sábado, 1 de octubre de 2011

ADELARDO LÓPEZ DE AYALA - 48

En cuanto al fin moral y al fin artístico, no parecen demasiado divorciados; más que novela, que apenas tiene acción, son escenas de costumbres; algo como el Ayer, hoy y mañana, de Antonio Flores, con la cual tiene evidente parecido, aparte de su rudimentaria trama argumental.

En el tomo VII de las Obras completas, de la Colección de Escritores Castellanos, cuya edición estuvo al cuidado de Tamayo y Baus y P. A. Alarcón, se recoge una serie de pequeños ensayos en prosa de don Adelardo; casi todos ellos son proyectos de comedias, que no llegó a escribir. De todos es conocida su costumbre de planear minuciosamente los asuntos y los tipos: Ayala es siempre un dramaturgo estudioso y metódico, que no fía nada a la improvisación, quizá por lo mucho que la teme; pero también encontramos aquí, de algunas ya estrenadas -tal, Consuelo-, con exégesis mucho mayor que en la comedia. Muchos no llevan fecha, y es un problema delicado incrustarlos en la cronología de su producción literaria; y quizá más, en el momento espiritual en que fueron concebidos. Y algunos de ellos no pasaron de embrión de comedias, que no llegaron a escribirse; quizá por su habitual pereza, o por la morosidad con que concebía cada una de ellas y la lentitud al desarrollarlas con arreglo a un plan preconcebido y minuciosamente estudiado. Por ello, como ejercicio de adiestramiento, casi el arpegio precediendo a una sinfonía, deberán siempre figurar, algo más en consideración cada uno de ellos, siempre que se trata de estudiar el teatro de Ayala.

Y nos referimos concretamente a su teatro porque esto es lo que se descubre, no importa que sea prosa, casi siempre cuidada, con más o menos alarde académica y matiz ligeramente clásico; lo que se comprueba es tan sólo al técnico del diálogo, el analizador de los caracteres; ni uno sólo de los personajes que cruzan por estas páginas deja de tener relieve escénico; aunque no saltasen a la luz del teatro tienen ya esa vida propia y brillante.

El último deseo, drama al cual le había de poner música Emilio Arrieta, lleva como lema esta frase: «El pensamiento culminante de esta obra es condenar el lujo babilónico y ostentoso sensualismo de los ricos, que ganan el dinero con engaños y lo gastan con escándalos.» Y lleva la fecha 1 de octubre de 1865, precisamente de los días más agitados políticamente. La preocupación moral le acerca a Consuelo, comedia en que cristaliza la ambición y moraleja, Y don Ambrosio Méndez de Ansuera ha de vivir a la manera «propia de un hombre del siglo XIX.» Envuelto en aquella dorada atmósfera de su riqueza, conforme va aumentando su fortuna, disminuye el amor a su mujer, a quien quiso cuando era pobre, y a la que al fin acaba por repudiar. Entre ambos ya no existió el odio, ni el rencor, sino el olvido. Ya en el mzm-bo de su exaltada riqueza, concibe como último deseo construirse un palacio. El personaje empezaba a ser viejo; sentíase atraído por la lejana juventud. Y aquella otra mujer la quería tanto, que la deseaba pura y virtuosa. Mucho pedir era esto. «El niño mimado llora porque pongan en sus manos la estrella que ve lucir en el cielo. No hay aberración ni imposible que no exija este puñado de lodo, cada vez más soberbio y caprichoso, cuando el alma, con todas sus facultades y potencias, se constituye en su baja y solícita servidora.» La imaginación exaltada de este hombre rico, que siente ya un amor de otoño, lo lleva a muchos lujos y complacencias; el pie de la amada, metido en una zapatilla moruna, le obliga a la edificación de un salón árabe; tinas estatuas maravillosamente labradas en mármol de Carrara, toman vida y se remueven al contemplar a la hermosa. Entre tanto, para hacer más suya a aquella mujer, enreda en las mallas de la avaricia a don Fadrique, especie de tutor de ella, a quien tan sólo asusta la vida, la pobreza... Organiza un baile de máscaras. Y aquí se interrumpe la acción. A ruegos de Zabalburu en el destierro de Lisboa, reanuda la comedia; pero no son sino trozos y notas, alternando con apuntaciones de su vida diaria; algunos fragmentos en verso, y al fin, cuatro escenas, ya dialogadas.

Yo, es quizás uno de los más sugestivos ensayos. «Debe tener por objeto esta obra expresar, con todo el relieve escénico posible, aquellas formas del Yo que sean más repugnantes, perjudiciales e incómodas a la sociedad.» Es, pues, una condonación del egoísmo. Ayala se decidía a sacar a escena un auténtico personaje humano. Cuadro tan amplio como la vida misma. «Desde el imbécil que no imagina asunto más digno de atención que la historia de todo lo que a él le sucede, y no sabe hablar más que de sí mismo (y desgraciadamente este tipo es tan general que ensucia la mayor parte de las conversaciones del mundo), hasta el presuntuoso estadista que, enamorado de su persona, cubre con la capa de hombre público la satisfacción de todas sus vanidades y, por curar heridas de su amor propio, es capaz de encender en su patria una guerra civil, la escala resulta tan inmensa, que él único, pero grave inconveniente de la obra, consistirá en que, por dirigirse a todos, deje de poner en verdadera evidencia a todos.» ¿En quién pensaba don Adelardo? ¿En el General Prim? Más tarde añade que en su drama Yo ha de tener por fondo el tiempo actual y la clase elevada. Y en lo aledaño: revoluciones, guerras, hambres...

Planteadas así las cosas, los personajes del drama serán: el yo prudente, en el que acaso se retrataba Ayala; el yo calamidad, escrito, como puede verse, por las alusiones, pensando en don Juan Prim; «Hombre exclusivista, soberbio, intransigente. Cree que en él está vinculado el derecho de regir los destinos de la Nación, y que es el único árbitro de señalar a cada uno el puesto que le corresponde. Jamás procura identificarse con los intereses de su patria, ni busca inspiración, por otra parte, en cada impulso de sus pasiones, siempre excitadas. Si alguna vez desea el bien es a condición de ejecutarlo por su propia mano; y si lo ejecuta, no es por patriotismo, sino como medio de asegurar su poder y de ver aplaudida su soberbia. Cuando él no manda, no hay calamidad pública que no le produzca un gozo íntimo a pesar de su pérfido disimulo. En él, la soberbia toma el nombre de dignidad, esta terquedad ambiciosa pretende el dictado de consecuencia, y la excitación de todos los instintos plebeyos quiere pasar por libertad. Siempre que alguna de estas palabras suena en sus labios es para producir una tormenta. Todo rival suyo es un peligro para la Patria. Son sus enemigos todos aquellos en quienes adivina independencia, patriotismo o entendimiento suficiente para no permanecer quietos y pacíficos en el puesto que él les designe. Son sus amigos cuantos son sus auxiliares. Disculpa el odio a los primeros, alegando precisamente la afabilidad y dulzura con que trata a los segundos. A estos, en realidad, los quiere; pero no más que como el cazador a sus perros. Sueña, en fin, lucha incansable por vaciar la sociedad entera en el molde de su conveniencia exclusiva.»

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