El 10 de enero de 1878 se convocan las Cortes para tratar del matrimonio del Rey con
Como anécdota se recuerda una conversación con Federico Balart, en que se proyecta una comedia con unos padres tiranos que persiguen los amores inocentes de su hija, y una hija que, al fin, dando al traste con su platonismo, se casa interesadamente. El éxito fue tal que asistió hasta el Rey.
Todavía la suerte le reservaba un mayor lucimiento:
«Ya lo oís, señores Diputados; nuestra bondadosa Reina, nuestra cándida y malograda Reina Mercedes ya no existe. Ayer celebrábamos sus bodas, y hoy lloramos su muerte. Tan general es el dolor, como inesperado ha sido el infortunio; a todos nos alcanza, todos lo manifiestan; parece que cada uno se encuentra desposeído de algo que ya le era propio, de algo que ya amaba, de algo que ya aumentaba el dulce tesoro de los afectos cristianos; y al verlo arrebatado por tan súbita muerte, todos nos sentimos como maltratados por lo violento del despojo, par lo brusco del desengaño.
Joven, modesta, candorosa, coronada de virtudes antes que de la real diadema, estímulo de halagüeñas esperanzas, dulce y consoladora aparición. ¿Quién no siente lo poco que ha durado?
No sé, señores Diputados, si la profunda emoción que embarga mi espíritu en este momento me consentirá decir las pocas palabras con que pienso, con que debo cumplir la obligación que este puesto me impone. No es porque yo crea sentir más vivamente el funesto suceso, que ninguno de los que me escuchan; porque son tantos, son tan variados, tan acerbas las circunstancias que contribuyen a hacer por todo extremo lamentable la desgracia presente, que no hay alma tan empedernida que le cierre sus puertas. Pero ocurre una tristísima circunstancia, que nunca olvidaré, a que yo la sienta con más intensidad en estos momentos.
Testigo presencial de los últimos momentos de nuestra Reina, sin ventura, aún tengo delante de mis ojos el fúnebre cuadro de su agonía; aún está fuera de mi mente la imagen de la pena, de la horrible y silenciosa pena que con varios semblantes y diversas formas rodeaba el lecho mortuorio; he visto el dolor en todas sus esferas.
Allí nuestro amado Rey, hoy más digno de ser amado que nunca, apelaba a sus deberes, a sus obligaciones de Príncipe, a todo el valor de su magnánimo pecho, para permanecer al lado de la que fue elegida de su corazón y para reprimir, aunque a duras penas, el alma conturbada y viuda que pugnaba por salir a los ojos.
Allí los aterrados padres de la ilustre moribunda, vivas estatuas del dolor, inclinando su pecho ante el Eterno, que a tan dura prueba los sometía, y con cristiana resignación le ofrecían en holocausto la más honda amargura que puede experimentarse en la vida.
Incansable en su amor a
Allí la presencia del Gobierno de S. M. representando el duelo del Estado; los Presidentes de los Cuerpos Colegisladores, al luto del país; y todos, de rodillas, sobre todos se elevaban los cantos de
Y en tanto, señores, todas las clases sociales llevaban el testimonio de su tristeza a la regia morada. En torno a ella aparecía el pueblo español, magnánimo como siempre, amante como siempre de sus Reyes; con todos sus caracteres históricos, partícipe de todas las penas generosas y compañero de todos los infortunios inmerecidos.
¿Quién puede permanecer insensible en medio de este espectáculo? Intérprete de vuestro dolor, me atrevo a proponer que en tanto que
Propongo además, señores Diputados, que una Comisión del seno de
El pueblo, a que alude Ayala, cantaba el melancólico romance inspirado por las circunstancias:
«¿Dónde vas Alfonso XII?
¿Dónde vas, triste de ti?
Voy en busca de Mercedes,
que ayer tarde no la vi.»
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