martes, 20 de agosto de 2013

NOVELA DE LÓPEZ DE AYALA - 38

GUSTAVO (continuación)

Roberto reconoció al Conde y permaneció silencioso. Al fin guardó su navaja, pero prometiendo interiormente acabar la hazaña comenzada así que se le ofreciera más cómoda ocasión. Roberto era uno de los dos que salieron de la portería, hablando del duelo de Gustavo, cuando entró Elena. Aun conservaba el frac que el Conde le había vestido y que contrastaba notablemente con sus ademanes toscos y groseros.
—          ¿Son estas las hazañas que te han conquistado el nombre de valiente?
—          Y ¿qué es una mujer? Vd. mismo me ha dicho lo poco que valen.
—          Por lo mismo…
—          Por lo mismo a ningún hombre se le debe llevar a  mal que cuando una molesta demasiado, se la quite del medio.
—          ¡Infame! ¡Conmigo habías tu de dar! dijo Fernanda, una de las dos muchachas que cuidaban a Ángela; ¡yo te juro por la que me dio el pecho, y en paz descanse, que habías de soñar conmigo!
—          Tan perdida y tan deshonorable eres tú...
— Oye, grandísimo pillo: ¿ella perdida? dijo Dª Martina, levantando el grito, Cada cual en su clase puede ser tan honrado como el primero y ella y todas las muchachas que vienen a mi casa son buenas y honradas, y capaces de hacer una obra de caridad, y tú eres una víbora ingrata, que no cabes en ti de orgullo porque nosotras y esa infeliz te hemos matado el hambre y te hemos cubierto las carnes. ¡Verdugo, sal de mi casa!; ¡tú vas a ser nuestra perdición!; ¡vete!, ¡vete!...
—          Dª Martina, dijo Roberto con mucha sorna, a fe mía que no me dice Vd. que me vaya, cuando hay algún insolente a quien enseñarle a tener respeto. ¡Bruja de Satanás, a tí también...!
—          ¿Qué importa que por la fama de perdonavidas que te hemos dado, sepas mantener el respeto de mi casa, si luego tu se lo pierdes todos los días?
—Y ¿quién tiene la culpa, Dª Martina? No me lo pierde a mí esa mosquita muerta, a quien tengo que desollar viva y ¿Vd. no se lo consiente?
— iVaya, que te hemos hecho escrupuloso! -dijo Ramira, la que en unión de Fernanda estaba socorriendo a su afligida compañera. Acuérdate de cuando viniste casa, que no te atrevías a acercarte a mí, y ahora no te contentas con menos que con toda la fidelidad de Angela.
Roberto, repuesto ya de la sorpresa que la inesperada aparición del Conde le había causado, empezaba de nuevo a recordar su agravio aun no vengado, y los ímpetus más violentos agita­ban su corazón. La sangre le hormigueaba, y su vista empezaba a turbarse. La idea de ser respetado por todos los hombres y constantemente rendido por aquella mujercilla, como decía, a quien a pesar de haberla intentado matar, profesaba un amor de tigre, empezaba a remover su sangre, a trastornar su cabeza y a presentarle como digna hazaña la muerte de aquella desdichada. El Conde, acostumbrado a leer en su fisonomía, conoció lo que le estaba pasando, llegose a él y con tono amistoso.
— Vete, Roberto, le dijo, yo te prometo que Ángela conocerá en adelante lo que vales y no volverá a serte infiel.

Apuradillo se hubiera visto el Conde si le hubiesen obligado al cumplimiento de su promesa. Conoció Roberto, a pesar suyo, que no era posible su venganza, al menos en aquella noche, y por evitarse el tormento agudo que la presencia del agravio le causaba, salió sin hablar una palabra ni saludará nadie. Ape­nas se vio solo, se le ofreció más viva la imagen de su afrenta. Recordó que un hombre le había cogido por el pescuezo y lo había tendido en el suelo; empezó creerse cobarde y digno de desprecio, y sus nervios crujían de rabia; en fin, para calmarse un poco, se prometió por de pronto matar a aquella mujer en la primera ocasión que se le presentara.

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