GUSTAVO (continuación)
CAPÍTULO IX
Preparativos
— ¿Estás en todo?
— Descuide Vd. Señor Conde, que a buenas manos está encomendado el
asunto.
— Son las doce menos cuarto. ¿Está solo el jardín?
— Sí, Señor.
— No pudo arruinarse a mejor tiempo el empresario de baños; imposible me
hubiera sido encontrar un lugar más a propósito.
— Mañana empiezan la nueva obra.
— En no empezando esta noche… Pero ¿no oyes?
— Sin duda un carruaje.
— Yo me retiro: si me viera todo se perdería. ¿Están dispuestos los dos
muchachos?
— Están en la portería, y así yo tosa, saldrán hablando del asunto que
se les ha dicho. Pierda Vd. cuidado.
— El carruaje se acerca. Cuenta con todo.
Subió el Conde la escalera, y la mujer con quien
había estado hablando, quedó en el portal delante del pasadizo que conducía al
jardín, cómo esperando a la mujer que debía descender del coche.
Un carruaje se acercó a la casa y pasó de largo. La
mujer estuvo escuchando hasta que se perdió el ruido.
— Baje Vd. señor Conde, que no era el que aguardamos.
— Pues bien; yo me retiro; vuelvo a encargarte la mayor prudencia. Cada
plan de esta naturaleza es la máquina de un reloj; en faltando la pieza más insignificante,
se paraliza toda.
Llegose el Conde a un coche cerrado, tirado de dos
briosos caballos, que le aguardaba a la puerta.
— Para
el Café Suizo: dijo al entrar.
La calle estaba solitaria y los caballos salieron al
galope.
— Vd. se ha olvidado de nosotros, Da Martina, dijeron, asomando la cabeza por la portería, dos
hombres de mala traza, vestidos de frac. Uno de ellos tenía un chirlo en la
cara, y el otro, de barba poblada y tez morena, parecía, a pesar de su frac,
que continuamente se estaba echando mano a la faja.
— Tened calma, hijos míos: que ya llegara la hora de que cada uno gane
lo que tiene recibido y se haga acreedor de lo que le espera.
Los dos volvieron a esconderse.
— ¡Maldita niña! y ¡cuánto tarda en caer en la percha! dijo Dª Martina,
sentándose en la escalera.
Dª Martina era una mujer de algo más de cuarenta
años: morena, alta, gruesa, de cara redonda, de pelo negro y poblado, de
aspecto estúpido y grosero, que se esforzaba en ser cariñosa y sin embargo
helaba la sangre. Permaneció sentada en la escalera, y su fisonomía no dio
muestras de que el más ligero pensamiento ocupara su mente. Da Martina no pensaba nunca:
cuando estaba callada, parecía una mujer dormida con los ojos abiertos.
Oyese de nuevo el ruido de un carruaje, que se
aproximaba andando cada vez más despacio; prueba de que pensaba parar en alguna casa de la calle.
— ¡Este es sin duda! Da
Martina se puso de pie, escuchó un momento, tosió, y se dirigió al jardín.
Los dos hombres de que hemos hablado salieron de la portería; esperaron
un momento, y así que vieron que una mujer cubierta de un velo negro bajaba del
coche, se dirigieron con ademan tranquilo a la calle.
No hay comentarios:
Publicar un comentario