El General Castelló en la prisión militar de Madrid en 1943. Foto cedida por su nieta Isabel Krsnik Castelló.
Inmediatamente avisó a sus amistades, quienes acudieron a verlo. En Prisiones Militares tenía una habitación individual y podía recibir visitas sin vigilancia alguna. El trato era humano. Tenía, eso sí, que pagarse el rancho. Más tarde le fue conseguida una pequeña parte de su sueldo para ese fin, pero tuvo que recurrir a la generosidad de sus amigos. Entre ellos estaba don Diego Hidalgo, el Ministro de la Guerra de quien mi padre había sido Subsecretario. Mi padre lo nombró su abogado para la cuestión civil; para la militar designó a don Ricardo Benítez de Lugo.
«Ya estoy de nuevo en España abandonando por tercera vez a mis hijas. Ya tengo Juez; se trata de mi compañero Esquivias, antiguo amigo.»
Nosotras permanecimos en San Juan de Luz. No había posibilidad de establecer correspondencia entre la Francia ocupada y España, pero sí entre la Francia libre y la Francia ocupada, y entre aquélla y España. Las cartas se las enviábamos a nuestra abuela, ella las cambiaba de sobre y se las remitía a mi padre. Por el mismo conducto, él nos respondía. Una carta que se extraviaba representaba un mes sin noticias.
Llegó el verano y todos sus amigos se fueron de vacaciones. El doctor Varela Radio, gran amigo suyo, dejó encargado a su portero que fuese a visitar a mi padre y le llevase todo lo que necesitara.
-«¿Qué se le ofrece, mi General?»
-«Nada» -contestaba lacónicamente.
-«¿Y cómo le digo yo a don Manuel que no quiere nada?» Mi padre no tenía ganas ni de comer. Una mañana lo encontraron desmayado a los pies de la cama. Cuando se relevaba la guardia, se preguntaban unos a otros:
-«¿Vive aún el General Castelló?» Felizmente, un día fue a verlo Mercedes Peña.
-«General, usted necesita tener a sus hijas a su lado.»
-«¿Y cómo puedo hacerlas venir?»
-«Castejón se portó muy bien con su mujer y sus hijas. Actualmente está de Gobernador Militar en San Sebastián. Escríbale.»
Castejón recibió su carta. Sin pedirle permiso a nadie, sin consultar con nadie, cruzó la frontera con su mujer en un coche no oficial y se presentó en San Juan de Luz.
Una mañana Nennette nos llamó:
-«¡Lolita! Unos señores preguntan por vosotras.»
En el comedor de los Souroste aguardaban un señor vestido de paisano y una señora joven y guapa. La miré y la reconocí enseguida.
-« ¡Lele... Lele!
Para ella yo había sido su muñeca bonita cuando vivíamos en Alicante y aún no tenía hijos.
-«¿Y usted es Antonio, verdad?»
-«Nada de llamarme de usted.»
Con Antonio Castejón había yo bailado tangos en Alicante cuando tenía cinco años, para lo cual me levantaba en sus brazos.
Poco después llegó mi hermana. Muy despistada, entró con una interrogación en la mirada. Pese a ser mayor, nunca ha tenido tan buena memoria como yo.
-«Mujer, son Lele y Antonio Castejón. Vienen a anunciarnos la buena nueva de que pronto, muy pronto, vendrán a buscarnos para llevarnos a España.»
Días después nos informaron que los alemanes habían empezado a poner inconvenientes para autorizar nuestra partida, pero que Castejón esperaba solucionarlo. Así fue, y aquella misma tarde vinieron a buscarnos, esta vez en el coche oficial y con ellos pasamos la frontera.
¡España! La soñada tierra de promisión, el añorado paraíso que nos había ayudado a soportar los años del destierro. España era para mí nuestra casa de la Gran Vía, el único hogar que conocí, la posición económica y social recuperada, mis antiguas amistades, todo lo que habíamos perdido en la guerra... España, de momento, era un sol más brillante que el de Francia y un cielo más azul. Luego fue un compartimiento de segunda clase en un tren para Madrid. Como Castejón tenía que pagarnos el viaje, mi padre no quiso abusar de su generosidad y le escribió diciéndole:
-«Saque a mis hijas (por carta lo trataba de usted, otras veces lo tuteaba) dos billetes de segunda clase y entrégueles 100 pesetas.»
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