miércoles, 14 de agosto de 2013

NOVELA DE LÓPEZ DE AYALA - 35

GUSTAVO (continuación)


CAPÍTULO X
Un lance imprevisto

—          ¡Gracias a Dios, Conde! Intenciones tenía de marcharme solo.
—     ¿Tan tarde es?
—  Las doce en punto, dijo Gustavo, sacando su reloj, en la  puerta del café Suizo.
—  Las doce menos cinco, dijo el Conde sacando el suyo.
—  Con esto entraron en el coche, después de dar el Conde varias instrucciones a su cochero.
—  Y ¿piensas que asistirá a la cita?
—  No lo dudo; tengo hechas a favor tuyo muy buenas indagaciones.
              Gustavo y el Conde habían apeado el tratamiento.
—  Pero este coche camina muy despacio.
—          ¿Qué coche quieres que camine tan de prisa como tus pen­samientos amorosos?
Y¿qué indagaciones son esas?
¿Ayer por la mañana le mandaste la carta?
En tu presencia salió con ella mi criado, Y ¿qué?
—  Yo la visité a las cinco.
—  ¿Y bien? ¿Qué efecto la había producido? ¿Qué te dijo? ¿De qué hablasteis?
—  Del viaje.
—  ¡Cómo! ¡Insiste…!
—  Nada de eso.
—  ¡Con que se queda!
—  Indudablemente.
—  Pero chico, este demonio de cochero parece que lo hace adrede.
—  Yo le hice notar su inconstancia.
—  Mal hecho.
—  A lo que ella me contestó con una gracia encantadora; «Conde, uno de los mejores privilegios que tenemos las mujeres, es poder hacer lo que nos dé la gana, sin tener en cuenta para nada lo que hemos dicho antes».
—  Chico, si tu cochero no anda más de prisa, yo soy de opinión de que vayamos andando y llegaremos más pronto.
—  Muchacho, a galope.
—  ¡Oh! ¡cuánto sentiré que haya llegado antes! ¿Me esperará en el jardín o en casa de su amiga?
—   Todo puede ser: llegamos a la puerta del jardín; si allí no está, subimos y yo te presento.
Hubo un momento de silencio, en que Gustavo involunta­riamente y por primera vez empezó á meditar en los muchos inconvenientes que tenía la cita que había dado á la Condesa. Puesto que tan pronto su carta la había hecho desistir del viaje, le parecía que hubiera sido más oportuno verla en su casa. Pero en fin, ya no tenía remedio, y por otra parte su amigo y con­sejero no estaba obligado a saber toda la violencia del amor que la Condesa le tenía.
«Si él lo hubiera adivinado, decía para sí el artista, no se hubiera creído obligado a aconsejarme un expediente tan enfa­doso».
Como en esta reflexión había algo que halagaba su orgullo, se fijó en ella particularmente y no pasó a otras que tal vez le hubieran hecho desconfiar de la sinceridad del Conde.
El coche, que había caminado con grande velocidad, se paró de pronto.
—          ¿Qué es esto? ¿Llegamos ya?

—          ¡Malditos escombros! dijo el Conde, después de haberse asomado por el ventanillo; una casa recientemente derribada nos hice retroceder y dar un rodeo de tres minutos lo menos. 

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