Por las notas minuciosas que él ha dejado, referentes a Consuelo, esta es, sin duda, su obra más trabajada y más importante. Pero no sólo era eso, sino que tiene una alta categoría humana; los personajes sirven de mucho más y el tema, reiterado, de la ambición, que tantas veces ha de salir a escena en su teatro, ahora lo hace en el alma de la mujer. Los propósitos morales son evidentes; pero es también el canto del cisne de su dramática. El hecho de que fuera obra tan meditada y glosada, explica algo en lo que todavía no se ha reparado; y es la categoría novelesca que tiene. La acción es corta y sencilla; el diálogo lo es todo; al parecer, intrascendente, casi baladí, y en el fondo con un mayor alcance. Es decir, Consuelo pertenece a la serie de protagonistas que pudieran haber entrado en el censo de los personajes de Galdós, Clarín o Palacio Valdés. Y tanto es así, que a este último, en su Viaje al nuevo Parnaso, debemos la mejor glosa de Consuelo, casi con calidad de epopeya.
Revilla ha escrito la más aguda concepción del drama: «Consuelo ha sido una resurrección. Con ella el arte ha roto la losa que le oprimía y ha vuelto a la vida radiante y espléndido. Porque ese es el arte, y lo demás es el fruto corruptor de la imaginación desordenada, extraña a la realidad de la vida, al verdadero sentido de lo ideal y a las leyes eternas del buen gusto. No es Consuelo una concepción pavorosa, forjada por una fantasía delirante poblada de monstruos de faz humana, y dotada de aquella grandeza sombría que a veces entraña lo deforme. Es simplemente una página arrancada de la realidad e idealizada por el sentimiento estético del poeta, que en todo es sencillo, natural y profundamente humano, en que no hay otros recursos que los del arte y la naturaleza ofrecen, sin otros efectos que aquellos que espontánea y sencillamente brotan del desarrollo de las pasiones»[1].
Consuelo tiene además una serie de notas de fina poesía, quizás en algún momento decadentes, que armonizan muy bien con los poemas escritos con anterioridad. Así, por ejemplo, la escena I del acto I. Son los detalles finos, de gran sutileza femenina, de los mil quehaceres de la casa. Pero, al lado de esto, los caracteres están bien dibujados; si no son perfectos, pueden, por otra parte, completar el conjunto de la obra. La unidad de los personajes perfectamente armonizada con el mundo, con la moral y con la acción; en la que casi nada parece que pasa y, no obstante, la comedia corre a su desenlace con mucha más celeridad de lo que se piensa; incluso el final, que resulta en cierto modo insospechado. La comedia, rica en matices psicológicos, lo es también para gente burguesa; se confunde así la comedia de salón con el conflicto de los personajes, que nunca deben considerarse aislados, sino como parte integrante de una sociedad atacada por la enfermedad de la ambición. ¿Era esto el único objeto? Son muy certeras sus palabras:
«Alma muerta, vida loca,
con la sonrisa en la boca
y el hielo en el corazón.»
A. III, ese. X.
Era, sin duda, la más honda censura del positivismo de aquella sociedad dorada. Debe destacarse, como lo mejor de la obra, el monólogo de la indecisión y la duda y el examen de conciencia, que forman el eje del conflicto, en el acto II, escena XX. Quizás en este pasaje es donde Ayala se acredita de mejor dramaturgo. Y de la importancia de este fragmento puede verse cómo reaparece esta clase de parlamentos en El gran galeote, de Echegaray, y en El nido ajeno, de Benavente[2].
El mismo signo de moralidad campea en El nuevo don Juan, obra que había de ser zarzuela, según la dedicatoria al poeta Selgas, pero que al fin apareció como comedia. El tema de don Juan va asociado a la sátira y aun al vodevil, pero, en realidad, con poca fortuna. Cada uno de los estrenos de Ayala iba precedido de muchos supuestos y comentarios en los salones y en los círculos políticos. Y éste también lo fue, pero no correspondió a la forma ni al propósito moral de ridiculizar el donjuanismo. Justamente se ha elogiado, como de lo mejor, el acto II, escena XIX.
Por último, La mejor corona es un apropósito o loa para celebrar el aniversario del nacimiento de Calderón. Fue representado en el Teatro de San Fernando de Sevilla el 17 de enero de 1868; lleva como prólogo un soneto de Juan Nicasio Gallego y un prólogo de Fernán Caballero. Intervienen personajes simbólicos: España,
El Alcalde de Zalamea, con Chispa,
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