lunes, 31 de octubre de 2011

CARTA DE ADELARDO LÓPEZ DE AYALA


Como final de los capítulos dedicados a Adelardo López de Ayala, les ofrecemos copia de la carta que nuestro escritor dirigió a su primo Antonio, de Llerena, el cuatro de abril de 1879, y que nuestro amigo Enrique Torrado, nos ha facilitado para su publicación en nuestro blog.

En aquella época, a falta de televisión e internet, los políticos escribían personalmente pidiendo su voto. Curiosamente en esta ocasión, usando el papel del Presidente del Congreso, cargo que en aquél momento ocupaba y que retendría hasta su fallecimiento, a finales del mismo año.

sábado, 29 de octubre de 2011

ADELARDO LÓPEZ DE AYALA - 62 y último

Con este capítulo finaliza la serie que hemos dedicado a Adelardo López de Ayala, con los datos extraídos del estudio preliminar de las obras completas de López de Ayala, de la Biblioteca de Autores Españoles, realizado por José Mª Castro y Calvo.


Es autor de este estudio preliminar nació en (Zaragoza, 1903 - Barcelona, 25-VII-1987). Catedrático de la Universidad de Barcelona desde 1942. Cursó estudios de Medicina, en los que se doctoró (con una tesis sobre Miguel Servet) en 1931, y los simultaneó con los de Letras, que acabó siendo su dedicación única. Ha consagrado varios trabajos a la obra de Don Juan Manuel, a temas aragoneses (la obra de losArgensola, las justas poéticas zaragozanas del XVI...), y ha escrito una Historia de la literatura española (1967). Pero más que en la filología académica, la vocación de Castro se encuentra en la frecuentación y la creación de literatura. Admirador de «Azorín», cultiva una prosa evocativa, menos rígida que la de su maestro, irónica a veces y dada al patetismo otras, en trabajos breves que comparten rasgos del cuento, el ensayo y la divagación: Ante el misterio y otros ensayos(1955), El agualí (1972), etc. Es autor de unas sugestivas memorias, Mi gente y mi tiempo (1968), que reflejan con detalle y no poca sorna el mundo universitario zaragozano de los años veinte y treinta

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Las ideas religiosas son reflejo de sus lecturas de Calderón. En Un hombre de Estado, cuando don Rodrigo llega al final de su vida, es dueño de sí mismo; posee la serenidad de quien ve más allá otras glorias duraderas. Y lo mismo podemos decir de Rioja, cuando el poeta renuncia a cargos y amores, convencido que los bienes de la tierra nada valen y que hay que expresar otros eternos. Estas ideas, básicas y generales en el teatro clásico, se repiten en el de Ayala. De ideas políticas no es lo que más se encuentra, por más que en algunas suyas, tal El Conde de Castralla, fueran prohibidas por los conceptos liberales vertidos. En cuanto a sus ideas sociales, nada hubo en este teatro de interpretación popular ni de masa, toda vez que sus obras casi siempre alcanzaron las altas esferas de la sociedad. Con todo, la dramática de Ayala, junta-mente con la de Tamaya, servirán siempre para caracterizar una época de reacción antirromántica, pero que forzosamente habría de servir de enlace entre el romanticismo y el neorromanticismo y, desde luego, dejaba abierto el camino a la obra nueva del teatro contemporáneo, hasta e! primer cuarto del siglo actual.

CUADRO CRONOLÓGICO DE LAS OBRAS ESTRENADAS POR AYALA

Un hombre de estado, 1851.

Los dos Guzmanes, 1851.

Castigo y perdón, 185,1. Rioja, 1854.

Guerra a muerte, 1855.

El Conde de Castralla, 1856.

El tejado de vidrio, 1857.

El tanto por ciento, 1861.

El agente de matrimonios, 1862.

El nuevo don Juan, 1863.

Consuelo, 1878.

La Estrella de Madrid y Los comuneros, se desconoce la fecha.

PRINCIPALES EDICIONES DE LOPEZ DE AYALA

Obras completas, Escritores Castellanos. Madrid, 1881-85, 7 vols.

Los dos Guzmanes, comedia. Madrid, 1851.

Un hombre de Estado. Madrid, 1851

La Estrella de Madrid, zarzuela. Madrid, 1853. Rioja. Madrid, 1854.

Los Comuneros, zarzuela. Madrid, 1855.

Guerra a muerte, zarzuela. Madrid, 1855.

Haydé o el secreto. Madrid, 1855.

El Conde de Castralla, zarzuela. Madrid, 1856.

El tejado de vidrio, comedia. Madrid, 1856; 2.ª ed., 1857; 3.ª ed., 1863; 4.ª ed., 1877.

El tanto por ciento, comedia en verso. Madrid, 1861; 2.ª ed., 1861; 6ª ed., 1804.

El nuevo don Juan, comedia. Madrid, 1863.

Memoria presentada a las Cortes en 22 de febrero de 1869. Madrid, 1869.

Don Pedro Calderón de la Barca, discurso en la Academia Española. 1870.

Consuelo, comedia. Madrid, 1878; 2ª ed., 1882; 3ª ed., 1891.

Consuelo. Edited with Introduction and notes by Aurelio M. Espinosa, New York, 1911.

Consuelo. París, 1914.

Los dos artistas, poema inédito. Madrid, 1882

Los terremotos de Andalucía o justicia de Dios, novela original. Madrid, 1886.

Epístola a E. Arrieta. Extrait de la Revue Hispanique, por D. Adolfo Bonilla y San Martín, 1905.

Gustavo, novela inédita. Editada por Antonio Pérez Calamarte y A. Bonilla. New York-París. Revue Hispanique, 1908.

Epistolario inédito de Ayala. Publicado por Antonio Pérez Calamarte, París-New York. Revue Hispanique, 1912.

El curioso impertinente, novela de Cervantes reducida a drama, en colaboración con don Antonio Hurtado. Madrid, 1853.

BIBLIOGRAFIA

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jueves, 27 de octubre de 2011

ADELARDO LÓPEZ DE AYALA - 61

Se ha dicho que en el teatro de Ayala existen dos épocas, naturalmente dejando aparte sus obras de mocedad: la primera correspondería a la imitación clásica, y en ella encontraríamos en primer término: Un hombre de Estado y Rioja, las dos suponen una preocupación por figuras de la historia frecuentemente entretejidas en la leyenda. La historia tiene así en Ayala un cultivador en la dramática, algo parecido a Nicolás Fernández de Moratín en la Hormesinda, el Pelayo de Quintana y hasta en el mismo Cienfuegos, en sus tragedias poéticas. Con todo, el teatro de Ayala, en esta primera época, no puede ser calificado de historia, ni por lo que respecta a sus dramas y comedias o a sus libretos de zarzuelas; en realidad, lo que se percibe y transparenta es la pasión política, la ambición de gloria, honor y poder; por añadidura, tomó todo ello por el lado aleccionador y desengañado, bajo la sombra de Calderón, y la moral ocupó el primer lugar.

Como fórmula metódica puede admitirse esta división; la segunda contendría tan sólo cuatro obras, pero, desde luego, las mejores de su dramática: El tejado de vidrio, El tanto por ciento, Consuelo, El nuevo don Juan; con ellas fustigaba la maledicencia, el positivismo, la ambición, el donjuanismo.

¿Por qué? ¿Estaba la sociedad necesitada de ello? ¿El teatro iba a servir de nuevo de tribuna? ¿Era el más indicado Ayala? Ya hemos visto cómo estos principios fundamentales de la moral fueron también los de Tamayo, Eguílaz, Sellés, Hurtado, Felíu y Codina, Gaspar... y, en realidad, siguió por el camino de la psicología hasta la explosión neorromántica Y,más tarde, en el siglo actual, en el teatro de Benavente, Linares Rivas y Martínez Sierra.

Pero no deja de ser por demás curioso que Ayala cambiase de una a otra época, por lo menos en la forma y actualización de los temas, y las situaciones. La Corte, donde vivía, estaba rebosante de prosperidades; los negocios fáciles, las fiestas y los saraos, los felices tiempos del vals, las mujeres hermosas, ricamente vestidas de brocado y oro, faldas largas y suntuosas; admirables discreteos en los salones; las fiestas que descubrió Cadalso bajo signo trágico; la Reina alternando en diversiones aristocráticas, religiosas y populares... Y todo eso, mientras se fraguaba una pequeña, pero intensa y vocinglera revolución. Pero aparentemente esto no se veía, y la Corte vivía alegre y confiada. Se hablaba de estas intrascendentalidades, y al mismo tiempo de los negocios del tanto por ciento, de los ferrocarriles, de empresas industriales, cotizaciones de Bolsa y Navegación. La fiebre del oro lo consumía todo. Era el Madrid del banquero Salamanca, cuyas fiestas derrochando millones deslumbraban a todos. El ejemplo se repetía y, en un abrir y cerrar los ojos, cualquiera se podía hacer rico o bien empobrecerse al día siguiente. Abundaban, por esta razón, los ambiciosos, los avaros y los usureros; para ellos iba encaminada toda la obra de Ayala en su segunda parte. Llevaba estos temas, con fina observación y espíritu satírico, a la escena: quería dejar constancia de la sociedad isabelina obsesionada por la riqueza, indiferente a los problemas nacionales de verdadera hondura, como eran los de Ultramar, disueltos en la verborrea parlamentaria. Ayala, a quien se le puede suponer pasión de mando, no parece que la fiebre del oro le invadiera, y por esto se convirtió en el flagelo de esta misma dorada sociedad en que él vivía. Contempló caer del trono a Isabel, víctima del ambiente que le rodeó; pero él mismo, al acabar su vida, ¿podía estar seguro de que sus comedias sirvieron para aleccionar y corregir los vicios de la época?

Esta es la cuestión. Cuando leemos su teatro puede tanto la forma sonora, los apóstrofes y anatemas, los apartes y los incisos, que nos parece que allí apenas hay ideas. Y, sin embargo, las hay.

Encontramos ideas morales, de vieja estirpe en la dramática española; como Alarcón y Calderón; aplicadas al momento, resueltas condenaciones del donjuanismo y el agiotaje; y defender, por consiguiente, el matrimonio y el negocio lícito; pero, en la exteriorización, se reduce mucho más a la prohibición que al consejo de bien obrar. Para ser bueno, según esta inercia acomodaticia, hay que dejar de ser malo, pero allá no se traza el paradigma de una moral. La maledicencia debe evitarse, porque todos tenemos tejado de vidrio; el amor debe ser defendido, y más el matrimonio burgués; el donjuanismo, no por el pecado, sino por reversibilidad de sus efectos. Quizás estas ideas pudieran centrarse en los personajes históricos -don Rodrigo Calderón y Rioja- y de hecho allí se encontraban; pero al entrar en el dorado mundo de los salones, convertida su filosofía en discreteo y murmuración, los principios éticos quedaron reducidos a una pesada declamación sobre los males de la sociedad.

martes, 25 de octubre de 2011

ADELARDO LÓPEZ DE AYALA - 60

Por las notas minuciosas que él ha dejado, referentes a Consuelo, esta es, sin duda, su obra más trabajada y más importante. Pero no sólo era eso, sino que tiene una alta categoría humana; los personajes sirven de mucho más y el tema, reiterado, de la ambición, que tantas veces ha de salir a escena en su teatro, ahora lo hace en el alma de la mujer. Los propósitos morales son evidentes; pero es también el canto del cisne de su dramática. El hecho de que fuera obra tan meditada y glosada, explica algo en lo que todavía no se ha reparado; y es la categoría novelesca que tiene. La acción es corta y sencilla; el diálogo lo es todo; al parecer, intrascendente, casi baladí, y en el fondo con un mayor alcance. Es decir, Consuelo pertenece a la serie de protagonistas que pudieran haber entrado en el censo de los personajes de Galdós, Clarín o Palacio Valdés. Y tanto es así, que a este último, en su Viaje al nuevo Parnaso, debemos la mejor glosa de Consuelo, casi con calidad de epopeya.

Revilla ha escrito la más aguda concepción del drama: «Consuelo ha sido una resurrección. Con ella el arte ha roto la losa que le oprimía y ha vuelto a la vida radiante y espléndido. Porque ese es el arte, y lo demás es el fruto corruptor de la imaginación desordenada, extraña a la realidad de la vida, al verdadero sentido de lo ideal y a las leyes eternas del buen gusto. No es Consuelo una concepción pavorosa, forjada por una fantasía delirante poblada de monstruos de faz humana, y dotada de aquella grandeza sombría que a veces entraña lo deforme. Es simplemente una página arrancada de la realidad e idealizada por el sentimiento estético del poeta, que en todo es sencillo, natural y profundamente humano, en que no hay otros recursos que los del arte y la naturaleza ofrecen, sin otros efectos que aquellos que espontánea y sencillamente brotan del desarrollo de las pasiones»[1].

Consuelo tiene además una serie de notas de fina poesía, quizás en algún momento decadentes, que armonizan muy bien con los poemas escritos con anterioridad. Así, por ejemplo, la escena I del acto I. Son los detalles finos, de gran sutileza femenina, de los mil quehaceres de la casa. Pero, al lado de esto, los caracteres están bien dibujados; si no son perfectos, pueden, por otra parte, completar el conjunto de la obra. La unidad de los personajes perfectamente armonizada con el mundo, con la moral y con la acción; en la que casi nada parece que pasa y, no obstante, la comedia corre a su desenlace con mucha más celeridad de lo que se piensa; incluso el final, que resulta en cierto modo insospechado. La comedia, rica en matices psicológicos, lo es también para gente burguesa; se confunde así la comedia de salón con el conflicto de los personajes, que nunca deben considerarse aislados, sino como parte integrante de una sociedad atacada por la enfermedad de la ambición. ¿Era esto el único objeto? Son muy certeras sus palabras:

«Alma muerta, vida loca,

con la sonrisa en la boca

y el hielo en el corazón.»

A. III, ese. X.

Era, sin duda, la más honda censura del positivismo de aquella sociedad dorada. Debe destacarse, como lo mejor de la obra, el monólogo de la indecisión y la duda y el examen de conciencia, que forman el eje del conflicto, en el acto II, escena XX. Quizás en este pasaje es donde Ayala se acredita de mejor dramaturgo. Y de la importancia de este fragmento puede verse cómo reaparece esta clase de parlamentos en El gran galeote, de Echegaray, y en El nido ajeno, de Benavente[2].

El mismo signo de moralidad campea en El nuevo don Juan, obra que había de ser zarzuela, según la dedicatoria al poeta Selgas, pero que al fin apareció como comedia. El tema de don Juan va asociado a la sátira y aun al vodevil, pero, en realidad, con poca fortuna. Cada uno de los estrenos de Ayala iba precedido de muchos supuestos y comentarios en los salones y en los círculos políticos. Y éste también lo fue, pero no correspondió a la forma ni al propósito moral de ridiculizar el donjuanismo. Justamente se ha elogiado, como de lo mejor, el acto II, escena XIX.

Por último, La mejor corona es un apropósito o loa para celebrar el aniversario del nacimiento de Calderón. Fue representado en el Teatro de San Fernando de Sevilla el 17 de enero de 1868; lleva como prólogo un soneto de Juan Nicasio Gallego y un prólogo de Fernán Caballero. Intervienen personajes simbólicos: España, la Pereza y el Entusiasmo; no exentos sus parlamentos de cierta intención política, se trata de honrar al gran dramaturgo. Y salen: doña Ana de Lara, de Las mañanas de abril y mayo; Segismundo, de La vida es sueño; Luis Pérez del Gallego, El mágico prodigioso,

El Alcalde de Zalamea, con Chispa, la Bolichera; La dama duende, La niña de Gómez Arias, El médico de su Honra, el caballero español, el Gracioso, los Autos Sacramentales, el Demonio y otros personajes de varias comedias. Colaboraron, redactando algunos fragmentos, escritores tan destacados como: José Fernández Espino, Pascual Vicent, Gonzalo Segovia y Ardisone, Mercedes Velilla, Jarino Campillo, Cayetano de Ester, Rafael Álvarez Surpa, José Velilla y Rodríguez, Juan José Bueno, José Lamarque de Novoa, Antonio Campoamor.



[1] Revilla, M. de la Crítica, 1.º serie, Burgos, 1884, págs. 46 y 47.

[2] Las dos obras, como puede observarse, tienen idéntico asunto, si bien desarrollado diversamente.

domingo, 23 de octubre de 2011

ADELARDO LÓPEZ DE AYALA - 59

Son los dos monólogos las dos columnas sobre las cuales descansa la obra de Ayala; en realidad, una sola idea, un solo propósito moralista, dicho por dos personajes distintos. La comedia está bien versificada, escrita en buen castellano y se acerca mucho más a la realidad que aquellos otros, imitación notoria de los clásicos, como Un hombre de Estado y Rioja, en los cuales el propósito moral servía de pergueño a figuras de la historia.

El Conde de Castralla, zarzuela con música de Oudrid, desarrolla el tema del Tribunal de las Aguas, mezclado con un asunto de intriga amorosa y política. Como ejemplo clásico de zarzuela al modo de su época, puede destacarse entre las primeras, si bien la prohibición parece que pesó en exceso sobre la obra y el éxito que debiera haber conseguido fue desbordado por otras obras de su tiempo.

De menor importancia, siguen en este orden: El agente de matrimonios y Castigo y perdón, y El curioso impertinente en colaboración con Antonio Hurtado.

También debe citarse como asunto de teatro, que no llegó el autor a desarrollar, la traducción Haydeo o el secreto, que figura a nombre de Ayala.

De mucho mayor relieve su drama Rioja, sobre el personaje a quien le atribuyó la Epístola moral a Fabio. Siendo la obra de ambiente histórico, como lo es, por ejemplo, La estrella de Madrid, el asunto se reduce bastante, al cifrar la apoteosis de la virtud y el heroísmo a que puede ascender el alma humana cuando, por gratitud tan sólo, renuncia a las esperanzas cortesanas y a la mujer amada; si no es el desengaño, se le parece mucho. Una justa reminiscencia contra el orgullo y la ambición; un consejo al abandono de las glorias humanas; el poeta Rioja parece un símbolo calderoniano, casi ascético.

«Jamás el orgullo impío,

que el vano aplauso ambiciona

no penséis que ya inficiona

mi pecho, no, padre mío.

No es ese afán de opulencia

de tantos males fecundo

quien me mueve a dar al mundo

señales de mi existencia.»

A. I, esc. III.

Es difícil concordar el Rioja de Ayala con el poeta del siglo XVII; como es difícil penetrar en el enigma Fabio. Pero este Rioja, de Ayala, por lo menos nos es agradable y simpático; quizás el que más de toda la galería de su teatro.

J. A. Paz afirmaba, y tenía razón, que en esta obra aparece por primera vez el conocedor profundo de las proporciones y la arquitectura dramática. Reconocía que la obra era breve de acción, pero admirable mente bien repartida, un poco pálida de tono y menos cincelada que las otras, de tipo histórico y clásico, de Ayala. Pero en el fondo, el sacrificio, la renuncia de Rioja, valían tanto como los rasgos de don Rodrigo Calderón[1]. Pero, en cambio, se le pasó por alto la complicada psicología de los validos: el Duque de Lerma y el Conde-Duque de Olivares. La línea moralizadora, iniciada en El tejado de vidrio, siguió su marcha ascendente en El tanto por ciento y, más tarde, en Consuelo.

«El tanto por ciento es la anatomía fiel, estudiada y minuciosa del positivismo avasallador que nos invade, y por obedecer a un intento tan eminentemente social, no cabe con holgura dentro del hogar doméstico, ocupando la realidad un espacio mayor a pesar de las apariencias. Los personajes que intervienen en la acción, y la acción en sí misma, van supeditados a otro elemento de oculta e irresistible virtualidad que influye en ellos y en ella y que es verdadero núcleo en cuyo rededor giran... » «El propósito [del autor] es demostrar que hoy el interés ha venido a reemplazar con despotismo irresponsable todas las grandes aspiraciones del alma humana»[2]. El propósito no puede, pues, ser menos aleccionador. La trama y sus personajes, en el dorado mundo de la burguesía, viven bajo la fatalidad de las preocupaciones erróneas, el afán del negocio, el tanto por ciento; contra ello predica el drama desde el principio al fin:

«Vivirás en calma

si llegas a comprender

que ese afán de enriquecer

el cuerpo a costa del alma,

es universal veneno

de la conciencia del hombre,

que nos tapa con el nombre

de negocio, tanto cieno...

Codicia que nunca está

saciada y siempre adelante...»

A. III, esc. últ.



[1] Paz, J. A. Ayala. «Revista Europea», vol. XI, pág. 571.

[2] Blanco García, op. cit., pág. 189.

viernes, 21 de octubre de 2011

ADELARDO LÓPEZ DE AYALA - 58

El lenguaje, como se verá, es de porte aristocrático y burgués; buena embocadura para plantear la comedia de salón. Parece un presagio de Echegaray o quizás, más tarde, de las comedias de la primera época de Benavente.

Los ingredientes que emplea Ayala para tal mezcla no son muy explosivos; se conforma con plantear una comedia de intriga y adulterio; un Conde, casado en secreto; una mujer que lo quiere por espíritu de sacrificio -¡quién lo dijera!-, un seductor y el mismo protagonista, una pequeña sombra de don Juan. Nada más. Pero, aquí y allá, encontramos salvables, para lo que pudiera llamarse teatro de ideas, desde la septembrina hasta los comienzos del siglo XX, párrafos que diríamos clave:

«Siembra una frase sencilla

de amor, que turbe el sosiego,

que el mundo se encarga luego

de fecundar la semilla.

Los necios que las adulan,

los ruidosos galanteos

que despertando deseos

de boca en boca circulan:

todo ayuda a la caída.»

A. I, esc. III.

Parece que escuchamos la lengua de los innumerables galeotos de la Regencia y la Restauración. La moralina, que se desprende en forma de máximas, lleva un cierto germen de escepticismo. Arraiga tanto, que salvada la crisis clásica y romántica, y pasado el 98, pudo afirmarse que el dolor provocado por el escepticismo ya no abandonará al teatro español contemporáneo; quizá podrá encontrarse hasta en Alfonso Paso. Pero en don Adelardo, volvernos a repetirlo, se convierte en un pequeño dolor, en un área chica del desengaño; es natural, con eso, que la grandilocuencia, aquellos tremendos apartes de los personajes, ahogasen el microdrama desarrollado en salones de sillería Luis XV, espejos venecianos, palmeras y quinqués. El drama estaba mucho más lejos, y Ayala no supo descubrirlo agitado por las veleidades políticas.

«Si aplausos tributó el mundo

al decoro y la perfidia,

¿qué estímulo tiene, ¡oh, cielos!,

la que así se sacrifica?»

A. II, esc. III.

Esta vez parece bordear la dolora campoamorina. Así y todo, lo que hubiera podido ser comedia fácil y concisa, se le convierte y se le disuelve a lo largo de aquellos tremendos cuatro actos, capaces de probar la resistencia física de los actores. Con todo, la obra debió ser del gusto del público. La estrenó cuando había logrado ya su primera acta de Diputado. Era buen augurio, una indiscutible base para el comediógrafo. Hasta el acto IV, escena III, no se entera el espectador de la razón del título, aunque por proceder de una frase demasiado vulgar, no es preciso cavilar demasiado para comprenderlo. Es el mismo seductor quien, asustado de sus felonías, descubre que sobre su casa y su honor han caído las mismas manchas que él arrojó a los demás. Pero nada de plantearse un drama de honor, al modo clásico. Y eso que Ayala era tan conocedor del gran siglo y con tanto empeño quería revivirlo.

«Es bueno… ¡Yo que he vivido

envolviendo a las mujeres

en vicioso torbellino,

hoy siento un afán tan raro!...

Hiciera mil sacrificios

porque fueran un modelo

de fe cuantas han nacido.

Piedras tiré con mi mano

al tejado vecino;

romperlo fue mi delicia,

y en mi ceguedad no he visto

que yo, que todos los hombres

tienen tejado de vidrio.»

Y, claro, al final, con tintes rosados de melodrama, tiene que aparecer la mujer-víctima, sacrificada no ya por su amor, sino por un espíritu seductor que es lo más grande; lo más raro, desde luego, que pudo ocurrírsele a López de Ayala para concluir. Dice Julia, a. IV, esc. V :

«A ninguno tuve amor;

de todos siempre dudé;

pero tú sabes (mirando al cielo) por qué

di mi cariño al traidor.

Halléle infeliz un día

sin amor, sin fe, sin calma,

y yo, por salvar el alma,

le hice dueño de la mía.

Sí, Tú lo sabes, buen Dios;

quise, al verle enamorado,

hacer de un hombre malvado

un alma para los dos.

Mi esperanza más querida

en oprobio se convierte.

Siempre acaban de esta suerte

los encantos de la vida.

(Un reloj da la media.)

¡Llega la hora!... y aquí

Carlos vendrá sin demora...

¿A qué? ¡Gran Dios, que esa hora

nunca suene para mí!

¿Y cuál será mi dolor,

ofendida y sin venganza? (Pausa.)

¿Y cuál será mi esperanza

ofendida, y sin honor?

Ya que yo no conseguí

hacer honrado al infiel,

¿habrá de conseguir él

hacerme perversa a mí?

Disculpa fuera mi acción

de su infame ingratitud;

sólo teniendo virtud

tiene una esposa razón.»