El 10 de enero de 1878 se convocan las Cortes para tratar del matrimonio del Rey con la Infanta doña Mercedes de Orleáns; es el momento más brillante de Ayala: se consolida su poder político y su influencia literaria. El 15 de febrero del mismo año fue nombrado Presidente del Congreso por 177 votos, obteniendo Sagasta 81 y 29 papeletas en blanco. Alcanzada esta alta magistratura, don Adelardo da fin a su comedia más importante: Consuelo, que fue estrenada el 30 de marzo de 1878 en el Teatro Español, por la señora Marín, señoritas Mendoza Tenorio y Contreras y los señores Vico, Alisedo, Rodríguez y Fernández.
Como anécdota se recuerda una conversación con Federico Balart, en que se proyecta una comedia con unos padres tiranos que persiguen los amores inocentes de su hija, y una hija que, al fin, dando al traste con su platonismo, se casa interesadamente. El éxito fue tal que asistió hasta el Rey.
Todavía la suerte le reservaba un mayor lucimiento: la Reina Mercedes moría el día 26 de junio de 1878. Ayala fue encargado de pronunciar la oración fúnebre; subió a la tribuna pálido, sudoroso, los ojos nublados y humedecidos, y habló así:
«Ya lo oís, señores Diputados; nuestra bondadosa Reina, nuestra cándida y malograda Reina Mercedes ya no existe. Ayer celebrábamos sus bodas, y hoy lloramos su muerte. Tan general es el dolor, como inesperado ha sido el infortunio; a todos nos alcanza, todos lo manifiestan; parece que cada uno se encuentra desposeído de algo que ya le era propio, de algo que ya amaba, de algo que ya aumentaba el dulce tesoro de los afectos cristianos; y al verlo arrebatado por tan súbita muerte, todos nos sentimos como maltratados por lo violento del despojo, par lo brusco del desengaño.
Joven, modesta, candorosa, coronada de virtudes antes que de la real diadema, estímulo de halagüeñas esperanzas, dulce y consoladora aparición. ¿Quién no siente lo poco que ha durado?
No sé, señores Diputados, si la profunda emoción que embarga mi espíritu en este momento me consentirá decir las pocas palabras con que pienso, con que debo cumplir la obligación que este puesto me impone. No es porque yo crea sentir más vivamente el funesto suceso, que ninguno de los que me escuchan; porque son tantos, son tan variados, tan acerbas las circunstancias que contribuyen a hacer por todo extremo lamentable la desgracia presente, que no hay alma tan empedernida que le cierre sus puertas. Pero ocurre una tristísima circunstancia, que nunca olvidaré, a que yo la sienta con más intensidad en estos momentos.
Testigo presencial de los últimos momentos de nuestra Reina, sin ventura, aún tengo delante de mis ojos el fúnebre cuadro de su agonía; aún está fuera de mi mente la imagen de la pena, de la horrible y silenciosa pena que con varios semblantes y diversas formas rodeaba el lecho mortuorio; he visto el dolor en todas sus esferas.
Allí nuestro amado Rey, hoy más digno de ser amado que nunca, apelaba a sus deberes, a sus obligaciones de Príncipe, a todo el valor de su magnánimo pecho, para permanecer al lado de la que fue elegida de su corazón y para reprimir, aunque a duras penas, el alma conturbada y viuda que pugnaba por salir a los ojos.
Allí los aterrados padres de la ilustre moribunda, vivas estatuas del dolor, inclinando su pecho ante el Eterno, que a tan dura prueba los sometía, y con cristiana resignación le ofrecían en holocausto la más honda amargura que puede experimentarse en la vida.
Incansable en su amor a la Princesa de Asturias y sus tiernas hermanas, seguían con atónita mirada todos los movimientos de la doliente Reina, como ansiosos de acompañarla en su última partida.
Allí la presencia del Gobierno de S. M. representando el duelo del Estado; los Presidentes de los Cuerpos Colegisladores, al luto del país; y todos, de rodillas, sobre todos se elevaban los cantos de la Iglesia, que, dirigiéndose al Cielo, señalaban el único camino de consolar tantas y tan inmensas desgracias.
Y en tanto, señores, todas las clases sociales llevaban el testimonio de su tristeza a la regia morada. En torno a ella aparecía el pueblo español, magnánimo como siempre, amante como siempre de sus Reyes; con todos sus caracteres históricos, partícipe de todas las penas generosas y compañero de todos los infortunios inmerecidos.
¿Quién puede permanecer insensible en medio de este espectáculo? Intérprete de vuestro dolor, me atrevo a proponer que en tanto que la Iglesia presta sus solemnes plegarias a la que fue nuestra Reina, a la que sólo ocupó el Trono el tiempo sucintamente necesario para reinar sin límite en los corazones, en tanto que las exequias se verifiquen, esta tribuna permanezca muda, en señal de duelo, convidando con su silencio al recogimiento y a la oración.
Propongo además, señores Diputados, que una Comisión del seno de la Cámara, cuando las tristes circunstancias que nos rodean lo consientan, llegue a S. M. el Rey para significarle el sumo dolor de que se halla poseída, para mostrarle que todos participamos de su pena; que éste es el único consuelo que cabe en tan grandes aflicciones. ¿Quién será insensible a la presente? Sólo el infeliz pues se encuentra incomunicado con la humanidad.»
El pueblo, a que alude Ayala, cantaba el melancólico romance inspirado por las circunstancias:
«¿Dónde vas Alfonso XII?
¿Dónde vas, triste de ti?
Voy en busca de Mercedes,
que ayer tarde no la vi.»