Son los dos monólogos las dos columnas sobre las cuales descansa la obra de Ayala; en realidad, una sola idea, un solo propósito moralista, dicho por dos personajes distintos. La comedia está bien versificada, escrita en buen castellano y se acerca mucho más a la realidad que aquellos otros, imitación notoria de los clásicos, como Un hombre de Estado y Rioja, en los cuales el propósito moral servía de pergueño a figuras de la historia.
El Conde de Castralla, zarzuela con música de Oudrid, desarrolla el tema del Tribunal de las Aguas, mezclado con un asunto de intriga amorosa y política. Como ejemplo clásico de zarzuela al modo de su época, puede destacarse entre las primeras, si bien la prohibición parece que pesó en exceso sobre la obra y el éxito que debiera haber conseguido fue desbordado por otras obras de su tiempo.
De menor importancia, siguen en este orden: El agente de matrimonios y Castigo y perdón, y El curioso impertinente en colaboración con Antonio Hurtado.
También debe citarse como asunto de teatro, que no llegó el autor a desarrollar, la traducción Haydeo o el secreto, que figura a nombre de Ayala.
De mucho mayor relieve su drama Rioja, sobre el personaje a quien le atribuyó
«Jamás el orgullo impío,
que el vano aplauso ambiciona
no penséis que ya inficiona
mi pecho, no, padre mío.
No es ese afán de opulencia
de tantos males fecundo
quien me mueve a dar al mundo
señales de mi existencia.»
A. I, esc. III.
Es difícil concordar el Rioja de Ayala con el poeta del siglo XVII; como es difícil penetrar en el enigma Fabio. Pero este Rioja, de Ayala, por lo menos nos es agradable y simpático; quizás el que más de toda la galería de su teatro.
J. A. Paz afirmaba, y tenía razón, que en esta obra aparece por primera vez el conocedor profundo de las proporciones y la arquitectura dramática. Reconocía que la obra era breve de acción, pero admirable mente bien repartida, un poco pálida de tono y menos cincelada que las otras, de tipo histórico y clásico, de Ayala. Pero en el fondo, el sacrificio, la renuncia de Rioja, valían tanto como los rasgos de don Rodrigo Calderón[1]. Pero, en cambio, se le pasó por alto la complicada psicología de los validos: el Duque de Lerma y el Conde-Duque de Olivares. La línea moralizadora, iniciada en El tejado de vidrio, siguió su marcha ascendente en El tanto por ciento y, más tarde, en Consuelo.
«El tanto por ciento es la anatomía fiel, estudiada y minuciosa del positivismo avasallador que nos invade, y por obedecer a un intento tan eminentemente social, no cabe con holgura dentro del hogar doméstico, ocupando la realidad un espacio mayor a pesar de las apariencias. Los personajes que intervienen en la acción, y la acción en sí misma, van supeditados a otro elemento de oculta e irresistible virtualidad que influye en ellos y en ella y que es verdadero núcleo en cuyo rededor giran... » «El propósito [del autor] es demostrar que hoy el interés ha venido a reemplazar con despotismo irresponsable todas las grandes aspiraciones del alma humana»[2]. El propósito no puede, pues, ser menos aleccionador. La trama y sus personajes, en el dorado mundo de la burguesía, viven bajo la fatalidad de las preocupaciones erróneas, el afán del negocio, el tanto por ciento; contra ello predica el drama desde el principio al fin:
«Vivirás en calma
si llegas a comprender
que ese afán de enriquecer
el cuerpo a costa del alma,
es universal veneno
de la conciencia del hombre,
que nos tapa con el nombre
de negocio, tanto cieno...
Codicia que nunca está
saciada y siempre adelante...»
A. III, esc. últ.
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