jueves, 29 de octubre de 2009

LOS DESCUBRIDORES ESPAÑOLES DEL PACÍFICO Y LAS MUJERES INDÍGENAS - 6 DE 6

Por Annie Baert


A diferencia de éste, el relato de Mendaña (25) habla de «lucayos blancos» cuando Catoira no indicaba su color, y pone «mascar» ahí donde Catoira decía «majar», por lo que es inútil reproducir aquí su comentario: A los dientes negros se añaden pues «lengua y labios colorados», pero no debe entenderse en este detalle algo parecido al fruto de la moderna actividad cosmética, sino un color rojo oscuro, tirando para el marrón, que afecta hasta las encías, como hoy todavía se puede observar en esas islas, y que dista mucho de los cánones de belleza comúnmente aceptados en el mundo occidental.
2. Si seguimos el paralelo con las tesis de Tcherkézoff, tenemos que preguntarnos si eran vírgenes aquellas mujeres con las que los salomonenses convidaron a los españoles, pero forzoso es admitir que nada en los relatos de los que disponemos puede confirmar o infirmarlo.
Nuestros autores no se refieren a «jóvenes» o a «muchachas», sino a «mujeres», valiéndose en las escenas 1, 3 y 4 de un plural indefinido que no nos indica nada: «algunas mujeres» (1-1, 1-2), «sus mujeres» (1-3), «todas sus mujeres» (3-1) o más sencillamente aún «mujeres» (4-1). Sólo en la escena 2, tenemos una indicación en cuanto a su número: los indios trajeron «tres mujeres» hacia la capitana, donde se encontraban a la sazón un centenar de hombres. De ello se podría deducir que eran un «regalo» dedicado sólo a las autoridades de la armada, o que eran las únicas vírgenes en edad de procrear que había entonces en el pueblo, o que dicha cifra correspondía a un rito particular del que no sabremos nunca nada, o que se debió a la pura casualidad...
3: Tampoco pedemos afirmar que, igual que pasó en Tahití dos siglos más tarde, la oferta tuvo sistemáticamente lugar al llegar los navegantes. Como se puede comprobar en los siguientes extractos, que se refieren a la llegada de los españoles a tres lugares diferentes, las mujeres estaban siempre presentes, pero no precisamente haciendo de regalo.
El 20 de abril, los del bergantín llegaron por primera vez a la tierra que llamarían Guadalcanal, cuyos habitantes probablemente nunca habían visto a hombres blancos.
5 - 1. Catoira:
«...les salieron a recibir... algunos indios a nado, y mujeres y niños con el agua hasta los pechos, y que todos serían doscientos. Dieron remo al bergantín y ellos empezaron a asir del, y de la amarra, pensando llevarles a tierra; y como se lo estorbasen, hombres y mujeres comenzaron a arrojarles gran cantidad de piedras; y por les espantar y no matar, se tiraron dos arcabuzazos por alto, pero con todo se mató uno» (26)
El 21 de mayo, en la segunda expedición del pequeño Santiago, los soldados fueron a un pueblo de la costa oriental de la misma isla de Guadalcanal donde tomaron alguna comida, por la fuerza, aunque dejaron «dos sartas de chaquira» a cambio.
6-1. Catoira :
«un pueblo que tenía treinta casas, algo apartadas unas de otras, cercadas de mucha arboleda ... los indios andaban tras dellos muy solícitos, diciéndoles que se fuesen ... al tiempo que se querían volver, les arrojaron unas mujeres tres o cuatro piedras» (27)
Y en la última jornada del bergantín, se encontraron el 1 de junio por la mañana en la diminuta isla de San Juan, que está al sureste de San Cristóbal,
7-l. Catoira:
«...les salieron a ver más de ciento e cincuenta indios, todos con sus armas, y algunas mujeres traían lanzas. Vieron una, que venía muy galana, que parecía señora de las más; traía un arco y flechas [...]. Vieron entre ellas siete u ocho perrillos, y una mujer traía un puerco pequeño en los brazos... Recibiéronles de paz». (28)
Después de esos primeros contactos, pasado algún tiempo, ya no se habla de ninguna de ellas en los relatos, y se supone que habrían huído al monte o se quedarían prudentemente en su casa.
Dada la relativa cercanía de las diferentes islas y la habilidad de sus moradores en la navegación, es muy posible que algunos salomonenses hubieran oído hablar de los forasteros antes siquiera de verlos, que supieran ya que no querían recibir mujeres y que habría violencia.
En estas tres situaciones, el punto común es la hostilidad con que todos, incluidas las mujeres, acogen a los navegantes, particularmente en la escena 5. Nada de oferta: las mujeres allí no son objetos sino sujetos, que tratan, junto con sus compañeros masculinos, de adueñarse de la embarcación de aquellos recién llegados -lo que, sin los disparos españoles, habría sido muy fácil.
Pasa algo parecido en la escena 7, a pesar de la atmósfera «de paz» de dicho encuentro: algunas mujeres son parte de la «embajada disuasiva» que acoge a los españoles, lanza en mano, y la que «parecía señora» viene también armada, aunque con «arco y flechas». Si alguna oferta se estaba planeando, sería más bien la de un «puerco pequeño» que otra mujer llevaba en los brazos, pero sólo es una suposición que la continuación del relato no confirma.
La escena 6 es algo distinta, porque son los extranjeros los que se adueñan de los bienes de los indios, que se han negado al trueque: es entonces lógico que éstos les tiren piedras, y la intervención de mujeres en esta acción no tiene nada notable. Pero otra vez las vemos en posición de combate o de resistencia, al lado de sus hermanos o maridos.
Esta postura final de las mujeres, que se opone por completo a la inicial, quizás se explique por la afrenta recibida al no quererlas los forasteros, o porque pudieron comprobar que éstos nada tenían de sobrehumano y que se habían equivocado sobre su naturaleza.
En realidad, no sé si los salomonenses consideraron verdaderamente como seres sobrehumanos a los españoles, pero parece seguro que sí vieron en ellos a hombres investidos de cierto poder -lo que no es absurdo, dada su potencia de fuego-, un poder de cuyos límites pronto se dieron cuenta. Y en este sentido se pueden ampliar a las islas de Salomón las tesis de Tcherkézoff sobre las ofertas de mujeres ocurridas en Tahití: de alguna manera, los indígenas, para quienes lo sexual formaba parte del mundo sagrado, seguramente querrían adueñarse de una parte del poder de los recién llegados realizando un acto ritual.
Esta ampliación parece tanto más sensata cuanto que se pueden comprobar otras similitudes en las actitudes tahitianas y salomonenses, como son los sistemáticos «robos» a bordo de los navíos -pensemos en las islas llamadas «de los Ladrones»-, que también merecerían un estudio detallado, y que dejo para un próximo trabajo.
Frente a dichos parecidos, los viajeros europeos nos ofrecen juicios diferentes: los del siglo XVIII vieron un culto al placer, escribiendo que a los tahitianos les gustaba tanto el amor que lo hacían muy a menudo y en público -lo que alabaron unos y otros condenaron- mientras que los del siglo XVI fueron unánimes en rechazar y estigmatizar ese «comercio sexual». Finalmente, los dos grupos se equivocaron, cada uno según los prejuicios de su cultura y de su época.
Los navegantes dieciochescos no ignoraban los descubrimientos llevados a cabo dos siglos antes por sus predecesores españoles, en particular gracias a los relatos difundidos por Quirós, pero creo que, de conocer los detalles que nos dan Catoira y Mendaña sobre las mujeres del Pacífico, su sorpresa y su admiración al llegar a Tahití hubieran sido mayores aún.
Tcherkézoff concluye su libro lamentando que este gran mito occidental del amor libre y sin pecado haya tenido tantos seguidores. Sin duda tiene razón. Pero ¿es realmente de lamentar que una fábula haya engañado a tantos viajeros o artistas? ¿Qué sería de nuestro subconsciente y de nuestros sueños, sin los libros de Stevenson o los cuadros de Gauguin? A veces son dulces las patrañas...



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(25) Austrialia Franciscana, op. cit. III, p. 221.
(26) Austrialia Franciscana, op. cit. II, p. 88.
(27) Austrialia Franciscana, op. cit. II, p. 118.
(28) Austrialia Franciscana, op. cit. II, p. 141.

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