En el Ministerio de Ultramar, bajo la jefatura de don Adelardo, hallaron cabida algunos escritores: Antonio Hurtado, Núñez de Arce, Cisneros, Dacarrete, Marco, Cazurro, Avilés, Luceño y Castro y Serrano. Ayala -que huía según sus biógrafos de todo trabajo burocrático, delegaba la firma y dictaba a su taquígrafo, solicitaría la cooperación de estos hombres para toda aquella balumba de manifiestos y circulares. Las Antillas y el archipiélago filipino, las posesiones de Oceanía, recibieron, a diario, informaciones y órdenes; se incremento el ejército en Cuba y se concedió la representación a las provincias ultramarinas, siendo el general Dulce, Marqués de Castellfiorite, que tanto había de intervenir en la ordenación de Cuba. Mientras surge la sublevación de Puerto Rico y la de Demajagua.
De su vida parlamentaria en este momento se destaca su discurso en favor de la institución monárquica, votando después el artículo 33 de la Constitución de 1869, que proclamaba la Monarquía. Conocida es su afirmación de que la República, más que una consecuencia de la revolución del 68, sería una desgracia. El discurso, que había sido razonado y valiente, le obligó a salir del Gobierno. Fuera ya de él, pero leal a su partido, votó la Constitución de 1869, la regencia del General Serrano, la suspensión de las garantías constitucionales, el juramento para cargos públicos: medidas todas ellas para la seguridad del pronunciamiento. Así las cosas, los hombres de su tiempo piensan en Ayala; que, por aquellas fechas, había abandonado sus preferencias montpensieristas y se inclinaba por la candidatura de don Amadeo de Saboya, y solicita formar parte de la comisión que ha de ofrecer la Corona al futuro monarca; pero Ayala rechaza la oferta; él, que ha prestado tantos y tan excelentes servicios a la Monarquía, ahora que ve próxima y como una solución a la crisis del 68, sin embargo, rechaza el honroso ofrecimiento, pues, como se ha recordado, nuestro político y escritor viajó tan sólo por España, cosa que debió ocurrir a muchos hombres ilustres de su época, a no ser aquellos que deliberadamente desearon el destierro, en sus conspiraciones. Ayala tan sólo había cruzado la frontera e internado en el Sur de Francia, acompañando a unos perseguidos del 66, y luego, cuando, en vísperas del 68, se refugió él mismo en Lisboa. Pera ello quiere decir que contaban con él, en cada momento, por su criterio plástico y acomodaticio a cualquier Monarquía.
Próximo el desenlace de la primera etapa del 68, con la elección de Amadeo de Saboya, justamente el 25 de marzo de 1870 Ayala ingresa en la Academia Española, en la vacante de don Antonio Alcalá Galiano, leyendo un discurso sobre Calderón. Sin duda alguna era el momento muy a propósito para ello, ya que Calderón había sido desempolvado por los románticos, que habían visto en él uno de ellos, en quien se cumplían las características de su movimiento literario y, además, la pretendida reacción antirromántica de los dramaturgos, a la cabeza Tamayo y Baus y Ayala, ofrecían un teatro todo lleno de Shakespeare, Calderón y Alarcón; el primero, sin duda, les ofrecía el modelo del genio creador, el espíritu de la fantasía, la grandeza de las almas y las caracteres, para el bien o para el mal; el segundo, las normas más rígidas del sentimiento caballeresco, el espíritu cristiano y la gran empresa nacional; y el último, el concepto moral, en el más amplio sentido de la palabra.
El discurso de Ayala, magnífica pieza oratoria para su época, tiene una extraordinaria fluidez, una armonía de palabra no igualada en ningún diálogo de su teatro, y gusta por eso, y por eso también fue acogido con tales muestras de entusiasmo que todavía cuando la Real Academia Española celebró una reunión el 25 de mayo de 1880 para recordar el centenario de Calderón, un año después de muerto Ayala, la Corporación no encontró a mano nada mejor que repetir el citado discurso, encomendando su lectura a P. A. de Alarcón.
Pero mientras en este aparente descanso de las lides políticas Ayala entraba en la casa de la Inmortalidad, el ambiente volvía a enrarecerse y el adalid de la libertad y de la revolución, el General Prim, caía asesinado el 27 de diciembre de 1870, y su caso quizá será para siempre uno de los que la historia recoge, oculta y disfraza con el espeso manto de la intriga. Desde luego moría un adalid generoso y noble, y precisamente cuando el Monarca de Saboya, recién llegado a España, podría encontrarse en tierra extranjera, desvalido y sin el amigo más leal. No era fácil la situación; por un lado, el nuevo Rey, sin duda, llegaba con los mejores propósitos; a su amor a los españoles habría que añadir el más fino agradecimiento al concederle la máxima dignidad de España; pero enfrente quedaban las agitaciones de los republicanos, que habían visto perder una de las mejores oportunidades; las intrigas de los montpensieristas ; la aversión del propio Ayala hacia Prim; todo esto cristalizaba en aquel cuadro, tan dulcemente melancólico, como expresivo de la inquietud y la incertidumbre del momento, en que Amadeo ora ante el cadáver del general asesinado. Esta era la más palpitante realidad; un oscuro atentado político y un Rey indeciso ante el camino que debe emprender.
En relación directa con los cargos de Ayala, dice José Paúl Angulo, uno de los presuntos complicados en el asesinato de Prim: «En la misma noche de la salida del Buenaventura (éste fue un vapor que se fletó para trasladar a Canarias a las Generales unionistas), estando reunidos en la casa habitación de un comerciante de Cádiz, el señor Asquerino y yo, vino a despedirse de nosotros el señor Ayala, declarado montpensierista, que después formó parte del Gobierno provisional con don Juan Prim, hasta que éste, por denuncia pública mía, obligóle a presentar la dimisión.
Traía el señor Ayala la cifra de la clave que le servía para entenderse con el señor Rancés (otro unionista) sobre los asuntos referentes al Duque para disponer, por medio de giros sobre Londres, de unas considerables sumas a cargo de los banqueros señores Courtts y C.ª de la Casa de Orleáns. Quería el señor Ayala transmitir esta clave y autorización al brigadier Topete, a quien era ya difícil ver por lo avanzado de la hora, y habiendo manifestado por mi parte cierta dificultad hasta para ser mero portador de unos papeles, el señor Ayala hubo de entregarlas al señor Asquerino, suplicándole los pusiese en manos del brigadier Topete, recomendándole la orden para efectuar los giros que en efecto se realizaron en los días siguientes. Y para colocar en Cádiz la fuerte suma que estos giros representaban, puso en las letras su firma el señor don Pedro López Ruiz. Era éste un rico comerciante de Jerez que prestó este servicio de la firma por espíritu revolucionario y sin ocuparse para nada de quiénes eran los que percibían los millones». Paúl Angulo, J. Los asesinos del General Prim. París, 1886, págs. 24 y 25. De la enemistad y ojeriza de Ayala al General Prim, José Paúl Angulo refiere lo siguiente: «¿Quiénes fueron los nuevos amigos que el General Prim nos impuso compañeros de conspiración a última hora? En primer término, los Generales Serrano Domínguez (Duque de la Torre), Serrano Bedoya y Caballero de Rodas. En segundo término, los señores Ayala, Rancés, Vallín y otros; entre ellos, el que por eso había de ser famoso: el brigadier Topete, a la sazón capitán de puerto en el apostadero marítimo de Cádiz»... «Eran la plana mayor militar del célebre partido llamado unión liberal, sin principios políticos, compuesto por un puñado de ambiciosos, capaces de ametrallar al pueblo en repetidas ocasiones, como lo habían hecho cuando el mismo General Serrano (Duque de la Torre) firmaba hacía poco, las sentencias de muerte de los entusiastas partidarios del General Prim. En cuanto a los otros señores que dejo citados también, no eran sino políticos hambrientos de oro y de posición, partidarios declarados y pagados por el Duque de Montpensier, y ante todo y sobre todo, enemigos personales del General Prim, al que tenían la audacia de calificar de la manera más soez en reuniones bastante numerosas de conspiradores a última hora.» Y le llama la atención que «los acepte como compañeros en el Gobierno provisional», págs. 15 y 16, op. cit.
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