GUSTAVO (continuación)
2ª
Dos muchachas gemelas parecen muy complacidas en
embellecer a su señora: en efecto, no debe haber ocupación tan agradable como
vestir a mujer tan hermosa.
En los cuatro ángulos de la estancia hay cuatro
medias columnas de blanquísimo mármol, encima de las cuales se ostentan
riquísimos floreros de China, coronados de aromáticas rosas. Dos anchos
estantes de oloroso cedro encierran las caprichosas invenciones de la moda;
cuatro lunas de Venecia les sirven de puertas. En el techo, con arrogante
pincel, esta retratada una risueña Deidad coronada de flores, que representa la
frescura, el encanto y el armónico estruendo de la Primavera.
Reina en toda la estancia un agradable desorden, de
que nacen las imágenes más vivas, Aquí unas lindas y breves zapatillas,
manifiestan el delicado pie que
han aprisionado; más allá, un vestido de seda nos habla de una cintura delgada
y de un talle flexible; otro, de pesado terciopelo, lo han arrojado encima de
un sofá; el aire, al caer, hinchó los pliegues del pecho y, denuncia a la
vista las delicadas y redondas formas que ha cubierto. En la estancia vecina, y
al través de un pabellón encarnado, se descubre un lecho revuelto. En todas
partes los sentidos enajenados respiran la hermosura de aquella mujer.
Tres bellísimas estatuas, que representan las tres
Gracias, sostienen el espejo que copia en este instante los encantos de la Condesa.
— ¿Está
bien así, señora?
— Si.
— ¿Cuál
de los adornos?
— El
que quieras.
— ¿Qué vestido quiere V.E.?
— El
de ayer.
— ¿Llamaron?
— Sin duda.
— Corre, Julia.
Reinó un momento de silencio, en que solo se oyó el
imperceptible ruido de las pisadas de Julia sobre la alfombra.
— Esta
carta, señora.
— Dejadme sola, dijo antes de leerla,
— ¿Qué significa esto? ¿qué cita es esta?
— El señor Conde de San Román, dijo Julia, volviendo después de algunos
instantes.
— La Condesa permaneció suspensa un momento, como queriendo que el nombre que acababa
de oír le explicase el misterio de la carta. Una idea terrible cruzó por su
mente.
— Que pase al salón.
Estamos en el salón de los espejos.
— Abur,
Conde.
— No dirá Vd., querida Condesa, que no he sido fiel a nuestro convenio.
— Acabo de recibir esta carta.
— Pues
si Vd. hubiera visto el modo con que el pobre muchacho la escribió, estaría Vd.
aun más satisfecha de mi ardid. Digo que tiene Vd. mil razones en haber perdido
la libertad después de haber conocido a ese joven. Es imposible encontrar un
alma más llena de vida y de amor. Se puso pálido y tembloroso al recibir la
tarjeta. Por supuesto, hice que un criado se la entregara estando yo en su
casa. Queriendo encontrar en mi auxilio, y para interesarme a su favor, me
declaró el frenesí con que es Vd. adorada, quería en aquel momento venir a su
casa y arrodillarse a sus pies, tomar una posta y salir inmediatamente para
París. En fin, Condesa, era la verdadera imagen de los primeros amores.
Estas palabras pusieron en olvido las sospechas terribles
que la Condesa
había concebido al recibir la carta, y dieron a su semblante una expresión tan
cariñosa y tierna, que parecía que en aquel momento tenía a Gustavo delante de
sus ojos.
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