jueves, 13 de enero de 2011

RETAZOS DE LA VIDA DEL GENERAL CASTELLÓ - 50


Muchos no se acostumbraban a su condición de nuevos pobres y gastaban por un lado lo que ahorraban por otro.
La familia Uña vivía en el piso superior de la primera casa que tuvimos; un día los oímos discutir porque don Juan, lleno de buena voluntad, quería ayudar a su mujer y a su hija a fregar los platos. Lo echaron de la cocina, pero como poco a poco fueron cansándose ellas también del trabajo, llamaron a una asistenta.
Los menos destacados políticamente fueron regresando a España. El resto nos quedábamos llenos de tristeza y nostalgia. La mujer de Luis de la Peña regresó a la patria para que sus hijos estudiaran sus carreras. Luis aceptó con resignación su viudedad; tenía el consuelo de ver a Mercedes y a los niños durante las vacaciones. Una tarde fue a verlo una amiga común y se lo encontró zurciendo calcetines.
-«He metido el huevo en el calcetín y he estudiado el roto; he pensado que lo mejor era ir cogiendo los puntos con la aguja, tirar luego de la hebra y después hacer esas mallas que hacen las mujeres.»
Descubrió que tenía cierto talento para la pintura y se dis­traía muy bien haciendo acuarelas.
A medida que proseguía la ocupación escaseaban más los víveres. Se organizó la resistencia, entonces se apretó aún más la garra del ocupante. Por el asesinato de un militar alemán se fusilaba a los rehenes. Como ocurre siempre en estas situacio­nes, comenzaron las delaciones que enmascaraban antiguas en­vidias. También había empezado la persecución de los judíos. Al comienzo sólo era la estrella de David en la solapa y un distintivo en la puerta de las tiendas que les pertenecían. Luego fueron las deportaciones. El tío de una compañera nuestra de colegio, al escuchar detenerse ante su casa el coche de la Ges­tapo, se había tirado por la ventana. Muchas chicos franceses cruzaron los Pirineos para, una vez en España, ponerse al habla con la Embajada de Inglaterra y marcharse a este país para unirse al General De Gaulle.
En el colegio nos enseñaron el himno del Mariscal Petain y yo, con las demás, lo cantaba.
Se hablaba mucho del retorno a la tierra y, a falta de no poder cantar a la Francia del presente, se cantaba a la del mañana.
Los alemanes empezaron a hacer propaganda de la «releve». Consistía en reclutar jóvenes franceses para que fuesen volun­tariamente a trabajar a Alemania con lo cual obtenían la liber­tad de prisioneros de guerra. No era mal negocio para los ale­manes: se llevaban muchachos más o menos bien alimentados y devolvían a otros famélicos y enfermos. Muchos se vieron obligados a colaborar. Otros, desgraciadamente, colaboraron por conveniencia, ya que la victoria de los alemanes en aque­llos años parecía evidente.
Mi colegio de Sainte Odile tuvo que cerrarse; la mayoría de las alumnas éramos extranjeras. Las españolas regresaron a nuestro país, las inglesas al suyo, y las norteamericanas, al es­tallar la guerra, juzgaron más prudente abandonar Europa. Con los restos del Ste. Odile una de las profesoras fundó el colegio «L'Ecola Bonaparte». Ingresé en él pero éste también tuvo que cerrarse. La directora le propuso entonces a mi padre darme lecciones de geografía, historia y gramática, materias que ella podía enseñar. Ingresé luego en un colegio de monjas quienes se limitaban a darnos clases de religión; las materias estaban a cargo de profesoras. El ambiente del nuevo colegio era más modesto que el de los anteriores. La mayoría de las alumnas pertenecía a la pequeña burguesía de San Juan de Luz.
Debido al intenso frío, cuando mi padre iba al mercado su indumentaria era un tanto mamarrachesca; llevaba una vieja gabardina, una bufanda tétrica, mezcla de gris y negro, regalo de una señora que, según las malas lenguas, le tenía echado el ojo para cuando enviudase de un marido achacoso que tenía (bufanda de la que, según mi padre, cada puntada era un sus­piro) una especie de pasamontañas confeccionado por la mis­ma señora, unos chanclos de goma y una boina. Trajeado de esta manera acudía al mercado donde habitualmente se cruza­ba con una aristocrática amiga suya. Esta mujer se preservaba del frío con una gran capa, medias, calcetines, pañuelo y boina en la cabeza. Ambos volvían la cara simulando no verse. Varias tardes por semana mi padre iba a jugar al bridge a casa de la señora baronesa y era saludado por ella con un:
-«¡General! ¡Cuánto tiempo sin verlo!»

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