GUSTAVO (continuación)
— El plan es como tuyo. No seré yo quien haga objeto de esa farsa a la
mujer más noble del mundo.
— Eres el mentecato más grande que he conocido, el único hombre de
talento que de importancia a las cosas de las mujeres.
— Para
esos necios que hacen alarde de despreciarlas, yo no le pido al cielo otro
castigo más que su misma ignorancia, que les prohíbe disfrutar los placeres que
encierra un amor verdadero. El que desprecia a las mujeres, o le falta el
corazón…
— O le sobra la cabeza.
— El Señor Conde de San Román, dijo un
criado.
— Que
pase a la sala.
— A buena hora llega el Conde; tú
verás como es de mi misma opinión.
— Vamos allá.
Salen los tres.
Figúrese el lector una prosaica sala de recibo en
una casa de huéspedes, y con eso me evitara la molestia de describirla.
— Servidor de Vd. señor Conde.
— ¡Guillermo! ¡Moncada! ¡Oh! no
esperaba yo que fuese tanta mi satisfacción.
Sentiré mucho haber venido a interrumpirles…
— ¡Oh! nada de eso. Estábamos tratando... Gustavo miró a Guillermo con
grande inquietud; él, con un movimiento imperceptible, le dijo que se
tranquilizara.
— ¿Del plan de una nueva partitura?
— No; del amor y de las mujeres en general.
— Pues
si es algo la experiencia, -dijo Moncada-, yo sé que el Señor Conde podría
decirnos muy buenas cosas sobre esa materia.
— Si
hay algo que se resista al examen de la experiencia, son las mujeres, porque
cada una de ellas es un mundo nuevo.
— No estamos de acuerdo, Señor Conde; dijo Guillermo; a mí las mujeres
me parecen montones de naranjas chinas, que todas son iguales.
— Se engaña Vd. mucho, amigo mío;
desde la extremada y dulce timidez de la melancólica rubia, hasta el arrojo y
el orgullo indomable de la arrogante morena, hay tantos grados y diferencias,
como astros hay en el cielo.
En
esto se presentó un criado y le entregó a Gustavo una tarjeta. Gustavo la lee,
y permanece un instante pálido y silencioso.
— ¡Se despide para el extranjero! -dijo entre dientes.
— ¿Quién? dijeron a un tiempo Guillermo y Moncada, aproximándose; a
leer la tarjeta.
— ¿Qué tal, chico? -le dijo Guillermo aparte; si la que es amada se
despide para el extranjero, ¿sigues
creyendo todavía que la sensible
Elena se morirá de achaques de
desamor?
Gustavo no oyó estas palabras.
— Conde,
tengo que hablarle.
— Estoy
sus órdenes, amigo mío,
— Adiós, Gustavo.
— Ya
sabréis despacio...
— Bien,
bien; pero sosiégate, que es una mala vergüenza verte de ese modo.
— ¡Cuándo
querrá Dios, dijo Moncada, saliendo, que dejen trabajar en calma al pobre
compositor poeta!
— Déjalo
que se entretenga, replicó Guillermo; él está gozando mucho en crearse todas
esas penas, porque yo no creo que por causa tan leve sufra tanto como aparenta.
— Dígame
Vd. Conde: ¿tenía Vd. noticia del viaje que me anuncia la Condesa ? dijo Gustavo,
alargándole la tarjeta.
— Hace
algunos meses que me está hablando de su viaje a París; pero últimamente lo
tenía tan olvidado, que yo creí que ya había desistido completamente.
Gustavo empezó a pasearse con grande agitación.
— Pero
sea Vd. franco: ¿Vd. la ama?
— Si,
Conde; la amo; me será imposible perderla: partiré a París.
— ¡Oh!
pues no veo sus asuntos en tan mal estado. La Condesa , ayer tarde, me
hablaba de Vd. con grande entusiasmo. ¿Por qué no le ha declarado Vd. su amor
antes de arreglar definitivamente su viaje?
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