GUSTAVO (continuación)
CAPÍTULO X
Un lance imprevisto
— ¡Gracias
a Dios, Conde! Intenciones tenía de marcharme solo.
—
¿Tan
tarde es?
— Las doce en punto, dijo Gustavo, sacando
su reloj, en la puerta del café Suizo.
— Las doce menos cinco, dijo el Conde
sacando el suyo.
— Con esto entraron en el coche, después de
dar el Conde varias instrucciones a su cochero.
— Y ¿piensas que asistirá a la cita?
— No lo dudo; tengo hechas a favor tuyo muy
buenas indagaciones.
Gustavo
y el Conde habían apeado el tratamiento.
— Pero este coche camina muy despacio.
— ¿Qué coche quieres que camine tan de
prisa como tus pensamientos amorosos?
—Y¿qué indagaciones son esas?
—¿Ayer por la mañana le mandaste la carta?
—En tu presencia salió con ella mi criado, Y ¿qué?
— Yo la visité a las cinco.
— ¿Y bien? ¿Qué efecto la había producido?
¿Qué te dijo? ¿De qué hablasteis?
— Del viaje.
— ¡Cómo! ¡Insiste…!
—
Nada de
eso.
—
¡Con que se queda!
— Indudablemente.
— Pero chico, este demonio de cochero
parece que lo hace adrede.
— Yo le hice notar su inconstancia.
— Mal hecho.
— A lo que ella me contestó con una gracia
encantadora; «Conde, uno de los mejores privilegios que tenemos las mujeres, es
poder hacer lo que nos dé la gana, sin tener en cuenta para nada lo que hemos
dicho antes».
— Chico, si tu cochero no anda más de
prisa, yo soy de opinión de que vayamos andando y llegaremos más pronto.
— Muchacho, a galope.
—
¡Oh!
¡cuánto sentiré que haya llegado antes! ¿Me esperará en el jardín o en casa de
su amiga?
— Todo puede ser: llegamos a la puerta del
jardín; si allí no está, subimos y yo te presento.
Hubo un momento de silencio, en que Gustavo
involuntariamente y por primera vez empezó á meditar en los muchos
inconvenientes que tenía la cita que había dado á la Condesa. Puesto
que tan pronto su carta la había hecho desistir del viaje, le parecía que
hubiera sido más oportuno verla en su casa. Pero en fin, ya no tenía remedio, y
por otra parte su amigo y consejero no estaba obligado a saber toda la violencia
del amor que la Condesa
le tenía.
«Si él lo hubiera adivinado, decía para
sí el artista, no se hubiera creído obligado a aconsejarme un expediente tan enfadoso».
Como en esta reflexión había algo que
halagaba su orgullo, se fijó en ella particularmente y no pasó a otras que tal
vez le hubieran hecho desconfiar de la sinceridad del Conde.
El coche, que había caminado con grande
velocidad, se paró de pronto.
— ¿Qué es esto? ¿Llegamos ya?
— ¡Malditos escombros! dijo el Conde,
después de haberse asomado por el ventanillo; una casa recientemente derribada
nos hice retroceder y dar un rodeo de tres minutos lo menos.
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