GUSTAVO (continuación)
— El atrevimiento de elogiar a su Condesa, aumentó la repugnancia con que Gustavo miraba a Da Martina, Volvió la espalda sin decir una palabra y saltó de una
vez los tres escalones. El Conde no pudo contener un gesto de profunda desesperación;
aquella inesperada resistencia frustraba todos sus planes. Dª Martina quiso
hablar; pero habiendo ya dicho las palabras que tenía estudiadas como
suficientes para conseguir el efecto que deseaba, no hizo otra cosa que lanzar
un sonido informe, quedarse suspensa, mirar al Conde, y encogerse de hombros.
— ¿Te vienes o me marcho?, dijo Gustavo, con ademán resuelto.
El Conde mismo no sabía qué partido
tomar, cuando de repente estalla dentro de la casa un estruendo confuso y atronador.
— ¡Que me matan! ¡Socorro! ¡Socorro!
gritó la voz aguda de una mujer.
— ¡Ah! bien me lo temía, dijo Dª Martina,
lanzando un grito horroroso y precipitándose dentro.
El Conde se puso pálido como un
cadáver. Gustavo, que oyó la voz de una mujer que pedía socorro, llevado de un
impulso irresistible, de un salto se puso en la puerta y del segundo se colocó
delante de Dª Martina, El Conde permaneció un instante suspenso; entró por fin;
cerró la puerta, y amartilló dos pistolas que llevaba siempre consigo.
CAPÍTULO XI
Ángela
El generoso artista no pudo manos de contenerse un
instante suspenso y espantado al contemplar el cuadro repugnante y sangriento que presentaba la primera habitación
de la casa. Una mujer bellísima estaba tendida en el suelo en el mayor desorden:
la expresión de su fisonomía, a pesar del violento terror que la agitaba, era
purísima y angelical; sus formas de virgen; sus ojos lánguidos, claros y azules
como el cielo más sereno; su cabello rubio abundante, sedoso y desordenado:
estaba cubierta de una bata blanquísima, que armonizaba perfectamente con la
expresión de inocencia y candor que de todas sus facciones se desprendía. Un
hombre de aspecto feroz, de pelo negro y enroscado, de ojos pardos y bañados
en un humor rojizo, de nariz abultada, de labios gruesos y de musculatura
desarrollada y salvaje, le tenía puesta una rodilla sobre el vientre, y con la
mano derecha trataba de ahogarla. Dos mujeres jóvenes y bellas trataban en
vano de contenerle.
— Pero... ¿vas a matarme? dijo con voz
sofocada y trémula la desgraciada joven.
— ¡Infame! ¡No te salva ni
Cristo!... y con la mano
izquierda se registraba los bolsillos del pantalón. Al fin sacó una navaja
y trató de abrirla con los dientes.
— ¡Miserable! «dijo Gustavo,
cogiéndole del pescuezo y dando con él de espaldas en medio de la sala.
Lanzó un grito confuso y ahogado
al dar en el suelo, y con tal velocidad
volvió a levantarse, que parecía que en las baldosas del pavimento había
votado su robusta musculatura: abrió rápidamente su navaja, con ademán resuelto
de lanzarse al artista. El Conde, que entraba en este momento, le contuvo en
mitad del camino poniéndole una pistola en el pecho; retrocedió un paso, y la
rabia más desesperada y estúpida se marcó en su musculosa fisonomía. Gustavo
entretanto levantó del suelo a la afligida criatura, que cayó desfallecida
sobre una butaca: otras dos mujeres jóvenes y bellas se apresuraron á socorrerla.
— ¡Cómo! ¡Roberto! nunca
pensé, dijo el Conde, que fueras tan mandria que sacaras tu navaja para una
mujer
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