«Me dotaron los cielos de profundo
amor al bien, y de valor bastante
para exponer al embriagado mundo
del vicio vil el sórdido semblante,
Y al ver que, imbécil, en el cieno hundo
de mi existencia la misión brillante,
me parece que el hombre, en voz confusa,
me pide el robo y de ladrón me acusa.
Y estos salvajes montes corpulentos,
fieles amigos de la infancia mía,
que con la voz de los airados vientos
me hablaban de virtud y de energía,
hoy con duros semblantes macilentos
contemplan mi abandono y cobardía,
y gimen de dolor, y cuando braman
ingrato y débil y traidor me llaman.»
Claro está que se trata de una exégesis poética y cuesta deslindar lo que de verdad hay en ellos. Las cartas a Teodora, que pudieran crear un estado espiritual en Adelardo, no provocaron este desdoblamiento lírico de hombre arrepentido de su propia maldad, ni mucho menos la naciencia de una juventud malograda; pero quedaba muy bien que en una epístola poética, siguiendo la línea que va desde la de Fabio hasta Jovellanos, Ayala se dirigiese a su mejor amigo, el que sin duda estaba en el secreto de todo, y en más de una ocasión sería el confidente y, el paño de lágrimas, cuando no el remordimiento, ni la pena, sino la rabieta y el pataleo era la expresión de un triunfo no conseguido con la deseada celeridad; y, por último, lo más apreciable de toda la composición, el recuerdo de los montes salvajes corpulentos, donde los vientos cantan airados una canción que para el poeta, que siente el amado paisaje quizás en increíble lejanía, se convierte en una nota de fina voz. Lo demás debe tenerse por puros denuestos, a lo Espronceda o mejor a lo Ros de Olano, o Bartrina, como lugares comunes en la poesía romántica. Pero quizá de todo Ayala, éste sea el momento en que más se acerca a la poesía.
Sin embargo, la pasión política que llevaba dentro desbarataría, aunque él no lo creyese así, muchos de sus proyectos; quizá malograría al excelente literato. En aquellas tertulias de café ardía la juventud con mil proyectos; el resorte liberal que había empezado a distenderse a la muerte de Fernando VII, alcanzaría el reinado de Isabel;
Ayala, que en el discurso de El Padre Cobos tanta fama de orador había de adquirir, hace su profesión de fe política, ingresando después en
Su gestión viose pronto coronada por el éxito y, en 1857, se presenta por primera vez en las Cortes como Diputado por la ciudad de Mérida, en la provincia de Badajoz, bajo la política de Narváez, y con la ayuda del Ministro don Cándido Nocedal. El mundo político empezaba a sonreírle, aunque el éxito inicial no pudiera ser considerado en granvosa; pero, aparte de la protección de estos hombres ya situados, es lo cierto que Ayala contaba con la amistad de sus paisanos, sin duda, la casa solariega, y más que nada, gozaba de la simpatía proporcionada por su defensa del periódico satírico.
Y ya, en el Congreso, comprende que, salvada su gratitud al Gobierno, mediante el voto en pro al discurso de contestación a
El discurso, bien concebido, dentro de las normas establecidas, comienza con una especie de lamentación: siente el orador que tan presto haya de elevar su voz de quejas, cuando más debería ser de gracias; pero el deber se impone, y el deber, aunque no sea demasiado grato exponerlo, es repetir la expresión del descontento, antes de que, excitada la ambición, tenga peores consecuencias.
Si el descontento por la ley de prensa estaba o no tan extendido en aquellos momentos, no es fácil averiguarlo: de todas formas, entrando en la cuestión fundamental, Ayala se eleva a los planos ideales de
No hay comentarios:
Publicar un comentario