viernes, 12 de agosto de 2011

ADELARDO LÓPEZ DE AYALA - 23


«Me dotaron los cielos de profundo

amor al bien, y de valor bastante

para exponer al embriagado mundo

del vicio vil el sórdido semblante,

Y al ver que, imbécil, en el cieno hundo

de mi existencia la misión brillante,

me parece que el hombre, en voz confusa,

me pide el robo y de ladrón me acusa.

Y estos salvajes montes corpulentos,

fieles amigos de la infancia mía,

que con la voz de los airados vientos

me hablaban de virtud y de energía,

hoy con duros semblantes macilentos

contemplan mi abandono y cobardía,

y gimen de dolor, y cuando braman

ingrato y débil y traidor me llaman.»

Claro está que se trata de una exégesis poética y cuesta deslindar lo que de verdad hay en ellos. Las cartas a Teodora, que pudieran crear un estado espiritual en Adelardo, no provocaron este desdoblamiento lírico de hombre arrepentido de su propia maldad, ni mucho menos la naciencia de una juventud malograda; pero quedaba muy bien que en una epístola poética, siguiendo la línea que va desde la de Fabio hasta Jovellanos, Ayala se dirigiese a su mejor amigo, el que sin duda estaba en el secreto de todo, y en más de una ocasión sería el confidente y, el paño de lágrimas, cuando no el remordimiento, ni la pena, sino la rabieta y el pataleo era la expresión de un triunfo no conseguido con la deseada celeridad; y, por último, lo más apreciable de toda la composición, el recuerdo de los montes salvajes corpulentos, donde los vientos cantan airados una canción que para el poeta, que siente el amado paisaje quizás en increíble lejanía, se convierte en una nota de fina voz. Lo demás debe tenerse por puros denuestos, a lo Espronceda o mejor a lo Ros de Olano, o Bartrina, como lugares comunes en la poesía romántica. Pero quizá de todo Ayala, éste sea el momento en que más se acerca a la poesía.

Sin embargo, la pasión política que llevaba dentro desbarataría, aunque él no lo creyese así, muchos de sus proyectos; quizá malograría al excelente literato. En aquellas tertulias de café ardía la juventud con mil proyectos; el resorte liberal que había empezado a distenderse a la muerte de Fernando VII, alcanzaría el reinado de Isabel; la Reina, por otra parte, que había llegado al trono precisamente bajo el signo literal, no sabría darle una orientación definitiva y clara y ello ocasionaría graves altibajos. además, le faltaría dureza para reprimirlos. En medio de aquella serie de pasiones políticas y de ambiciones de mando, cuando el trono firme de Isabel se resquebrajaba, sólo una cosa parece solidad y eficaz: la Unión Liberal, creada por O'Donell. Creía el victorioso soldado de África que era preciso agrupar alrededor del trono la mayor cantidad y la mejor calidad de gente posible; no había que olvidar a la juventud, entonces bohemios y románticos rezagados, con los resabios de liberalismo, y más aún, de ansia de auténtica libertad. El peligro que se cernía era el programa revolucionario, de libertades y sufragio, que se hallaba en aquellos partidos. O'Donell representa un dique y, al mismo tiempo, sostén del trono hasta el año 56.

Ayala, que en el discurso de El Padre Cobos tanta fama de orador había de adquirir, hace su profesión de fe política, ingresando después en la Unión Liberal, haciendo a la vez un llamamiento a la juventud para que se afilie.

Su gestión viose pronto coronada por el éxito y, en 1857, se presenta por primera vez en las Cortes como Diputado por la ciudad de Mérida, en la provincia de Badajoz, bajo la política de Narváez, y con la ayuda del Ministro don Cándido Nocedal. El mundo político empezaba a sonreírle, aunque el éxito inicial no pudiera ser considerado en granvosa; pero, aparte de la protección de estos hombres ya situados, es lo cierto que Ayala contaba con la amistad de sus paisanos, sin duda, la casa solariega, y más que nada, gozaba de la simpatía proporcionada por su defensa del periódico satírico.

Y ya, en el Congreso, comprende que, salvada su gratitud al Gobierno, mediante el voto en pro al discurso de contestación a la Corona, y la censura a Santa Cruz, al solicitar la depuración de la conducta de los agentes durante las elecciones, en las sesiones del 4 y 12 de julio de aquel mismo año, se le presenta una oportunidad pintiparada: nada más a propósito para un político que es escritor y ama la liberad, aun con recias convicciones monárquicas; es el proyecto de ley de imprenta redactado por la comisión correspondiente. Como es lógico el debate es interesante y apasionado; se oyen las voces de Mazo, Estrella, Borrego, Campomanes; Ayala hace un hermoso discurso político: es su segundo éxito oratorio.

El discurso, bien concebido, dentro de las normas establecidas, comienza con una especie de lamentación: siente el orador que tan presto haya de elevar su voz de quejas, cuando más debería ser de gracias; pero el deber se impone, y el deber, aunque no sea demasiado grato exponerlo, es repetir la expresión del descontento, antes de que, excitada la ambición, tenga peores consecuencias.

Si el descontento por la ley de prensa estaba o no tan extendido en aquellos momentos, no es fácil averiguarlo: de todas formas, entrando en la cuestión fundamental, Ayala se eleva a los planos ideales de la Constitución del Estado. Dentro de una ideología liberal, la soberanía de la nación exige participación de todos v la función de cada uno.

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