Se ha dicho que en el teatro de Ayala existen dos épocas, naturalmente dejando aparte sus obras de mocedad: la primera correspondería a la imitación clásica, y en ella encontraríamos en primer término: Un hombre de Estado y Rioja, las dos suponen una preocupación por figuras de la historia frecuentemente entretejidas en la leyenda. La historia tiene así en Ayala un cultivador en la dramática, algo parecido a Nicolás Fernández de Moratín en
Como fórmula metódica puede admitirse esta división; la segunda contendría tan sólo cuatro obras, pero, desde luego, las mejores de su dramática: El tejado de vidrio, El tanto por ciento, Consuelo, El nuevo don Juan; con ellas fustigaba la maledicencia, el positivismo, la ambición, el donjuanismo.
¿Por qué? ¿Estaba la sociedad necesitada de ello? ¿El teatro iba a servir de nuevo de tribuna? ¿Era el más indicado Ayala? Ya hemos visto cómo estos principios fundamentales de la moral fueron también los de Tamayo, Eguílaz, Sellés, Hurtado, Felíu y Codina, Gaspar... y, en realidad, siguió por el camino de la psicología hasta la explosión neorromántica Y,más tarde, en el siglo actual, en el teatro de Benavente, Linares Rivas y Martínez Sierra.
Pero no deja de ser por demás curioso que Ayala cambiase de una a otra época, por lo menos en la forma y actualización de los temas, y las situaciones.
Esta es la cuestión. Cuando leemos su teatro puede tanto la forma sonora, los apóstrofes y anatemas, los apartes y los incisos, que nos parece que allí apenas hay ideas. Y, sin embargo, las hay.
Encontramos ideas morales, de vieja estirpe en la dramática española; como Alarcón y Calderón; aplicadas al momento, resueltas condenaciones del donjuanismo y el agiotaje; y defender, por consiguiente, el matrimonio y el negocio lícito; pero, en la exteriorización, se reduce mucho más a la prohibición que al consejo de bien obrar. Para ser bueno, según esta inercia acomodaticia, hay que dejar de ser malo, pero allá no se traza el paradigma de una moral. La maledicencia debe evitarse, porque todos tenemos tejado de vidrio; el amor debe ser defendido, y más el matrimonio burgués; el donjuanismo, no por el pecado, sino por reversibilidad de sus efectos. Quizás estas ideas pudieran centrarse en los personajes históricos -don Rodrigo Calderón y Rioja- y de hecho allí se encontraban; pero al entrar en el dorado mundo de los salones, convertida su filosofía en discreteo y murmuración, los principios éticos quedaron reducidos a una pesada declamación sobre los males de la sociedad.
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