El lenguaje, como se verá, es de porte aristocrático y burgués; buena embocadura para plantear la comedia de salón. Parece un presagio de Echegaray o quizás, más tarde, de las comedias de la primera época de Benavente.
Los ingredientes que emplea Ayala para tal mezcla no son muy explosivos; se conforma con plantear una comedia de intriga y adulterio; un Conde, casado en secreto; una mujer que lo quiere por espíritu de sacrificio -¡quién lo dijera!-, un seductor y el mismo protagonista, una pequeña sombra de don Juan. Nada más. Pero, aquí y allá, encontramos salvables, para lo que pudiera llamarse teatro de ideas, desde la septembrina hasta los comienzos del siglo XX, párrafos que diríamos clave:
«Siembra una frase sencilla
de amor, que turbe el sosiego,
que el mundo se encarga luego
de fecundar la semilla.
Los necios que las adulan,
los ruidosos galanteos
que despertando deseos
de boca en boca circulan:
todo ayuda a la caída.»
A. I, esc. III.
Parece que escuchamos la lengua de los innumerables galeotos de
«Si aplausos tributó el mundo
al decoro y la perfidia,
¿qué estímulo tiene, ¡oh, cielos!,
la que así se sacrifica?»
A. II, esc. III.
Esta vez parece bordear la dolora campoamorina. Así y todo, lo que hubiera podido ser comedia fácil y concisa, se le convierte y se le disuelve a lo largo de aquellos tremendos cuatro actos, capaces de probar la resistencia física de los actores. Con todo, la obra debió ser del gusto del público. La estrenó cuando había logrado ya su primera acta de Diputado. Era buen augurio, una indiscutible base para el comediógrafo. Hasta el acto IV, escena III, no se entera el espectador de la razón del título, aunque por proceder de una frase demasiado vulgar, no es preciso cavilar demasiado para comprenderlo. Es el mismo seductor quien, asustado de sus felonías, descubre que sobre su casa y su honor han caído las mismas manchas que él arrojó a los demás. Pero nada de plantearse un drama de honor, al modo clásico. Y eso que Ayala era tan conocedor del gran siglo y con tanto empeño quería revivirlo.
«Es bueno… ¡Yo que he vivido
envolviendo a las mujeres
en vicioso torbellino,
hoy siento un afán tan raro!...
Hiciera mil sacrificios
porque fueran un modelo
de fe cuantas han nacido.
Piedras tiré con mi mano
al tejado vecino;
romperlo fue mi delicia,
y en mi ceguedad no he visto
que yo, que todos los hombres
tienen tejado de vidrio.»
Y, claro, al final, con tintes rosados de melodrama, tiene que aparecer la mujer-víctima, sacrificada no ya por su amor, sino por un espíritu seductor que es lo más grande; lo más raro, desde luego, que pudo ocurrírsele a López de Ayala para concluir. Dice Julia, a. IV, esc. V :
«A ninguno tuve amor;
de todos siempre dudé;
pero tú sabes (mirando al cielo) por qué
di mi cariño al traidor.
Halléle infeliz un día
sin amor, sin fe, sin calma,
y yo, por salvar el alma,
le hice dueño de la mía.
Sí, Tú lo sabes, buen Dios;
quise, al verle enamorado,
hacer de un hombre malvado
un alma para los dos.
Mi esperanza más querida
en oprobio se convierte.
Siempre acaban de esta suerte
los encantos de la vida.
(Un reloj da la media.)
¡Llega la hora!... y aquí
Carlos vendrá sin demora...
¿A qué? ¡Gran Dios, que esa hora
nunca suene para mí!
¿Y cuál será mi dolor,
ofendida y sin venganza? (Pausa.)
¿Y cuál será mi esperanza
ofendida, y sin honor?
Ya que yo no conseguí
hacer honrado al infiel,
¿habrá de conseguir él
hacerme perversa a mí?
Disculpa fuera mi acción
de su infame ingratitud;
sólo teniendo virtud
tiene una esposa razón.»
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