jueves, 13 de octubre de 2011

ADELARDO LÓPEZ DE AYALA - 54

Calmada ya la efervescencia de los primeros momentos, ésta me parece la ocasión más oportuna para poner la verdad en su punto y espero que usted sabrá hacerlo como tiene prometido, con la libertad y energía que caracteriza todos sus escritos. Para evitarle trabajo, diré dos palabras del bien y del mal, de los buenos y de los malos instintos del corazón humano, y deducir, con verdad nacida del desarrollo de estas luchas, que la grandeza y felicidad se encuentran dentro del corazón y no en las circunstancias exteriores, y que en todas las posiciones de la vida puede el hombre ser, teniendo segura conciencia, todo lo grande y feliz que consiente la condición humana. Don Rodrigo Calderón, personificación de la humanidad, es en el primer acto el hombre dotado de todas las pasiones. Su errónea apreciación de la verdadera grandeza del hombre, su orgullo desmesurado, le ponen delante de los ojos mil formas con que sabe engolarse la ambición y lo lanzan a la lucha; esta lucha le separa de los hombres y sus buenos instintos se alimentan en secreto del amor de doña Matilde. El, avaro de sus sentimientos, no quiere desprenderse de ninguno, antes todos se enardecen en su choque continuo y recíproco. Llega el segundo acto, y es preciso decidirse a seguir una senda u otra. Don Rodrigo se aparta de la del bien; esto es lo natural. En la edad de las pasiones son más poderosas en nuestro corazón las causas que nos incitan a caminar, que las que tienden a detenernos. Además, don Rodrigo, para convencerse de la vanidad de las brillantes imágenes que su indolente orgullo y su mal fundada ambición le presentaban, era necesario que la trocase, y para conocer la dulce felicidad con que Matilde le brindaba, era preciso que se apartase de ella. Llega el tercer acto; la prueba ha engendrado el desengaño; la ausencia de Matilde tiene en su corazón sediento de con-suelo, en medio del áspero combate que tiene que sostener con sus muchos enemigos y con su vida pasada, que a cada instante se levanta contra él. Quiere huir, pero ya es tarde; las naturales consecuencias de los malos medios que había empleado en su elevación, personificados en doña Inés, le retienen en el palacio para completar su castigo. Y he dicho de los malos medios, porque si la ambición de don Rodrigo se redujera a solicitar el premio de sus merecimientos, lejos de ser una pasión criminal sería una virtud; en cuyo caso ya no habría ni drama ni pensamiento. Era, pues, necesario que fuesen un mal instinto, nacido de su orgullo y disculpado quizás en su interior por el deseo de hacer el bien, que él indudablemente sentía; pero este deseo no le disculpa, porque no era hijo de la compasión que inspiran los males ajenos, sino del placer que resulta de la satisfacción del orgullo; virtud, si así puede llamarse, que él abrigaba, más atento a los que habrán de elogiarla, que a los que habrán de gozar sus saludables afectos.

Don Rodrigo, irritado contra sí mismo, porque él recordaba que en todas las posiciones de su vida había escuchado una voz interna que le advertía sus errores, se entregó a la justicia humana, decidido a sufrir el castigo que merecía.

Llega el cuarto acto; el convencimiento de sus errores le ha hecho penitente, y de la penitencia ha salido la esperanza. Del mundo ya se desprenden las imágenes de las pasiones vestidas de sus verdaderos colores. El, en su propio corazón, observa al hombre y conoce:

Que en su calma consiste su ventura y en ser hombre consiste su grandeza.

Este es el prisma por donde debe examinarse el drama. Véase ahora si cuanto dice don Rodrigo conviene con esta serie de situaciones y sentimientos. Esto es lo que no ha comprendido Ochoa, y es en verdad una calamidad pública que quien no comprende esto se meta a crítico. Vamos ahora a otra cosa. La crítica del «Clamor» no es digna de ser rebatida seriamente. Empieza, después de asegurar que el drama no vale nada, manifestando lo mal que se porta don Rodrigo con cada una de las personas que le rodean, como suponiendo que cada falta de moralidad de don Rodrigo es un defecto en el drama. Después va calumniando uno por uno todos los personajes. De doña Inés dice que se casa con don Rodrigo por ser la mujer del Ministro; de Enrique, que es un ripio, y, en fin, hablando de la verdad histórica, me dice, como dirigiéndome un cargo, muy severo que por qué no he hablado de la expulsión de los moriscos, siendo un acontecimiento de importancia. «La Nación» es más atrevidilla; quiere manifestar que no he probado el pensamiento que me proponía desarrollar, diciendo: «La felicidad está en las circunstancias exteriores, en el poder, en la fortuna; porque yo, que aspiro a poseer esto sin cometer los crímenes de Calderón, podré gozarlo sin remordimiento». Estúpida argumentación que prueba lo mismo que lo que yo he querido probar. El que por tener segura su conciencia fuera feliz, a pesar de ser ministro, probaría mi pensamiento lo mismo que Calderón siendo ministro infeliz porque no gozaba de paz interior; luego siempre vendremos a decir que dentro del corazón y no en las circunstancias exteriores existe la verdadera felicidad.

En la crítica de los detalles es igualmente feliz: me reprende que diga doña Inés, refiriéndose a su quinta que ardía, que la apague; según él debió decir que apaguen el fuego que hay en ella. Esto nunca se ha dicho: apágote el quinqué. Vamos con el señor Ochoa.

Ha comprendido el drama de esta manera: dice que se reduce a mostrar, con un grande ejemplo histórico, que la senda de la ambición conduce necesariamente a su abismo; que las mejores intenciones no alcanzan a apartar del mal al que, siguiendo aquella senda de perdición, llega a la cúspide de las grandezas humanas; y que la felicidad, que en vano ha buscado el ambicioso, primero en el ansia y luego en la posesión de aquellas grandezas, se halló sólo en las inmediaciones del patíbulo. Las tres proposiciones nos parecen falsas, y a mí me parecen tres solemnes desatinos, hijos del pobre meollo del señor Ochoa, y de ningún modo a las situaciones y caracteres de mi drama. Prosigue, pues, el crítico y emplea diez columnas de folletín en probarnos la falsedad de estas tres estupideces. Ninguna crítica es tan irritante como la de ese judío acartonado.

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