sábado, 10 de agosto de 2013

NOVELA DE LÓPEZ DE AYALA - 33

GUSTAVO (continuación)


CAPÍTULO IX
Preparativos

  ¿Estás en todo?
  Descuide Vd. Señor Conde, que a buenas manos está encomendado el asunto.
  Son las doce menos cuarto. ¿Está solo el jardín?
  Sí, Señor.
  No pudo arruinarse a mejor tiempo el empresario de baños; imposible me hubiera sido encontrar un lugar más a propósito.
  Mañana empiezan la nueva obra.
  En no empezando esta noche… Pero ¿no oyes?
  Sin duda un carruaje.
  Yo me retiro: si me viera todo se perdería. ¿Están dispuestos los dos muchachos?
  Están en la portería, y así yo tosa, saldrán hablando del asunto que se les ha dicho. Pierda Vd. cuidado.
  El carruaje se acerca. Cuenta con todo.
Subió el Conde la escalera, y la mujer con quien había estado hablando, quedó en el portal delante del pasadizo que conducía al jardín, cómo esperando a la mujer que debía descender del coche.
Un carruaje se acercó a la casa y pasó de largo. La mujer estuvo escuchando hasta que se perdió el ruido.
  Baje Vd. señor Conde, que no era el que aguardamos.
  Pues bien; yo me retiro; vuelvo a encargarte la mayor prudencia. Cada plan de esta naturaleza es la máquina de un reloj; en faltando la pieza más insignificante, se paraliza toda.
Llegose el Conde a un coche cerrado, tirado de dos briosos caballos, que le aguardaba a la puerta.
—          Para el Café Suizo: dijo al entrar.
La calle estaba solitaria y los caballos salieron al galope.
  Vd. se ha olvidado de nosotros, Da Martina, dijeron, aso­mando la cabeza por la portería, dos hombres de mala traza, vestidos de frac. Uno de ellos tenía un chirlo en la cara, y el otro, de barba poblada y tez morena, parecía, a pesar de su frac, que continuamente se estaba echando mano a la faja.
  Tened calma, hijos míos: que ya llegara la hora de que cada uno gane lo que tiene recibido y se haga acreedor de lo que le espera.
Los dos volvieron a esconderse.
  ¡Maldita niña! y ¡cuánto tarda en caer en la percha! dijo Dª Martina, sentándose en la escalera.
Dª Martina era una mujer de algo más de cuarenta años: morena, alta, gruesa, de cara redonda, de pelo negro y poblado, de aspecto estúpido y grosero, que se esforzaba en ser cariñosa y sin embargo helaba la sangre. Permaneció sentada en la escalera, y su fisonomía no dio muestras de que el más ligero pensa­miento ocupara su mente. Da Martina no pensaba nunca: cuando estaba callada, parecía una mujer dormida con los ojos abiertos.
Oyese de nuevo el ruido de un carruaje, que se aproximaba andando cada vez más despacio; prueba de que pensaba parar en alguna casa de la calle.
  ¡Este es sin duda! Da Martina se puso de pie, escuchó un momento, tosió, y se dirigió al jardín.

Los dos hombres de que hemos hablado salieron de la portería; esperaron un momento, y así que vieron que una mujer cubierta de un velo negro bajaba del coche, se dirigieron con ademan tranquilo a la calle.

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