viernes, 21 de octubre de 2011

ADELARDO LÓPEZ DE AYALA - 58

El lenguaje, como se verá, es de porte aristocrático y burgués; buena embocadura para plantear la comedia de salón. Parece un presagio de Echegaray o quizás, más tarde, de las comedias de la primera época de Benavente.

Los ingredientes que emplea Ayala para tal mezcla no son muy explosivos; se conforma con plantear una comedia de intriga y adulterio; un Conde, casado en secreto; una mujer que lo quiere por espíritu de sacrificio -¡quién lo dijera!-, un seductor y el mismo protagonista, una pequeña sombra de don Juan. Nada más. Pero, aquí y allá, encontramos salvables, para lo que pudiera llamarse teatro de ideas, desde la septembrina hasta los comienzos del siglo XX, párrafos que diríamos clave:

«Siembra una frase sencilla

de amor, que turbe el sosiego,

que el mundo se encarga luego

de fecundar la semilla.

Los necios que las adulan,

los ruidosos galanteos

que despertando deseos

de boca en boca circulan:

todo ayuda a la caída.»

A. I, esc. III.

Parece que escuchamos la lengua de los innumerables galeotos de la Regencia y la Restauración. La moralina, que se desprende en forma de máximas, lleva un cierto germen de escepticismo. Arraiga tanto, que salvada la crisis clásica y romántica, y pasado el 98, pudo afirmarse que el dolor provocado por el escepticismo ya no abandonará al teatro español contemporáneo; quizá podrá encontrarse hasta en Alfonso Paso. Pero en don Adelardo, volvernos a repetirlo, se convierte en un pequeño dolor, en un área chica del desengaño; es natural, con eso, que la grandilocuencia, aquellos tremendos apartes de los personajes, ahogasen el microdrama desarrollado en salones de sillería Luis XV, espejos venecianos, palmeras y quinqués. El drama estaba mucho más lejos, y Ayala no supo descubrirlo agitado por las veleidades políticas.

«Si aplausos tributó el mundo

al decoro y la perfidia,

¿qué estímulo tiene, ¡oh, cielos!,

la que así se sacrifica?»

A. II, esc. III.

Esta vez parece bordear la dolora campoamorina. Así y todo, lo que hubiera podido ser comedia fácil y concisa, se le convierte y se le disuelve a lo largo de aquellos tremendos cuatro actos, capaces de probar la resistencia física de los actores. Con todo, la obra debió ser del gusto del público. La estrenó cuando había logrado ya su primera acta de Diputado. Era buen augurio, una indiscutible base para el comediógrafo. Hasta el acto IV, escena III, no se entera el espectador de la razón del título, aunque por proceder de una frase demasiado vulgar, no es preciso cavilar demasiado para comprenderlo. Es el mismo seductor quien, asustado de sus felonías, descubre que sobre su casa y su honor han caído las mismas manchas que él arrojó a los demás. Pero nada de plantearse un drama de honor, al modo clásico. Y eso que Ayala era tan conocedor del gran siglo y con tanto empeño quería revivirlo.

«Es bueno… ¡Yo que he vivido

envolviendo a las mujeres

en vicioso torbellino,

hoy siento un afán tan raro!...

Hiciera mil sacrificios

porque fueran un modelo

de fe cuantas han nacido.

Piedras tiré con mi mano

al tejado vecino;

romperlo fue mi delicia,

y en mi ceguedad no he visto

que yo, que todos los hombres

tienen tejado de vidrio.»

Y, claro, al final, con tintes rosados de melodrama, tiene que aparecer la mujer-víctima, sacrificada no ya por su amor, sino por un espíritu seductor que es lo más grande; lo más raro, desde luego, que pudo ocurrírsele a López de Ayala para concluir. Dice Julia, a. IV, esc. V :

«A ninguno tuve amor;

de todos siempre dudé;

pero tú sabes (mirando al cielo) por qué

di mi cariño al traidor.

Halléle infeliz un día

sin amor, sin fe, sin calma,

y yo, por salvar el alma,

le hice dueño de la mía.

Sí, Tú lo sabes, buen Dios;

quise, al verle enamorado,

hacer de un hombre malvado

un alma para los dos.

Mi esperanza más querida

en oprobio se convierte.

Siempre acaban de esta suerte

los encantos de la vida.

(Un reloj da la media.)

¡Llega la hora!... y aquí

Carlos vendrá sin demora...

¿A qué? ¡Gran Dios, que esa hora

nunca suene para mí!

¿Y cuál será mi dolor,

ofendida y sin venganza? (Pausa.)

¿Y cuál será mi esperanza

ofendida, y sin honor?

Ya que yo no conseguí

hacer honrado al infiel,

¿habrá de conseguir él

hacerme perversa a mí?

Disculpa fuera mi acción

de su infame ingratitud;

sólo teniendo virtud

tiene una esposa razón.»

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