domingo, 18 de agosto de 2013

NOVELA DE LÓPEZ DE AYALA - 37

GUSTAVO (continuación)

—  El atrevimiento de elogiar a su Condesa, aumentó la repug­nancia con que Gustavo miraba a Da Martina, Volvió la espalda sin decir una palabra y saltó de una vez los tres escalo­nes. El Conde no pudo contener un gesto de profunda desespe­ración; aquella inesperada resistencia frustraba todos sus planes. Dª Martina quiso hablar; pero habiendo ya dicho las palabras que tenía estudiadas como suficientes para conseguir el efecto que deseaba, no hizo otra cosa que lanzar un sonido informe, quedarse suspensa, mirar al Conde, y encogerse de hombros.
—  ¿Te vienes o me marcho?, dijo Gustavo, con ademán resuelto.
El Conde mismo no sabía qué partido tomar, cuando de repente estalla dentro de la casa un estruendo confuso y atro­nador.
—          ¡Que me matan! ¡Socorro! ¡Socorro! gritó la voz aguda de una mujer.
—          ¡Ah! bien me lo temía, dijo Dª Martina, lanzando un grito horroroso y precipitándose dentro.
El Conde se puso pálido como un cadáver. Gustavo, que oyó la voz de una mujer que pedía socorro, llevado de un impulso irresistible, de un salto se puso en la puerta y del segundo se colocó delante de Dª Martina, El Conde permaneció un instante suspenso; entró por fin; cerró la puerta, y amartilló dos pistolas que llevaba siempre consigo.


CAPÍTULO XI
Ángela

El generoso artista no pudo manos de contenerse un instante suspenso y espantado al contemplar el cuadro repugnante y sangriento que presentaba la primera habitación de la casa. Una mujer bellísima estaba tendida en el suelo en el mayor desorden: la expresión de su fisonomía, a pesar del violento terror que la agitaba, era purísima y angelical; sus formas de virgen; sus ojos lánguidos, claros y azules como el cielo más sereno; su cabello rubio abundante, sedoso y desordenado: estaba cubierta de una bata blanquísima, que armonizaba perfectamente con la expresión de inocencia y candor que de todas sus facciones se desprendía. Un hombre de aspecto feroz, de pelo negro y enros­cado, de ojos pardos y bañados en un humor rojizo, de nariz abultada, de labios gruesos y de musculatura desarrollada y salvaje, le tenía puesta una rodilla sobre el vientre, y con la mano derecha trataba de ahogarla. Dos mujeres jóvenes y bellas trata­ban en vano de contenerle.
—          Pero... ¿vas a matarme? dijo con voz sofocada y trémula la desgraciada joven.
—          ¡Infame! ¡No te salva ni Cristo!... y con la mano izquierda se registraba los bolsillos del pantalón. Al fin sacó una navaja y trató de abrirla con los dientes.
—          ¡Miserable! «dijo Gustavo, cogiéndole del pescuezo y dando con él de espaldas en medio de la sala. Lanzó un grito confuso y ahogado al dar en el suelo, y con tal velocidad volvió a levantarse, que parecía que en las baldosas del pavimento había votado su robusta musculatura: abrió rápidamente su navaja, con ademán resuelto de lanzarse al artista. El Conde, que entraba en este momento, le contuvo en mitad del camino poniéndole una pistola en el pecho; retrocedió un paso, y la rabia más desesperada y estúpida se marcó en su musculosa fisonomía. Gustavo entretanto levantó del suelo a la afligida criatura, que cayó desfallecida sobre una butaca: otras dos mujeres jóvenes y bellas se apresuraron á socorrerla.
— ¡Cómo! ¡Roberto! nunca pensé, dijo el Conde, que fueras tan mandria que sacaras tu navaja para una mujer

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