Este hombre, que de por sí era un poco depresivo, se desmoralizó. Mi padre le gastaba bromas. Un día lo encontró con su esposa en el pasillo. Ambos estaban tristes -contaba mi padre- y ella rezaba el rosario. Me acerqué y les dije:
-«Déjese usted de tanto rezo, tanta misa y tanto comulgar.»
-«¿Qué me dice usted?»
-«Cuando lleguemos al otro mundo, allí, según tengo entendido, nos recibirá San Pedro y usted con decirle: "He tenido en vida por esposo a I. D. A.", él le dirá: "Pasa hija, que bastante cruz has tenido".»
Los dos se echaron a reír. Al menos, por unos instantes, les había levantado el ánimo.
El otro caso fue más divertido. Se trataba de un jefe encarcelado que había luchado en zona republicana durante la guerra. Horrorizado por lo que veía, igual que mi padre, se refugió en una embajada. Finalizada la guerra, encontró mucho que criticar en el nuevo régimen, pero siguió en el Ejército. España, pese a su pretendida neutralidad, estaba francamente al lado de los alemanes. Era natural, puesto que aquéllos habían ayudado a los nacionales a ganar la guerra.
Era éste un hombre fuerte que tenía la costumbre de hablar en voz muy alta. Un día, en una tertulia de café, comentaba, plano en mano, el avance de los alemanes en Rusia:
-«Por aquí se meterán los alemanes, pero les van a impedir hacerlo; entonces intentarán abrir brecha por aquí, pero el Mariscal Timochenko les volverá a cerrar el paso; querrán hacer un rodeo por aquí -señalaba en el mapa- y Timochenko nuevamente los detendrá.»
Al tercer Timochenko se acercó a él un desconocido que, levantándose ligeramente la solapa, le enseñó su placa policial.
-«¿Quiere usted hacer el favor de venir conmigo?»
Y así, y por eso, fue detenido y encarcelado en Prisiones Militares. ¡Había que oírlo!
-« ¡Si no puede ser! ¡Si esto es un país de mierda! ¡Si no se puede ni comentar desde un punto de vista estratégico-militar la guerra europea!»
Estuvo detenido cinco meses. Al ser puesto en libertad decidió pedir el retiro militar, el cual le daba derecho a un sueldo. Para concedérselo debía presentar un certificado de vida. El respondió:
-« ¡Qué más certificado de vida que presentarme en persona con mi documentación!»
En vista de eso, resolvió no cobrar. El hijo menor comentaba socarrón:
-«Supongo que el mes que viene tendremos que ponernos todos con un platillo en la calle.»
Su padre, finalmente, tuvo que bajar la cabeza y solicitar el certificado. A los cuarenta y tantos años empezó a estudiar la carrera de Derecho y al cabo de unos años ganaba muy holgadamente su vida; eso sí, despotricando contra la abogacía y sus incomodidades. Si hubiera llegado a saber antes lo que era esa carrera, no se hubiera metido en ella. La detención no le sirvió de escarmiento; sus críticas al gobierno aumentaron.
-«Lo que dice mi padre de paredes para adentro, en un salón, no deja de tener gracia; lo malo es que lo dice a voz en grito en la calle» -comentaban sus hijos.
No sé por qué milagro no lo volvieron a encarcelar.
Mi padre llevó su encarcelamiento con ejemplar resignación y sin perder del todo su buen humor. Escribió sus terceras memorias, luego perdidas, y releyó dos o tres veces El Quijote, del cual sacaba sabias enseñanzas. Tenía en una hojita, clavada con chinchetas en la pared del cuarto, copiada una frase de El Quijote: «Todas estas contrariedades que nos suceden, amigo Sancho, son prueba de que nuestra suerte va a cambiar, pues de todos es sabido que ni el Bien ni el Mal son durables, y habiendo durado mucho el Mal, el Bien está presto.»
Copió también y puso en la pared versos de Musset: «L'homme est un apprenti, la douleur est son maitre, et nul ne se connait tant qu'il n'a pas soufert.»
De una biografía de Isabel I extrajo palabras que el Cardenal Mendoza dirige al Rey:
«¿Quién piensa en venganza tres días después de la victoria? Si vos hubieseis matado a los portugueses en la batalla, acto heroico sería, pero tres días después es ruin venganza. El perdón es de varones fuertes y la venganza de mujeres flacas.»
Tenía también un mapa de Europa y varios pequeños mapas recortados de los periódicos en los que iba señalando el avance de las tropas aliadas. Cuando estábamos solos me daba lecciones de historia de España.
Por entonces apareció en mi vida un nuevo ángel tutelar. Una mañana se presentó en la casa donde vivíamos. Tendría unos treinta años, era rubia y su rostro transmitía encantó y simpatía. Llevaba un traje de chaqueta negro y un sombrero claro. Traía con ella una gran maleta.
-«Soy Carmen Espinosa de los Monteros. Supongo que sabrás quién soy.»
Era hija del General amigo de mi padre.
-«Os traigo en esta maleta algunas cosas que quizá os vengan bien.»
Volví la cabeza un poco avergonzada.
-«No sé si debo aceptar su regalo.»
-«¿Cómo que no debes aceptar? Ahora mismo y nada de llamarme de usted.»
En la maleta venían algunos vestidos usados pero en óptimo estado, unas piezas de tela completamente nuevas, medias de seda italiana sin estrenar, dos bolsos dentro de cada uno de los cuales había un billete de cien pesetas y dos perfumes. Fueron mis primeras medias de seda, mi primer perfume. Con las telas me hice un abrigo de invierno y unos preciosos vestidos de verano con los que no tuve que sufrir complejos cuando fui al Monasterio de Piedra. Era una limosna ofrecida con la elegancia de la gran señora que era Carmen. Cuando se marchó, mi hermana lanzó gritos de alegría al revolver aquellas maravillas. Yo no, pero el regalo me había llegado al alma y jamás podré olvidarlo. Durante muchos años Carmen fue mi paño de lágrimas y mi consejera.
«Vamos a mudarnos. Las dueñas de la casa donde estamos alojadas quieren subirnos el alquiler. Una habitación pequeña y oscura que da a un patio; no hay calefacción. El agua caliente del baño sale fría; en invierno nos dan dos dedos de agua caliente de la cocina para bañarnos. Comida mal guisada y servida fría muchas veces. En cuanto a la limpieza, se conforman con estirar las sábanas todos los días y fregar el suelo una vez por semana. En invierno tenemos que quedarnos por las noches en la cocina, que es la única habitación cálida y con buena luz. Son un par de beatas mezquinas y muy tontas, llevan diez años en Madrid y parece que acaban de salir de su pueblo.»
-«Déjese usted de tanto rezo, tanta misa y tanto comulgar.»
-«¿Qué me dice usted?»
-«Cuando lleguemos al otro mundo, allí, según tengo entendido, nos recibirá San Pedro y usted con decirle: "He tenido en vida por esposo a I. D. A.", él le dirá: "Pasa hija, que bastante cruz has tenido".»
Los dos se echaron a reír. Al menos, por unos instantes, les había levantado el ánimo.
El otro caso fue más divertido. Se trataba de un jefe encarcelado que había luchado en zona republicana durante la guerra. Horrorizado por lo que veía, igual que mi padre, se refugió en una embajada. Finalizada la guerra, encontró mucho que criticar en el nuevo régimen, pero siguió en el Ejército. España, pese a su pretendida neutralidad, estaba francamente al lado de los alemanes. Era natural, puesto que aquéllos habían ayudado a los nacionales a ganar la guerra.
Era éste un hombre fuerte que tenía la costumbre de hablar en voz muy alta. Un día, en una tertulia de café, comentaba, plano en mano, el avance de los alemanes en Rusia:
-«Por aquí se meterán los alemanes, pero les van a impedir hacerlo; entonces intentarán abrir brecha por aquí, pero el Mariscal Timochenko les volverá a cerrar el paso; querrán hacer un rodeo por aquí -señalaba en el mapa- y Timochenko nuevamente los detendrá.»
Al tercer Timochenko se acercó a él un desconocido que, levantándose ligeramente la solapa, le enseñó su placa policial.
-«¿Quiere usted hacer el favor de venir conmigo?»
Y así, y por eso, fue detenido y encarcelado en Prisiones Militares. ¡Había que oírlo!
-« ¡Si no puede ser! ¡Si esto es un país de mierda! ¡Si no se puede ni comentar desde un punto de vista estratégico-militar la guerra europea!»
Estuvo detenido cinco meses. Al ser puesto en libertad decidió pedir el retiro militar, el cual le daba derecho a un sueldo. Para concedérselo debía presentar un certificado de vida. El respondió:
-« ¡Qué más certificado de vida que presentarme en persona con mi documentación!»
En vista de eso, resolvió no cobrar. El hijo menor comentaba socarrón:
-«Supongo que el mes que viene tendremos que ponernos todos con un platillo en la calle.»
Su padre, finalmente, tuvo que bajar la cabeza y solicitar el certificado. A los cuarenta y tantos años empezó a estudiar la carrera de Derecho y al cabo de unos años ganaba muy holgadamente su vida; eso sí, despotricando contra la abogacía y sus incomodidades. Si hubiera llegado a saber antes lo que era esa carrera, no se hubiera metido en ella. La detención no le sirvió de escarmiento; sus críticas al gobierno aumentaron.
-«Lo que dice mi padre de paredes para adentro, en un salón, no deja de tener gracia; lo malo es que lo dice a voz en grito en la calle» -comentaban sus hijos.
No sé por qué milagro no lo volvieron a encarcelar.
Mi padre llevó su encarcelamiento con ejemplar resignación y sin perder del todo su buen humor. Escribió sus terceras memorias, luego perdidas, y releyó dos o tres veces El Quijote, del cual sacaba sabias enseñanzas. Tenía en una hojita, clavada con chinchetas en la pared del cuarto, copiada una frase de El Quijote: «Todas estas contrariedades que nos suceden, amigo Sancho, son prueba de que nuestra suerte va a cambiar, pues de todos es sabido que ni el Bien ni el Mal son durables, y habiendo durado mucho el Mal, el Bien está presto.»
Copió también y puso en la pared versos de Musset: «L'homme est un apprenti, la douleur est son maitre, et nul ne se connait tant qu'il n'a pas soufert.»
De una biografía de Isabel I extrajo palabras que el Cardenal Mendoza dirige al Rey:
«¿Quién piensa en venganza tres días después de la victoria? Si vos hubieseis matado a los portugueses en la batalla, acto heroico sería, pero tres días después es ruin venganza. El perdón es de varones fuertes y la venganza de mujeres flacas.»
Tenía también un mapa de Europa y varios pequeños mapas recortados de los periódicos en los que iba señalando el avance de las tropas aliadas. Cuando estábamos solos me daba lecciones de historia de España.
Por entonces apareció en mi vida un nuevo ángel tutelar. Una mañana se presentó en la casa donde vivíamos. Tendría unos treinta años, era rubia y su rostro transmitía encantó y simpatía. Llevaba un traje de chaqueta negro y un sombrero claro. Traía con ella una gran maleta.
-«Soy Carmen Espinosa de los Monteros. Supongo que sabrás quién soy.»
Era hija del General amigo de mi padre.
-«Os traigo en esta maleta algunas cosas que quizá os vengan bien.»
Volví la cabeza un poco avergonzada.
-«No sé si debo aceptar su regalo.»
-«¿Cómo que no debes aceptar? Ahora mismo y nada de llamarme de usted.»
En la maleta venían algunos vestidos usados pero en óptimo estado, unas piezas de tela completamente nuevas, medias de seda italiana sin estrenar, dos bolsos dentro de cada uno de los cuales había un billete de cien pesetas y dos perfumes. Fueron mis primeras medias de seda, mi primer perfume. Con las telas me hice un abrigo de invierno y unos preciosos vestidos de verano con los que no tuve que sufrir complejos cuando fui al Monasterio de Piedra. Era una limosna ofrecida con la elegancia de la gran señora que era Carmen. Cuando se marchó, mi hermana lanzó gritos de alegría al revolver aquellas maravillas. Yo no, pero el regalo me había llegado al alma y jamás podré olvidarlo. Durante muchos años Carmen fue mi paño de lágrimas y mi consejera.
«Vamos a mudarnos. Las dueñas de la casa donde estamos alojadas quieren subirnos el alquiler. Una habitación pequeña y oscura que da a un patio; no hay calefacción. El agua caliente del baño sale fría; en invierno nos dan dos dedos de agua caliente de la cocina para bañarnos. Comida mal guisada y servida fría muchas veces. En cuanto a la limpieza, se conforman con estirar las sábanas todos los días y fregar el suelo una vez por semana. En invierno tenemos que quedarnos por las noches en la cocina, que es la única habitación cálida y con buena luz. Son un par de beatas mezquinas y muy tontas, llevan diez años en Madrid y parece que acaban de salir de su pueblo.»
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