sábado, 3 de agosto de 2013

NOVELA DE LÓPEZ DE AYALA - 29

GUSTAVO (continuación)

— Espero la paga prometida, Condesa.
—          ¿Cual?
—   La carta que tiene Vd. en la mano.
—          ¡Ah! La Condesa volvió en sí y leyó la carta de nuevo. ¿Querrá Vd. explicarme qué significa la cita esta?
—          Esa carta está dictada por mí: el músico se encontraba en aquel momento incapaz de pensar, y yo le persuadí de que en esa casa vive una intima amiga de Vd. y que sería fácil... En fin, esta Vd. dispensada de asistir a la cita,
—          ¿Cómo?
—          ¡No se alarme Vd.! Yo le diré al joven maestro que la amiga se ha mudado y que no es posible por lo tanto que Vd. acuda.
—  Esta Vd. muy enigmático.
—  Para Vd. señora, no debe haber enigma ninguno. Gustavo la adora; yo le respondo de que no ha de faltar en adelante a ninguna cita que Vd. le dé. Esta Vd. completamente satisfecha, y espero que no será tan ingrata.
—  ¿Insiste Vd.?
—  Señora, lo que hay aquí de extraño no es mi insistencia, si no que Vd. retarde tanto el cumplimiento de su palabra.
—  Ha hecho Vd. muy mal en describirme tan vivamente el arrebato de Gustavo. ¿Cómo quiere Vd. que me desprenda de una carta escrita en aquellos momentos, aunque su contenido sea tan extravagante?
—  En eso echara Vd. de ver, Condesa, que, cuando yo la dicté, no fue con el objeto de que Vd. la conservara.
— ¿Será Vd. tan poco galante?
—   Acabemos, Señora.
El Conde, que estaba altamente disgustado de lo mucho que se dilataba un incidente que él pensó terminar en pocas palabras, no pudo menos de dar indicios de su carácter indomable y violento en la grosera frase que dejamos escrita. La Condesa vio en ella confirmada la sospecha que había concebido.
—  ¿Qué delito ha cometido esa joven en amar a un hombre que Vd. mismo confiesa que es tan digno de ser amado, para que sirva de disculpa a la horrible venganza que esta Vd. tramando?
—   Y ¿en qué conoce Vd. que trato de vengarme?
—   ¿En qué lo conozco? En la siniestra y reconcentrada meditación que contrae su fisonomía: en la confesión que Vd. me ha hecho de la indiferencia con que ha sido tratado por esa joven, indiferencia que debe haberle inspirado los proyectos más crimi­nales; en…
—          ¡Válgame Dios, Condesa, cualquiera que la oiga me creerá un traidor de melodrama!
—          Pues bien; pruébeme Vd. que me engaño, permitiéndome romper esta carta.
—  ¡Señora, Vd. sabe que yo soy hombre que le cobro grande amor a mis planes y mis reconcentradas meditaciones, como Vd. dice: si Vd. ha imaginado que esa carta puede tener alguna relación con ellos, le aconsejo que no se empeñe más en negármela!
—  Si no hubiera sospechado el uso que Vd. va a hacer de ella, podría entregársela sin remordimiento; pero ya sería una iniquidad tan grande como la que Vd. medita.
—  No soy hombre que me pago de frases teatrales… Acabe Vd., señora, de leer en mi alma la resolución que tengo de adquirirla, y acábese tan enojosa cuestión.
—  Perdone Vd. Conde; pero su empeño de adquirirla aumenta mi deseo de romperla.
—  Romperla ¡Le advierto a Vd. que yo no he roto ninguna!
—  ¿Qué quiere Vd. decir?
—   Que conservo cuantas cartas he recibido.
—  La Condesa palideció. Una angustia mortal se apoderó de su pecho.
—          Qué puedo hacer…
— ¿Con que no hay medio, dijo la Condesa interrumpiéndole, de salvar a esa joven?

—  ¿Qué medio de salvación nos queda, si el amor engendra en Vd. el desprecio, y la resistencia el deseo de la venganza?

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