Sin darse cuenta, la sombra de la Reina muerta caería, como un peso más, sobre la decadencia que había iniciado su cuesta abajo, ya incontenible. Ayala, apoyándose en los dos flancos de su vida, literaria y política, había logrado posiciones insospechadas; cuatro veces Ministro de Ultramar, dos Presidente del Congreso. Por fin, a primeros de diciembre de 1879, el Rey quiso encargarle del Gobierno; pera esto, que hubiera colmado su ambición, hubo de rechazarlo y aconsejar el nombramiento de Cánovas, por su mucho prestigio y por ser el eje de la Restauración. Pero, además, estaba enfermo, y el doctor Calleja había diagnosticado su gravedad; iba a morir del pecho, de lo que siempre padeció, y no bastaban los cauterios y los revulsivos. Moría solo, con su hermana doña Josefa, en un piso de la calle de San Quintín; en su cuarto, de amable desorden de solterón, libros, papeles, cintajos y coronas, de pasadas glorias; una imagen de la Virgen por Tiziano tendía sobre el enfermo su sombra protectora; todavía preguntaban por él, importunaban con intrigas y peticiones; aún los admiradores se interesarían; quizá la actriz Elisa Mendoza Tenorio que, de humilde origen de un apuntador y una actriz, había llegado a ser figura destacada en su drama: Consuelo, con la que algunos dicen que Ayala iba a casarse, aunque no se realizó, sino que la artista contrajo matrimonio con el doctor Tolosa Latour... De Teodora nada se dice en sus últimos momentos; probablemente el idilio concluyó o se disolvió en 1867, cuando Ayala empieza de verdad su ascensión política y ha logrado éxitos muy sólidos. El mundo de las recuerdos debió acudir a su mente y, ya en la agonía llamó a su madre, desaparecida de los vivos, y entregó su alma a Dios, cristianamente, el 30 de diciembre de 1878.
El entierro fue solemne; la pompa habría de acompañarle hasta la sepultura; el 31 de diciembre fue embalsamado, y vestido de chaqué, con la medalla de Académico al pecho, trasladado al salón de Conferencias del Congreso, y el todo Madrid político, intelectual y literario acudió al entierro. Este, realizado el 2 de enero de 1879, según el itinerario de las grandes procesiones, hasta el cementerio de San Pastor y San Justo, fue una notable manifestación de duelo; las cintas de la caja se entregaran a Castelar, Sagasta, Martos, Tamayo, Posada Herrera, Álvarez, Marqués de Cabra y Núñez de Arce, Gobierno, Guardia Militar. Al pasar por el Teatro Español, el Marqués de Torneros descubrió el busto de Calderón de la Barca, de la Plaza de Santa Ana. García Gutiérrez arrojó unas flores y Elisa Mendoza Tenorio le dedicó una corona de laurel y siemprevivas. El cuadro fue muy animado; ramos de flores, brillo de uniformes, tintineo de condecoraciones y la sonoridad de la música de aire, formaban un cortejo brillante de aquella gloria que, al fin, se acababa. En su sepultura no dice más que «Ayala», entre el alfa y la omega, principio y fin de la vida.
Allí concluía la gloria, en aquel muerto de chaqué que el embalsamamiento imperfecto desfiguraba horriblemente pese al afeite y al carmín que se le había dado. Melena, bigote y perilla, a lo Napoleón III, se convertía en trágica caricatura.
Callaba para siempre el escritor y el político; lo que después se dijese de él no sería enteramente halagador. Con todo, aun tan próximo a nuestro tiempo, cuesta ver claro su vida y su obra.
El enigma romántico
Cuanto antecede debe figurar como la biografía incompleta de Ayala. En efecto, fue preocupación de sus biógrafos, y posiblemente de él mismo, celar cuidadosamente la participación que la mujer tuviese en su vida. Entendían, sin duda, que un hombre público, que moría soltero, debería presentársele limpio y exento de cualquier compromiso de tipo erótico. Ayala, que tan conocedor había demostrado ser del corazón femenino en su obra, y tan rendido admirador de la belleza de la mujer en sus poesías, quedaba así como un teórico del amor; su vida pública absorbíale la atención y eso ocupaba las horas. Por otra parte, no debe olvidarse al batallador en los campos políticos igualmente difíciles y espinosos -política y literatura-, donde la habitual maledicencia funcionaría a modo de lima para deshacer y triturar prestigios por muy merecidos que fuesen. Quien hubiese de estar en primer plano, durante aquellos años transitivos que ocupan la vida de Ayala, debía mantener un riguroso sigilo de cuanto le ocurriese; no podría decir que estaba enfermo, pues sus amigos y correligionarios correrían inmediatamente la noticia para derribarle de su preeminencia y ocupar, después, sus puestos; no podría dejar que le calificasen de lento y perezoso, de cómodo y glotón, porque en seguida, los que militaban en partido opuesto, le descalificarían para gobernar; no podría hablar de amoríos, so pena de que la oposición le dirigiera alguna indirecta en aquellos campanudos discursos del Congreso; a lo más se permitiría hablar de unos amores contrariados, de alguna ingrata, porque eso estaba tan admitido, que hasta servía de tema a las romanzas de las zarzuelas y les daba cierto tono melodramático; y él, después de todo, seguía respirando ese clima post-romántico y no podía decir que era una reacción contra los tiempos del romanticismo. A esta clase de amores aun los biógrafos aludieron alguna vez, porque, al fin, algo habían de decir de un hombre que lo había tenido todo, que todo lo había conseguido y, sin embargo, no salía en su vida la mujer. Decir que su mujer era la Musa, es lo mismo que repetir la frase de Cánovas sobre los amores no bendecidos.
Y la mujer, mejor dicho, las mujeres existían. Basta leer su novela Gustavo, floja desde el punto de vista literario, pero que, no obstante, refleja muy bien los años de juventud de Ayala, en camaradería de Ortiz de Pinedo y Arrieta. Quedaba el enigma de la mujer en la biografía de Ayala, cuando el señor Pérez Calamarte publicó el Epistolario inédito de Adelardo López de Ayala.
López de Ayala (Adelardo). Epistolario inédito, publicado por Antonio Pérez Calamarte. Revue Hispanique, XXVII, 1912, pág. 499.
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