viernes, 2 de agosto de 2013

NOVELA DE LÓPEZ DE AYALA - 28

 GUSTAVO (continuación)


La Condesa está sentada delante de su tocador: es la primera vez que se deja vestir maquinalmente sin hacer a sus camareras ninguna advertencia acerca del peinado, y sin gozarse en contemplar las acabadas formas de su hermosura.
Dos muchachas gemelas parecen muy complacidas en embelle­cer a su señora: en efecto, no debe haber ocupación tan agradable como vestir a mujer tan hermosa.
En los cuatro ángulos de la estancia hay cuatro medias colum­nas de blanquísimo mármol, encima de las cuales se ostentan riquísimos floreros de China, coronados de aromáticas rosas. Dos anchos estantes de oloroso cedro encierran las caprichosas invenciones de la moda; cuatro lunas de Venecia les sirven de puertas. En el techo, con arrogante pincel, esta retratada una risueña Deidad coronada de flores, que representa la frescura, el encanto y el armónico estruendo de la Primavera.
Reina en toda la estancia un agradable desorden, de que nacen las imágenes más vivas, Aquí unas lindas y breves zapatillas, manifiestan el delicado pie que han aprisionado; más allá, un vestido de seda nos habla de una cintura delgada y de un talle flexible; otro, de pesado terciopelo, lo han arrojado encima de un sofá; el aire, al caer, hinchó los pliegues del pecho y, denun­cia a la vista las delicadas y redondas formas que ha cubierto. En la estancia vecina, y al través de un pabellón encarnado, se descubre un lecho revuelto. En todas partes los sentidos enajenados respiran la hermosura de aquella mujer.
Tres bellísimas estatuas, que representan las tres Gracias, sostienen el espejo que copia en este instante los encantos de la Condesa.
—          ¿Está bien así, señora?
—          Si.
—          ¿Cuál de los adornos?
—          El que quieras.
—  ¿Qué vestido quiere V.E.?
—          El de ayer.
—  ¿Llamaron?
—  Sin duda.
—  Corre, Julia.
Reinó un momento de silencio, en que solo se oyó el imper­ceptible ruido de las pisadas de Julia sobre la alfombra.
—          Esta carta, señora.   
La Condesa, que había visto los apuntes manuscritos en los bordes de la partitura el manuscrito del drama de Gustavo, conoció la letra y abrió la carta con avidez.
—  Dejadme sola, dijo antes de leerla,
—  ¿Qué significa esto? ¿qué cita es esta?
—  El señor Conde de San Román, dijo Julia, volviendo después de algunos instantes.
—  La Condesa permaneció suspensa un momento, como queriendo que el nombre que acababa de oír le explicase el misterio de la carta. Una idea terrible cruzó por su mente.    
—  Que pase al salón.
Estamos en el salón de los espejos.
—          Abur, Conde.
—  No dirá Vd., querida Condesa, que no he sido fiel a nuestro convenio.
—  Acabo de recibir esta carta.
—          Pues si Vd. hubiera visto el modo con que el pobre muchacho la escribió, estaría Vd. aun más satisfecha de mi ardid. Digo que tiene Vd. mil razones en haber perdido la libertad después de haber conocido a ese joven. Es imposible encontrar un alma más llena de vida y de amor. Se puso pálido y tembloroso al recibir la tarjeta. Por supuesto, hice que un criado se la entregara estando yo en su casa. Queriendo encontrar en mi auxilio, y para interesarme a su favor, me declaró el frenesí con que es Vd. adorada, quería en aquel momento venir a su casa y arrodillarse a sus pies, tomar una posta y salir inmediatamente para París. En fin, Condesa, era la verdadera imagen de los primeros amores.

Estas palabras pusieron en olvido las sospechas terribles que la Condesa había concebido al recibir la carta, y dieron a su sem­blante una expresión tan cariñosa y tierna, que parecía que en aquel momento tenía a Gustavo delante de sus ojos.

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