jueves, 27 de octubre de 2011

ADELARDO LÓPEZ DE AYALA - 61

Se ha dicho que en el teatro de Ayala existen dos épocas, naturalmente dejando aparte sus obras de mocedad: la primera correspondería a la imitación clásica, y en ella encontraríamos en primer término: Un hombre de Estado y Rioja, las dos suponen una preocupación por figuras de la historia frecuentemente entretejidas en la leyenda. La historia tiene así en Ayala un cultivador en la dramática, algo parecido a Nicolás Fernández de Moratín en la Hormesinda, el Pelayo de Quintana y hasta en el mismo Cienfuegos, en sus tragedias poéticas. Con todo, el teatro de Ayala, en esta primera época, no puede ser calificado de historia, ni por lo que respecta a sus dramas y comedias o a sus libretos de zarzuelas; en realidad, lo que se percibe y transparenta es la pasión política, la ambición de gloria, honor y poder; por añadidura, tomó todo ello por el lado aleccionador y desengañado, bajo la sombra de Calderón, y la moral ocupó el primer lugar.

Como fórmula metódica puede admitirse esta división; la segunda contendría tan sólo cuatro obras, pero, desde luego, las mejores de su dramática: El tejado de vidrio, El tanto por ciento, Consuelo, El nuevo don Juan; con ellas fustigaba la maledicencia, el positivismo, la ambición, el donjuanismo.

¿Por qué? ¿Estaba la sociedad necesitada de ello? ¿El teatro iba a servir de nuevo de tribuna? ¿Era el más indicado Ayala? Ya hemos visto cómo estos principios fundamentales de la moral fueron también los de Tamayo, Eguílaz, Sellés, Hurtado, Felíu y Codina, Gaspar... y, en realidad, siguió por el camino de la psicología hasta la explosión neorromántica Y,más tarde, en el siglo actual, en el teatro de Benavente, Linares Rivas y Martínez Sierra.

Pero no deja de ser por demás curioso que Ayala cambiase de una a otra época, por lo menos en la forma y actualización de los temas, y las situaciones. La Corte, donde vivía, estaba rebosante de prosperidades; los negocios fáciles, las fiestas y los saraos, los felices tiempos del vals, las mujeres hermosas, ricamente vestidas de brocado y oro, faldas largas y suntuosas; admirables discreteos en los salones; las fiestas que descubrió Cadalso bajo signo trágico; la Reina alternando en diversiones aristocráticas, religiosas y populares... Y todo eso, mientras se fraguaba una pequeña, pero intensa y vocinglera revolución. Pero aparentemente esto no se veía, y la Corte vivía alegre y confiada. Se hablaba de estas intrascendentalidades, y al mismo tiempo de los negocios del tanto por ciento, de los ferrocarriles, de empresas industriales, cotizaciones de Bolsa y Navegación. La fiebre del oro lo consumía todo. Era el Madrid del banquero Salamanca, cuyas fiestas derrochando millones deslumbraban a todos. El ejemplo se repetía y, en un abrir y cerrar los ojos, cualquiera se podía hacer rico o bien empobrecerse al día siguiente. Abundaban, por esta razón, los ambiciosos, los avaros y los usureros; para ellos iba encaminada toda la obra de Ayala en su segunda parte. Llevaba estos temas, con fina observación y espíritu satírico, a la escena: quería dejar constancia de la sociedad isabelina obsesionada por la riqueza, indiferente a los problemas nacionales de verdadera hondura, como eran los de Ultramar, disueltos en la verborrea parlamentaria. Ayala, a quien se le puede suponer pasión de mando, no parece que la fiebre del oro le invadiera, y por esto se convirtió en el flagelo de esta misma dorada sociedad en que él vivía. Contempló caer del trono a Isabel, víctima del ambiente que le rodeó; pero él mismo, al acabar su vida, ¿podía estar seguro de que sus comedias sirvieron para aleccionar y corregir los vicios de la época?

Esta es la cuestión. Cuando leemos su teatro puede tanto la forma sonora, los apóstrofes y anatemas, los apartes y los incisos, que nos parece que allí apenas hay ideas. Y, sin embargo, las hay.

Encontramos ideas morales, de vieja estirpe en la dramática española; como Alarcón y Calderón; aplicadas al momento, resueltas condenaciones del donjuanismo y el agiotaje; y defender, por consiguiente, el matrimonio y el negocio lícito; pero, en la exteriorización, se reduce mucho más a la prohibición que al consejo de bien obrar. Para ser bueno, según esta inercia acomodaticia, hay que dejar de ser malo, pero allá no se traza el paradigma de una moral. La maledicencia debe evitarse, porque todos tenemos tejado de vidrio; el amor debe ser defendido, y más el matrimonio burgués; el donjuanismo, no por el pecado, sino por reversibilidad de sus efectos. Quizás estas ideas pudieran centrarse en los personajes históricos -don Rodrigo Calderón y Rioja- y de hecho allí se encontraban; pero al entrar en el dorado mundo de los salones, convertida su filosofía en discreteo y murmuración, los principios éticos quedaron reducidos a una pesada declamación sobre los males de la sociedad.

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