viernes, 16 de agosto de 2013

NOVELA DE LÓPEZ DE AYALA - 36

GUSTAVO (continuación)


Gustavo tembló de rabia. El coche retrocedió y aumentó su velocidad.
—          Pero no te inquietes; si ella ha venido, no es natural que se vuelva, sin esperarte siquiera cinco minutos.
—          Pero ¡hacerla esperar, después de haber faltado a su cita, y de haber asistido ella a la mía!
Gustavo se revolvió casi desesperado.
—          ¡A escape muchacho!
EI látigo crujió y los caballos arrancaron con nuevo brío.
Pocos momentos después el coche paró, y un lacayo abrió la portezuela. Un coche de alquiler, que estaba en la puerta, se retiró a un lado para dejar el paso libre al del Conde.
—          ¡Ah! ¡Gracias a Dios!
—          Lleguemos al jardín: yo te acompaño hasta la puerta y tú te adelantas.
Cruzaron el pasadizo y llegaron á la puerta, que estaba cerrada.
— ¿Qué es esto?
—          ¿No lo ves? que está cerrada. ¿No viste un coche a la puerta?
—          Si.
—          Pues arriba ha de estar esperándote.
Subieron tres escalones, y el Conde agitó una campanilla.
— Pero, si mal no recuerdo, me dijiste que vivía esa Señora en el piso cuarto.
—          No; pues estoy seguro de que es aquí: entonces me equi­vocaría.
—  ¿Qué se le ofrece a ustedes, Caballeros?
—  La Sra. de Mendoza ¿está en casa?
—  ¡Ah! esa Sra. hace tres días que se ha mudado a la calle de la Encomienda, no recuerdo el número.
—  Gustavo acabó de desesperarse del todo.
—  ¿Se llama alguno de ustedes el caballero Gustavo?
—  Yo, Señora: ¿por qué lo dice Vd.?
—   Porque una Sra. que acaba de retirarse, y que también preguntaba por la Sra. que se ha mudado, me encargó muy enca­recidamente que si venía un caballero del nombre que he dicho, que tuviera la bondad de decirle que mañana la una le aguardaba en su casa, Yo le pedí explicaciones; pero se retiró, ase­gurando que con esto bastaba.
Gustavo respiró
—                     Chico, ya ves que nada hay perdido.
—  Sí, podemos retirarnos.
—  Sra., Vd. dispense la incomodidad.
—  Vd. mande, Caballero.
—  ¡Pero  qué miro! ¡Dª Martina!
—  ¡Sr. Conde!
—       ¡Oh! ¡amiga mía!  ¿Cómo vamos?
—  Muy bien, y echando siempre de menos a los amigos ingratos que nos abandonan. Pero entren ustedes, y descansarán un rato.
—  Chico, es una antigua conocida y siquiera por la buena noticia que nos ha dado…
—  Gustavo, que por la traza de Dª Martina y por la manera marcial con que había saludado a su amigo, vino en conocimiento de la noble profesión que ejercía, se negó resueltamente a pasar adelante, pensando que en otra parte cualquiera correría con más velocidad el tiempo que le faltaba para ponerse en presencia de su Condesa.

—  Vamos, Caballero, que hasta mañana a la una no tiene Vd. que ver a la gallarda Señora que buscaba. ¡Oh! ¡qué voz tiene tan dulce y que aspecto tan señoril! No extraño yo la ansiedad que Vd. manifestaba.

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