimos a una orgía. Cuando
el hombre se figura que no sigue con la constancia que debiera los planes que
para hacer fortuna se ha propuesto, oye con sumo gusto cuanto tienda a
encarecer el omnímodo poderío del acaso y de la suerte; pues desde luego que
por un momento se convence de que otra mano más poderosa que la suya ha de
concertar a su antojo sus asuntos, disculpa consigo mismo el poco esfuerzo que
pone de su parte. A pesar de esto, el Conde meditaba profundamente hasta la más
ligera circunstancia del plan que tan bien le iba saliendo. «Si es tan
poderoso el influjo de la suerte, dijo para sí, lejos de entregarnos al
abandono, debemos aumentar nuestra vigilancia para contrarrestarlo». Juicio
digno y propio de la prudencia.
El Conde salió de la sala.
Guillermo y Moncada fiaron en aquel instante a la
suerte el éxito de su próximo examen; Gustavo el de su ópera drama;
Julián la duración de su cargo, y todos se agitaron sedientos de vino.
— Pero ¿cuándo demonios acaban de
aderezarse esas muchachas? ¿Tanto tiempo necesitan tus alumnas para ponerse
bonitas?
—
¡Si hace un instante
que salieron!
—
No importa; deles prisa, que al fin son
mujeres y bonitas, y se dormirán delante de su espejo; diles que en nuestros
ojos brillantes con el vino, podrán acabarse de arreglar el tocado.
— No corren tanta prisa: los
músicos aun no han venido.
— ¡Hola! ¡Música
tenemos!
— ¡Sí, vive Dios!; dijo
Moncada: el vino engrandece el espíritu, y el alma agitada necesita torrentes:
de diversas armonías que sean la expresión de sus sentimientos.
En esto sonó la campanilla.
—
Ellos serán.
— Dª Martina, dijo
Julián, si es algún antiguo parroquiano de la casa, que pase adelante; ¡nada de
miserias! el Estado paga.
— Eso, Julián;
¡magnifico! Maldiga Dios al que es avaro de su alegría, que nunca encontrar
consuelo en sus penas, dijo Guillermo.
Un caballero de menos de treinta
años, vestido con elegancia y descuido, se presentó en la sala,
—¡Adiós, ínclito periodista!; ¡tú
por aquí! dijo Julián, saliéndole al encuentro.
— No soy tan dichoso,
dijo el periodista, echándose desdeñosamente sobre una butaca y descomponiéndose
el pelo más de lo que estaba, que ésta sea la primera vez que en estos sitios
nos encontramos. ¿De qué te sorprendes?
— No he querido hacerte el agravio de suponer que eres nuevo en esta
casa; mi sorpresa ha nacido de la oportunidad con que la suerte te ha traído a
nuestra compañía.
— ¿De qué se trata?
— De emborracharnos.
— Bien lo necesito,
para desterrar la nube que envuelve a mi alma.
El tono con que el periodista
pronunció estas palabras, fijó la atención del poeta y sus dos predilectos
amigos. Guillermo hizo un gestillo imperceptible e involuntario, dando a entender
lo poco que aquel personaje le agradaba: Moncada lo halló poco simpático, y Gustavo aguardaba oírle otra palabra para formar su juicio definitivo,
— Y ¿en qué periódico escribes ahora? dijo Julián.
— En ninguno la prensa ofrece un porvenir
muy incierto, y quiero emplear mi talento en trabajos más productivos.
— ¿Meditas alguna obra?
— Trato de regenerar la novela española.
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