martes, 8 de diciembre de 2009

LA ANGUSTIA DE LAS INMENSIDADES OCEÁNICAS - 3 DE 8

(La representación del espacio en los primeros exploradores europeos del Pacífico en los siglos XVI y XVII)

Por la Dra. Annie Baert, hispanista, profesora de español y especialista en Estudios Ibéricos en la Universidad de la Polinesia francesa, en Tahití.


(Traducción de José María Álvarez Blanco)

La experiencia de la mar y el conocimiento de su nave le permitían estimar su marcha. En su Art de naviguer (Arte de navegar), Pierre de Médine indicaba así al marino: que «sabe que lo más que puede recorrer en una hora es cuatro leguas; y de ellas recorre tres, es mucho, pero recorrer dos en una hora es razonable…»[i]. Cuatro leguas en una hora representan una velocidad de casi 14 nudos, que es efectivamente «lo más que [un navío] puede recorrer en una hora» — y que pueden reivindicar pocos veleros de hoy día. La velocidad media de Magallanes a través del Pacífico (3 nudos) es pues menos que lo «razonable», pero esta velocidad no es más que una media, que integra las calmas ecuatoriales y los innumerables zig-zags que debió recorrer su navío, sin hablar de la distancia recorrida gracias a las corrientes marinas, circunstancias que era incapaz de estimar. Su cronista Pigafetta escribió: «Este mar está bien llamado Pacífico porque no hemos tenido fortuna [aunque si alguna tempestad] … y cada día, hacíamos 50 o 60 leguas »[ii], es decir de 170 a 205 millas náuticas, a una velocidad comprendida entre 7 y 8,5 nudos, lo que parece muy optimista, aunque sin duda es necesario atribuirlo a la corriente general.

Ignorancia del espacio
Ahora bien es necesario tener en cuenta que estas últimas expresiones (nudos, km/h) no tienen el sentido que poseen desde el fin del siglo XVIII, es decir, desde que se sabe medir el tiempo con cierta exactitud, lo que es indispensable para la medida de la distancia recorrida en la mar, donde no es posible plantar dos estacas unidas por una cuerda, por ejemplo, como se haría para medir el perímetro de un campo. En la mar, el espacio y el tiempo están indisolublemente unidos: si se dice que se han hecho diez millas, es porque se ha marchado a 5 nudos durante dos horas, y se sabe gracias a los instrumentos (velocímetro, GPS), o porque se ha ido de un punto a otro alejados 10 millas en un mapa que se ha trazado gracias a dichos instrumentos. Para el marino, cualquier distancia recorrida corresponde a una cantidad de tiempo transcurrido, lo que no siempre sucede a la inversa: en las calmas chichas (en particular en las inmediaciones del ecuador, en «calmas ecuatoriales»), el tiempo pasa y el velero no avanza, tanto sea del siglo XVI como del siglo XXI.
Pero antes de la invención del cronómetro, los marinos solo disponían de los relojes de arena, cuyo duración de vertido era de una media hora o de una hora, que los jóvenes grumetes de a bordo estaban encargados de darle la vuelta 24 o 48 veces al día — cuando no se dormían, lo que permite comprender los grandes errores de longitud. Es así que, al salir de su travesía de las Tuamotu, cuando Quirós recordó que Santa Cruz estaba a 1850 leguas de Lima y pidió a sus pilotos que le dieran su posición estimada, Ochoa «nos puso a alrededor de 2300 leguas, el capitán Bernal aún más lejos, y el almirante a 2000 leguas»: grave incertidumbre
[iii]. Evidentemente no estaba exento de error, puesto que sub-estimó la longitud de Santa Cruz y de Santo (Vanuatu), engañándose respectivamente en 8% y en 15%, y sobre-estimó la de Hao, con un error de más de 8%. Pero el conocimiento progresaba puesto que en 1568, su predecesor, Hernán Gallego, había considerado que Nui (Tuvalu) estaba mucho más cerca de Lima lo cual no es efectivamente cierto, cometiendo un error de 26%.
El viajero terrestre podía «hacer escala» casi cuando quisiera, aunque esto fuera a riesgo de pasar la noche bajo las estrellas, y decidir en cualquier momento que su camino había terminado, incluso si no había alcanzado el destino fijado previamente: en cualquier caso había llegado a alguna parte, y podía situarse mediante mapas, donde figuraban las vías de comunicación, las iglesias o los centros urbanos. Por el contrario, si bien el marino también sabía poco más o menos que hora era, por la posición del sol, no tenía ningún medio de medir el tiempo transcurrido con la precisión necesaria para estimar la distancia recorrida, es decir, para saber donde estaba.


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[i] Valladolid, 1545. Traducción francesa, Lyon, 1554, Livre III, chap. XII, p. 39.
[ii] Pigafetta, op. cit., p. 127
[iii] Pedro Fernández de Quirós, op. cit., p. 233.

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