GUSTAVO (continuación)
Roberto reconoció al Conde y permaneció silencioso.
Al fin guardó su navaja, pero prometiendo interiormente acabar la hazaña
comenzada así que se le ofreciera más cómoda ocasión. Roberto era uno de los
dos que salieron de la portería, hablando del duelo de Gustavo, cuando entró
Elena. Aun conservaba el frac que el Conde le había vestido y que contrastaba
notablemente con sus ademanes toscos y groseros.
— ¿Son
estas las hazañas que te han conquistado el nombre de valiente?
— Y
¿qué es una mujer? Vd. mismo me ha dicho lo poco que valen.
— Por
lo mismo…
— Por
lo mismo a ningún hombre se le
debe llevar a mal que cuando una molesta demasiado,
se la quite del medio.
— ¡Infame!
¡Conmigo habías tu de dar! dijo Fernanda, una de las dos muchachas que cuidaban
a Ángela; ¡yo te juro por la que me dio el pecho, y en paz descanse, que habías
de soñar conmigo!
— Tan
perdida y tan deshonorable eres tú...
— Oye,
grandísimo pillo: ¿ella perdida? dijo Dª Martina, levantando el grito, Cada
cual en su clase puede ser tan honrado como el primero y ella y todas
las muchachas que vienen a mi
casa son buenas y honradas, y capaces de hacer una obra de caridad, y tú
eres una víbora ingrata, que no cabes en ti de orgullo porque nosotras y esa
infeliz te hemos matado el hambre y te hemos cubierto las carnes. ¡Verdugo, sal
de mi casa!; ¡tú vas a ser nuestra perdición!; ¡vete!, ¡vete!...
— Dª Martina, dijo Roberto con mucha sorna, a fe mía que no me dice Vd. que me
vaya, cuando hay algún insolente a quien enseñarle a tener respeto. ¡Bruja de
Satanás, a tí también...!
— ¿Qué
importa que por la fama de perdonavidas que te hemos dado,
sepas mantener el respeto de mi casa, si luego tu se lo pierdes todos los días?
—Y ¿quién
tiene la culpa, Dª Martina? No me lo pierde a mí esa mosquita muerta, a quien
tengo que desollar viva y ¿Vd. no se lo consiente?
— iVaya, que te hemos hecho escrupuloso!
-dijo Ramira, la que en unión de Fernanda estaba socorriendo a su afligida
compañera. Acuérdate de cuando viniste casa, que no te atrevías a acercarte a mí, y ahora no te contentas con menos que con
toda la fidelidad de Angela.
Roberto,
repuesto ya de la sorpresa que la inesperada aparición del Conde le había
causado, empezaba de nuevo a recordar su agravio aun no vengado, y los ímpetus
más violentos agitaban su corazón. La sangre le hormigueaba, y su vista
empezaba a turbarse. La idea de ser respetado por todos los hombres y
constantemente rendido por aquella mujercilla, como decía, a quien a pesar de haberla intentado matar, profesaba un amor de tigre, empezaba a
remover su sangre, a trastornar su cabeza y a presentarle como digna hazaña la
muerte de aquella desdichada. El Conde, acostumbrado a leer en su fisonomía,
conoció lo que le estaba pasando, llegose a él y con tono amistoso.
— Vete, Roberto,
le dijo, yo te prometo que Ángela conocerá en adelante lo que vales y no
volverá a serte infiel.
Apuradillo se
hubiera visto el Conde si le hubiesen obligado al cumplimiento de su promesa.
Conoció Roberto, a pesar suyo, que no era posible su venganza, al menos en
aquella noche, y por evitarse el tormento agudo que la presencia del agravio le
causaba, salió sin hablar una palabra ni saludará nadie. Apenas se vio solo,
se le ofreció más viva la imagen de su afrenta. Recordó que un hombre le había
cogido por el pescuezo y lo había tendido en el suelo; empezó creerse cobarde y
digno de desprecio, y sus nervios crujían de rabia; en fin, para calmarse un
poco, se prometió por de pronto matar a aquella mujer en la primera ocasión que
se le presentara.
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