Ambos son, pues, dos aspectos de la dramática del siglo XIX. Tamayo desea probar en su discurso que «las criaturas facticias para ser bellas han de ser formadas a imagen y semejanza de la criatura viviente.» En el momento en que planteaba el axioma no podía ser más útil, toda vez que, encendida la lucha de clásicos y románticos, unos y otros alejaban la verdad del teatro. Y la verdad debe ser incorporada a la escena, siempre que sea depurada por el crisol del arte; pero sin alterar la realidad, sino amalgamando lo bella y lo verdadero. No es difícil descubrir en Tamayo el viejo recuerdo de preceptistas aristotélicos; y para que el concepto no quede anquilosado deduce luego que la verdad en el mundo cabe en el teatro. La ficción escénica dejará de ser bella y pecará además de falsa cuando representa lo raro y no lo natural, la excepción y no la regla, en lugar de hombres apasionados; cuando pinta con minuciosa exactitud, antes que los del alma, los movimientos de la carne, ahogando, por decirlo así, el espíritu en la materia; cuando lejos de reproducir solamente lo más awndrado, esencial y poético de la naturaleza, toma de ello lo grosero, insustancial y prosaico.»
Pero este realismo no debería ser tan absoluto que incorporase a la obra lo feo y aún lo repugnante. En cada caso, el escritor deberá muy bien medir sus fuerzas y, sobre todo, escoger; nunca será bastante recomendar la tarea colectiva. «¿Debe acaso la dramática reputar feo y despreciable lo que la individualidad humana tiene de peculiar y característico? Antes al contrario, conforme va siendo mayor el desarrollo de la vida en los distintos objetos y seres de la creación, mayor es, como prueba de su valer, la diferencia que entre ellos existe. Poco se distingue un mineral de otro; más una planta de otra; más un bruto de otro bruto. Y por efecto del libre ejercicio de las potencias morales, cada hombre en su modo de ser difiere radicalmente de los demás. Vaciarlos a todos en los moldes donde pierdan los rasgos constitutivos de su peculiar carácter es empobrecerlos y darles condición de inferiores.» Estas individualidades se transparentan en la dramática; la verdad, así lograda, por fuerza tendrá un fin ético.
Morando juntos sobre la tierra el bien y el mal, es imposible separarlos en el arte, ya que la representación de lo malo de igual suerte que la de lo bueno, será tanto más bella artísticamente considerada, cuanto sea más verdadera. Por cierto, señores, que el personaje dramático no sería bello sino cuando, como el hombre, esté compuesto de cuerpo y alma, y alternativamente vuele hacia lo alto y se incline hacia la tierra. Aquellas figuras que aspiren a ser puro espíritu, puro heroísmo, pura bondad, no serán espirituales, ni heroicas, ni buenas; con ínfulas de sobrenaturales, valdrán mil veces menos que la naturaleza; sorprenderán acaso, no conmoverán nunca. Y no sólo no es dado al arte despojar al ser humano de las flaquezas y miserias sin rebajarlo ni empobrecerla, pero tampoco suprimir el espectáculo de la vida, sin menoscabar su grandeza, los vicios ,y los crímenes para no representar más acciones magnánimas y virtuosas.»
Aunque exista el mal, no por eso el mal ha de ser reflejado en el teatro, tal como es, si no tiene conducta y valor de ejemplaridad. «Lo que importa en la literatura dramática es, ante todo, proscribir de su dominio cualquier linaje de impureza, capaz de manchar el alma de los espectadores; y empleando el mal únicamente como medio, y el bien siempre como fin, y dar a cada cual su verdadero colorido con arreglo a los fallos de la conciencia y a las eternas leyes de
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