Por Annie Baert
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Este comercio sexual se dio en Tahití en el siglo XVIII, porque los tahitianos, al comprobar la «particular estima» de los europeos por sus mujeres, pronto comprendieron que su oferta podía tener otro propósito que el ritual y presentar un interés material, produciéndose dicho cambio en muy poco tiempo -Bougainville sólo estuvo en la isla diez días- (16). Pero no tuvo lugar dicha evolución en las Salomón, posiblemente porque los españoles no dieron las mismas pruebas de aprecio que sus sucesores, por lo que parece sensato concluir que nuestros navegantes se equivocaron al interpretar la oferta de mujeres como una prueba de que existía la prostitución en aquel lugar.
Asimismo es necesario considerar la mención de los puercos en la isla de Santa. Ana:
«diciendo que les darían puercos [...] y también les darían mujeres» (4-1).
A pesar de la superioridad de sus armas de fuego, los españoles sufrían un auténtico complejo de inferioridad y hasta de persecución, como lo traduce claramente Catoira en la anécdota que le contaron los hombres del bergantín, acaecida en Malaita e127 de mayo:
«pareciéndoles que les tenían los nuestros miedo, comenzaron [... ] a burlarse de ellos de veras con mucha risa chacota» (17).
Y efectivamente tenían miedo, pero también mucha hambre: una de sus mayores preocupaciones era trocar sus artículos de rescate (de los que era el «tenedor» Catoira) para conseguir comida fresca, como puercos, cuyos nombres (nanbolo, ó apo, según los lugares) muy pronto aprendieron. Los indígenas no dejaron de observar este apetito, en el que vieron una debilidad de los forasteros, y del que se valieron para reírse de ellos: Catoira recuerda que en Guadalcanal, el 24 de mayo,
«los nuestros los oían hablar en las casas y las risadas que daban diciendo nanbolos [...], que quiere decir «puercos»; [...] hacían burla de nosotros porque les pedíamos puercos y comida... » (18)
También relata que, según los del bergantín, el 4 de julio, en Guadalcanal, «se sentaron fingiendo querer paz [...] y dijéronles les darían nanbolos»(19). Hasta Hernán Gallego, que sin embargo no suele traducir sus estados de ánimo en sus textos, apunta que, en la isla que él llamó Galera, por su forma, el 17 de abril,
«los indios se pusieron en arma contra nosotros, tirando piedras y haciendo burla de nosotros porque les pedíamos de comer»(20).
Podemos imaginar la humillación que sintieron los españoles al oír semejantes burlas. Pero en la escena 4-1, a la humillante y burlona oferta de puercos se añadió la de mujeres, que no dudaron en interpretar otra vez como una barbaridad, en el sentido propio de la palabra, como si los salomonenses las pusieran en el mismo plano que el repugnante animal, o como si consideraran que tal era el sentimiento de los españoles.
Cuando fueron obsequiados con mujeres en Tahití, los franceses experimentaron tal entusiasmo que Bougainville escribió en su diario: «No puedo afirmar que ninguno de mis hombres logró vencer su repugnancia [a hacer el amor en público] ni dejó de conformarse con las usanzas de aquella tierra». Esta púdica lítote fácilmente se comprende, y es confirmada por otro expedicionario, el joven Fesche al hablar del príncipe de Nassau: «la presencia de 50 indios frenó sus deseos, [...] pero varios franceses se mostraron menos delicados y consiguieron superar sus prejuicios »(21). Lo hicieran en público o con algo más de intimidad, lo cierto es que «sacrificaron al culto de Venus», mientras que en las islas de Salomón los españoles se negaron a ello.
l. A pesar de su fuerte peso moral, creo que no bastan las hipótesis precedentes para explicar por qué no las quisieron, y es necesario referirse a la descripción de las mujeres salomonenses que nos dejaron los viajeros. Sólo tenemos dos, que se deben a Mendaña y Catoira, y que, como en los ejemplos precedentes, son casi iguales.
Catoira escribió :
«Las mujeres son de mejores gestos y algunas más blancas que las del Perú ; hacen mucho por tener los dientes negros que de industria los tienen así tanto hombres como mujeres. Los niños son de buen gesto y no parecen tan mal, por tener los dientes blancos» (22)
y Mendaña :
«Las mujeres son de mejor gesto y aún más blancas que las indias del Perú, pero aséanse mucho por tener los dientes negros, que de industria los tienen así hombres como mujeres. Los niños y niñas son de buen gesto, y no parecen tan mal, por tener los dientes blancos» (23).
(El subrayado es mío.)
Lo que nos dicen estas dos citas es que las mujeres podrían ser consideradas hermosas, por su gesto y su tez, pero que lo estropeaban todo sus dientes negros, como lo confirma la evocación de los jóvenes, que «no parecen tan mal, por tener los dientes blancos». Este detalle, que no podía pasar desapercibido, les llamó la atención a los navegantes, al punto que quisieron informarse sobre esta «industria», y los dos autores nos dan casi la misma explicación. Dice Catoira :
«Traen lengua y labios muy colorados, que se colorean con una hierba que comen, que tiene la hoja ancha y quema como pimienta y con cal que hacen de lucayos, que es una piedra que se cría en la mar como el coral, majando esta hierba teniendo desta cal en la boca echa un zumo colorado que es el que les hace tener siempre colorada la boca y lengua; y también se untan con este zumo la cara por gallardía, y aunque majen esta hierba no tiene el zumo colorado si no la mezclan con la cal dicha» (24).
Asimismo es necesario considerar la mención de los puercos en la isla de Santa. Ana:
«diciendo que les darían puercos [...] y también les darían mujeres» (4-1).
A pesar de la superioridad de sus armas de fuego, los españoles sufrían un auténtico complejo de inferioridad y hasta de persecución, como lo traduce claramente Catoira en la anécdota que le contaron los hombres del bergantín, acaecida en Malaita e127 de mayo:
«pareciéndoles que les tenían los nuestros miedo, comenzaron [... ] a burlarse de ellos de veras con mucha risa chacota» (17).
Y efectivamente tenían miedo, pero también mucha hambre: una de sus mayores preocupaciones era trocar sus artículos de rescate (de los que era el «tenedor» Catoira) para conseguir comida fresca, como puercos, cuyos nombres (nanbolo, ó apo, según los lugares) muy pronto aprendieron. Los indígenas no dejaron de observar este apetito, en el que vieron una debilidad de los forasteros, y del que se valieron para reírse de ellos: Catoira recuerda que en Guadalcanal, el 24 de mayo,
«los nuestros los oían hablar en las casas y las risadas que daban diciendo nanbolos [...], que quiere decir «puercos»; [...] hacían burla de nosotros porque les pedíamos puercos y comida... » (18)
También relata que, según los del bergantín, el 4 de julio, en Guadalcanal, «se sentaron fingiendo querer paz [...] y dijéronles les darían nanbolos»(19). Hasta Hernán Gallego, que sin embargo no suele traducir sus estados de ánimo en sus textos, apunta que, en la isla que él llamó Galera, por su forma, el 17 de abril,
«los indios se pusieron en arma contra nosotros, tirando piedras y haciendo burla de nosotros porque les pedíamos de comer»(20).
Podemos imaginar la humillación que sintieron los españoles al oír semejantes burlas. Pero en la escena 4-1, a la humillante y burlona oferta de puercos se añadió la de mujeres, que no dudaron en interpretar otra vez como una barbaridad, en el sentido propio de la palabra, como si los salomonenses las pusieran en el mismo plano que el repugnante animal, o como si consideraran que tal era el sentimiento de los españoles.
Cuando fueron obsequiados con mujeres en Tahití, los franceses experimentaron tal entusiasmo que Bougainville escribió en su diario: «No puedo afirmar que ninguno de mis hombres logró vencer su repugnancia [a hacer el amor en público] ni dejó de conformarse con las usanzas de aquella tierra». Esta púdica lítote fácilmente se comprende, y es confirmada por otro expedicionario, el joven Fesche al hablar del príncipe de Nassau: «la presencia de 50 indios frenó sus deseos, [...] pero varios franceses se mostraron menos delicados y consiguieron superar sus prejuicios »(21). Lo hicieran en público o con algo más de intimidad, lo cierto es que «sacrificaron al culto de Venus», mientras que en las islas de Salomón los españoles se negaron a ello.
l. A pesar de su fuerte peso moral, creo que no bastan las hipótesis precedentes para explicar por qué no las quisieron, y es necesario referirse a la descripción de las mujeres salomonenses que nos dejaron los viajeros. Sólo tenemos dos, que se deben a Mendaña y Catoira, y que, como en los ejemplos precedentes, son casi iguales.
Catoira escribió :
«Las mujeres son de mejores gestos y algunas más blancas que las del Perú ; hacen mucho por tener los dientes negros que de industria los tienen así tanto hombres como mujeres. Los niños son de buen gesto y no parecen tan mal, por tener los dientes blancos» (22)
y Mendaña :
«Las mujeres son de mejor gesto y aún más blancas que las indias del Perú, pero aséanse mucho por tener los dientes negros, que de industria los tienen así hombres como mujeres. Los niños y niñas son de buen gesto, y no parecen tan mal, por tener los dientes blancos» (23).
(El subrayado es mío.)
Lo que nos dicen estas dos citas es que las mujeres podrían ser consideradas hermosas, por su gesto y su tez, pero que lo estropeaban todo sus dientes negros, como lo confirma la evocación de los jóvenes, que «no parecen tan mal, por tener los dientes blancos». Este detalle, que no podía pasar desapercibido, les llamó la atención a los navegantes, al punto que quisieron informarse sobre esta «industria», y los dos autores nos dan casi la misma explicación. Dice Catoira :
«Traen lengua y labios muy colorados, que se colorean con una hierba que comen, que tiene la hoja ancha y quema como pimienta y con cal que hacen de lucayos, que es una piedra que se cría en la mar como el coral, majando esta hierba teniendo desta cal en la boca echa un zumo colorado que es el que les hace tener siempre colorada la boca y lengua; y también se untan con este zumo la cara por gallardía, y aunque majen esta hierba no tiene el zumo colorado si no la mezclan con la cal dicha» (24).
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(16) Tcherkézoff, op. cit., pp. 177-179.
(17) Austrialia Franciscana, op. cit. II, pp. 130-131.
(18) Austrialia Franciscana, op. cit. II, pp. 103-104.
(19) Austrialia Franciscana, op. cit. II, p. 146.
(20) Austrialia Franciscana, op. cit. III, p. 120.
(21) Tcherkézoff, op. cit., pp. 120 y 135.
(22) Austrialia Franciscana, op. cit. II, p. 76.
(23) Austrialia Franciscana, op. cit. III, p. 221.
(24) Austrialia Franciscana, op. cit. II, p. 77.
(17) Austrialia Franciscana, op. cit. II, pp. 130-131.
(18) Austrialia Franciscana, op. cit. II, pp. 103-104.
(19) Austrialia Franciscana, op. cit. II, p. 146.
(20) Austrialia Franciscana, op. cit. III, p. 120.
(21) Tcherkézoff, op. cit., pp. 120 y 135.
(22) Austrialia Franciscana, op. cit. II, p. 76.
(23) Austrialia Franciscana, op. cit. III, p. 221.
(24) Austrialia Franciscana, op. cit. II, p. 77.
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