«El Clamor» empieza diciendo que mi drama es malo; pero tiene al fin la galantería de confesar que tengo felicísimas disposiciones. «
Al poco tiempo publicaron las mismas críticas y en los mismos periódicos tres artículos sobre diferentes autores. «El Clamor» aseguraba en el suyo que María o la hija de un jornalero es una perla de inestimable valor. «
Adelardo L. de Ayala
Tenga usted la bondad de ofrecer mis respetos al señor Conde de San Luis y de decirle que estoy estudiando con escrupulosidad la historia de Felipe II, para escribir una tragedia, que pienso dedicarle, como único medio que tengo de manifestar que no olvido las atenciones que le soy en deber. Contésteme usted lo más pronto que sus ocupaciones se lo permitan.
Junio, 20. El sobre por Sevilla, Guadalcanal.
Apéndice,- Mucho me han criticado el título del drama, diciendo que don Rodrigo no es un hombre de estado. Es verdad. Yo no lo puse porque bajo esta forma se le representaba a don Rodrigo la satisfacción de su orgullo y de su ambición. Crítico ha particularmente de provincias, que dice que variándole el título al drama no dirían nada.» (Por
Pretendió, sin duda, el autor de Un hombre de Estado hacer una biografía más o menos poética de don Rodrigo Calderón. Poseía sobrados ingredientes para ello; el personaje había escalado desde su origen humilde las alturas de la privanza del Rey. El Marqués de Siete Iglesias resultaba adornado de cualidades de audacia y valor; un aventurero trepando por las gradas del trono. La voluntad del monarca era débil, y el suplantarla por la suya, cuestión de constancia. Esto es lo que vio Ayala en el personaje como uno de los principales méritos. Quiérese decir que hay un drama en don Rodrigo; éste pudiera ser el de la ambición, tema muy grato al dramaturgo, eterno ambicioso de honores, fortuna y poder. Cuando el protagonista cobra perfil romántico, inevitable en sus pretensiones amorosas, queda un poco frío y desvaído; una retórica hueca y altisonante sustituye a la sinceridad del corazón, precisa y urgente en todos los enamorados del mundo. Pudo haber sido una biografía, al modo de don Álvaro de Luna, si de verdad la crueldad del desengaño, tan apto al drama calderoniano, se nutriera de dichas esencias; pero todavía se vislumbraba el rasgo romántico en esta obra. Y don Rodrigo no podía ser un símbolo de las grandezas que pasan.
Pudo haber percibido el aliento de Shakespeare, aún palpitante en la obra de Tamayo, por distintos caminos antes de construir la alta comedia burguesa, tan plena de filosofía de salón. Pero no llegó a esa altura. ¿Por qué? Sin duda, el excesivo retoricismo capaz de ahogar toda imitación. En uno de los pasajes más apasionados entre doña Matilde y don Rodrigo, léese lo siguiente:
«DON RODRIGO:
No, no, para merecer
ese amor que yo bendigo,
quiero honor, fama y poder.
DOÑA MATILDE:
¡Qué mal comprendes Rodrigo,
el alma de una mujer!
El amor que ardiente anima,
a renunciar fausto y nombre,
es, Rodrigo, y no te asombre,
la prenda que más sublima,
a nuestros ojos, a un hombre.
Mas quédate; no he querido
que bajes de tu alta esfera;
tu pecho me aborreciera
luego, al verse detenido
por mi amor en su carrera.
Ni tú pudieras creer
que una amorosa pasión
compensase el corazón
lo que perdiste en perder
los sueños de su ambición.
A. II, esc. XX.
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