lunes, 17 de octubre de 2011

ADELARDO LÓPEZ DE AYALA - 56

El autor mira hacia dentro; son certeras sus palabras: «He procurado en este mi primer ensayo, y procuraré lo mismo en cuanto salga de mi pobre pluma, desarrollar un pensamiento moral, profundo y consolador. Todos los hombres desean ser grandes y felices; pero todos buscan esta grandeza y esta felicidad en las circunstancias exteriores; es decir, procurándose aplausos, fortunas y elevados puestos. A muy pocos se les ha ocurrido buscarlas donde exclusivamente se encuentran; en el fondo del corazón, venciendo las pasiones y equilibrando los deseos con los medios de satisfacerles, sin comprometer su tranquilidad». Así descubre la oquedad terrible de sus ambiciones. En el prólogo de la comedia nos explica el clímax en que va a desarrollarse; y, sin embargo, si el propósito es clarísimo y el reconocimiento puntual de este resorte de la ambición, mal pueden compaginar este elemento, tan propio del drama calderoniano, con la ramplonería y la ordinariez del personaje apuntando el tema del honor.

Que deshonrar a un sargento

no es tanta satisfacción,

como manchar la opinión

de un hombre de valimiento.

A. III, esc. VI.

Con tales ingredientes, Ayala pudo haber construido un drama de tipo histórico, que partiendo del tema central, el de las privanzas del tiempo de Felipe III y Felipe IV, y concretamente de un favorito que alcanzase la gloria y el poder con mayor rapidez, cayese de las altas cimas envuelto en las intrigas cortesanas: Cierto es que el Príncipe no parece de un modo manifiesto y mucho menos la severa admonición tan del gusto de los doctrinarios políticas de la decadencia del Imperio, sino una intriga cortesana, en la que no pudiera faltar la intervención de dos mujeres: doña Inés y doña Matilde, camaristas de la Corte, y don Baltasar de Zúñiga, para encauzar la intriga política con la cortesana. La Historia le ofrecía al joven Ayala ejemplo de una biografía política aprovechable para el teatro. Y él, que en los años de juventud desveló tantas horas de vigilia leyendo clásicos, le debió parecer factible trazar en el teatro la biografía de don Rodrigo Calderón; acaso pensando que García Gutiérrez, a quien admiraba tanto, había entrado a saco en lo que era historia y en lo que no; es decir, deformándola y trasladándola al área de la fantasía. Esto debe tenerse muy presente siempre que se trate de la abra inicial de Ayala.

Y, sin embargo, Un hombre de Estado, elevado gracias a la protección del Conde de San Luis y de Manuel Cañete, y sostenido después al albur de la intriga cortesana y política, si bien consiguió un éxito momentáneo, no tuvo la perduración que su autor pretendía y, sin pena ni gloria, cayó en los fosos del olvido. Ni aun, como curiosidad histórica, se le cita la serie larga de producción literaria que provocó caer en desgracia el privado.

El último acto, tan lleno de patetismo, no logra el relieve escénico. Caso curioso; pasa de la dialéctica teatral a reflexión interior sin aparente cambio. Don Rodrigo clama en su monólogo hamletiano:

Dichoso muriendo fuera,

si la imagen de mi vida,

alguna acción me ofreciera

que digna de muerte hiciera

de ser todas sentida.

A. IV, esc. VI.

Y no bastan los diálogos apasionados con doña Matilde, ni las palabras de don Baltasar de Zúñiga, para que la obra llegue a la cima, cuando éste parece lo indispensable, sino que todo se disuelve en un frío razonar, ni aun siquiera moral. Se ha perdido el propósito inicial. Don Rodrigo, «que en ningún puesto de la sociedad se habrá sentido grande y feliz, encuentra esa grandeza y esa felicidad en el centro de una prisión y al frente de un cadalso». Ni uno ni otro aparecen en escena, y el personaje cuenta la tragedia con una honestidad de buen dramaturgo.

Mucho más ágil de concepción y más intrascendente es la comedia de enredo Los dos Guzmanes, trazada dentro de los moldes clásicos; concretamente Tirso de Molina, a quien imita, no sólo en la intriga y en el diálogo, sino en los tres personajes femeninos: doña Blanca, doña Flora e Inés, frente a las intrigas y requerimientos de sus amantes, entre lances de capa y espada y aventuras de reducido vuelo de comedia cortesana. Uno de los galanes, don Diego, es inevitable que diga -como en Lope o en Alarcón- sus éxitos en el consabido monólogo:

«Llenó de encanto y ventura

el cielo de Andalucía,

sus flores pierden sus galas,

su esfera es manto que oprime,

y su blanda brisa gime

si esparce sus raudas alas;

cada ser me lo señalas,

dolor, con tu imagen triste;

de negro el mundo se viste,

y esto conocer me ha hecho

que todo existe en el pecho,

y nada en el mundo existe.

Tu angustia o animación

son velos, naturaleza,

que en su alegría o tristeza

te da la imaginación.

Me avergüenza, corazón,

la mezquindad de tu ser;

una liviana mujer

a su capricho ligero,

bello, triste o placentero

un mundo nos puede hacer.»

A. III, ese. V.

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