GUSTAVO (continuación)
— Espero
la paga prometida, Condesa.
— ¿Cual?
— La carta que tiene Vd. en la mano.
— ¡Ah!
La Condesa
volvió en sí y leyó la carta de nuevo. ¿Querrá Vd. explicarme qué significa la
cita esta?
— Esa
carta está dictada por mí: el músico se encontraba en aquel momento incapaz de
pensar, y yo le persuadí de que en esa casa vive una intima amiga de Vd. y que
sería fácil... En fin, esta Vd. dispensada de asistir a la cita,
— ¿Cómo?
— ¡No
se alarme Vd.! Yo le diré al
joven maestro que la amiga se ha
mudado y que no es posible por lo tanto que Vd. acuda.
— Esta Vd. muy enigmático.
— Para Vd. señora, no debe haber enigma ninguno. Gustavo la adora; yo le
respondo de que no ha de faltar en adelante a ninguna cita que Vd. le dé. Esta Vd. completamente
satisfecha, y espero que no será tan ingrata.
— ¿Insiste Vd.?
— Señora, lo que hay aquí de extraño no es mi insistencia, si no que Vd.
retarde tanto el cumplimiento de su palabra.
— Ha hecho Vd. muy mal en describirme tan vivamente el arrebato de
Gustavo. ¿Cómo quiere Vd.
que me desprenda de una carta escrita en aquellos momentos, aunque su contenido
sea tan extravagante?
— En eso echara Vd. de ver,
Condesa, que, cuando yo la dicté, no fue con el objeto de que Vd. la conservara.
—
¿Será Vd. tan poco galante?
— Acabemos, Señora.
El Conde, que estaba altamente disgustado de lo
mucho que se dilataba un incidente que él pensó terminar en pocas palabras, no
pudo menos de dar indicios de su carácter indomable y violento en la grosera
frase que dejamos escrita. La
Condesa vio en ella confirmada la sospecha que había
concebido.
— ¿Qué delito ha cometido esa joven en amar a un hombre que Vd. mismo
confiesa que es tan digno de ser amado, para que sirva de disculpa a la
horrible venganza que esta Vd.
tramando?
— Y ¿en qué conoce Vd. que trato
de vengarme?
— ¿En qué lo conozco? En la
siniestra y reconcentrada meditación que contrae su fisonomía: en la confesión que Vd. me ha hecho de la
indiferencia con que ha sido tratado por
esa joven, indiferencia que debe haberle inspirado los proyectos más criminales; en…
— ¡Válgame
Dios, Condesa, cualquiera que la oiga me creerá un traidor de melodrama!
— Pues
bien; pruébeme Vd. que me engaño, permitiéndome romper esta carta.
— ¡Señora, Vd. sabe que yo soy hombre que le cobro grande amor a mis
planes y mis reconcentradas meditaciones, como Vd. dice: si Vd. ha imaginado
que esa carta puede tener alguna relación con ellos, le aconsejo que no se empeñe
más en negármela!
— Si no hubiera sospechado el uso que Vd. va a hacer de ella, podría
entregársela sin remordimiento; pero ya sería una iniquidad tan grande como la
que Vd. medita.
— No soy hombre que me pago de frases teatrales… Acabe Vd., señora, de
leer en mi alma la resolución que tengo de adquirirla, y acábese tan enojosa
cuestión.
— Perdone Vd. Conde; pero su empeño de adquirirla aumenta mi deseo de
romperla.
— Romperla ¡Le advierto a Vd. que yo no he roto ninguna!
— ¿Qué quiere Vd. decir?
— Que conservo cuantas cartas he
recibido.
— La Condesa palideció. Una angustia mortal se apoderó de su pecho.
— Qué
puedo hacer…
—
¿Con que no hay medio, dijo la
Condesa interrumpiéndole, de salvar a esa joven?
— ¿Qué medio de salvación nos queda, si el amor engendra en Vd. el
desprecio, y la resistencia el deseo de la venganza?
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